Efraim Medina Reyes
Animales Mitológicos
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En mi adolescencia tuve dos héroes: «Kid Pambelé» y Jim Morrison. El primero era un boxeador nacido en Palenque (un pueblo de negros cimarrones vecino a Cartagena) que fue el primer colombiano en ganar de verdad algo, el otro todos los roqueros de este mundo y aun los que odian el rock saben quién fue y qué hizo. Pambelé le arrebató el título mundial de las 140 libras el 28 de octubre de 1972 a un panameño llamado Alfonso «Peppermint» Frazzer, hasta ese momento era un perfecto desconocido para nosotros y un segundo después de haber noqueado a «Peppermint» se convirtió en el símbolo nacional por excelencia de la época. Las personas que lo llevaron a esa conquista histórica fueron dos venezolanos, él había emigrado a Venezuela años atrás porque en Colombia nadie creyó en sus condiciones ni le brindó el mínimo apoyo pero una vez tuvo el título, el país lo rodeó: las estrellas de la tele y los políticos, encabezados por Pastrana padre y luego hijo, se tomaban fotos con el nuevo ídolo y concedían entrevistas donde aseguraban haberlo seguido desde siempre y confiado en él. Pambelé se acostó con cada estrella de la tele que le dio chance y logró que los políticos llevaran la luz eléctrica a su pueblo y él, con su propio dinero, compró un enorme televisor y lo puso sobre un pedestal en la plaza de Palenque. Aparte de eso ayudó a un montón de gente de Chambacú, el ghetto negro donde había crecido como pescador y vendedor callejero antes de conocer la gloria. Pero la fama y el dinero fueron demasiado y, al igual que Morrison, buscó la puerta de salida a través de los excesos y los excesos acabaron con él. Morrison apareció muerto en una tina y Pambelé recorre hoy las calles de Cartagena como un zombie. Aparte de usarlo cada cierto tiempo para llamar la atención como tema de canciones, videos o artículos como éste, a nadie le importa si se pudre vivo. Los políticos y las estrellas de la tele hace tiempo lo dejaron y sólo uno que otro despistado turista le pide que pose a su lado para una foto. Pambelé acepta halagado y ensancha sus gruesos labios en una sonrisa ignorando que el turista no busca al campeón mundial sino al pintoresco negrito que representará en su álbum de recuerdos el mágico espíritu caribe. Y creo que si lo pienso bien Pambelé sintetiza en cierto modo el mágico espíritu caribe. Su hoy ajado rostro es como un mapa de todos nuestros sueños y decepciones. El fue y sigue siendo el símbolo de un país desconocido que Europa ha querido ver a través de los ojos de un montón de farsantes. Farsantes en edición de bolsillo que quizá Europa supone héroes. Farsantes como García Márquez, Mutis o Botero. La pregunta es: ¿Por qué los llamo farsantes?
Cuando tenía seis años perdí a mi padre; mi madre se vio obligada a trabajar más de la cuenta para sacarnos adelante a mí y tres hermanos más. Crecí en un barrio difícil donde el albedrío estaba limitado por el más fuerte y como muchos chicos del barrio imité a Pambelé. Creía que mis puños podrían sacarme a mí y a mi familia de aquel lugar. A los catorce años había logrado realizar una docena de peleas como boxeador aficionado y todavía no conocía la victoria, sin duda estaba lejos de llegar a ser un Pambelé. Decidí probar con la música y, junto a un par de compinches, conformé 7 Torpes Band. Grabamos un casete de garaje y luego de cuatro años conseguimos tener, en todo el vasto mundo, la fabulosa cifra de dieciséis fans. Entretanto el mundo aclamaba a García Márquez, Mutis y Botero, entretanto el dinero entraba en sus cuentas y el prestigio y las condecoraciones relucía en sus pechos. Cada vez que alguno de ellos se echaba un pedo, enseguida algún país de Europa le daba un premio o una medalla acompañada de un buen fajo de billetes. Y se echaron muchos pedos, tantos que empezó a salir de sus brillantes culos una verde polvareda donde se veía el mágico y exuberante espíritu caribe con su impenetrable selva y sus montañas hasta el cielo, sus perfectas palmeras y su mar embravecido, sus hembras salvajes y sus arrogantes machos, la fertilidad implacable de su flora y fauna, sus piedras preciosas al borde de los caminos y sus entrañas repletas de petróleo y, atravesando aquel paraíso, la pomposa y afortunada miseria donde los abuelos contaban historias que servían de fuente inagotable para la desaforada imaginación de estos artistas. Como ninguno de nosotros había conocido aquel mágico caribe del que ellos hablaban y tampoco daban noticia de él nuestros abuelos ni los de Pambelé, decidimos fundar la empresa Fracaso Ltda. y como único activo creamos el eslogan: Donde se necesite un fracaso, allí estaremos: Aquellos sujetos podrían representar mucho para Europa y ser incluso nuestro rasgo de identidad en aquel lado del mundo pero para nosotros (yo y mis amigos de cuadra) significaban menos que la mierda del perro. Ellos no habían usado su talento para poner las cosas en su lugar sino para alargar y usar, en beneficio propio, la grande mentira que Europa quería creer. García Márquez y Mutis decoraban sus sueños y Botero sus salones y jardines. Aquí, en medio de una guerra sin cuartel y abandonados de toda gloria, nuestra miseria crecía y a expensas de ella, la fama de esos animales mitológicos.
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Supongo que Europa nos debe algo después de haber colaborado, a través de los siglos, de manera tan eficaz para empobrecernos. Supongo que el habernos aplastado, robado, borrado y condenado, aparte de la miseria física, a un atraso cultural y espiritual tan severo, debe producirle algún tipo de culpa. Pero aun por cruel e indiferente que Europa haya sido en su conquista y colonización de esta parte del mundo, lo peor ha sido su manera de equilibrar cargas para calmar su conciencia. Su ayuda ha resultado más humillante y perversa, ha dejado una brecha más amplia que se llena cada vez de más odio y resentimiento. No voy a entrar en detalles sobre su papel en la economía y los conflictos de nuestro país, en sus alianzas estratégicas con nuestros mayores enemigos y su falta de criterio a la hora de tomar decisiones que definen nuestro destino, prefiero detenerme en su MIRADA, en la estúpida costumbre de interpretarnos bajo una lente turística donde siempre aparecemos como criaturas exóticas y pintorescas. No somos una pila de alucinados personajes de García Márquez o Mutis y menos las repetidas e infladas postales costumbristas de Botero. Tampoco aparecemos en las recientes, livianas y chatas historias escritas por algunos de los nuevos escritores colombianos. Parece que explotar la miseria sigue siendo el mejor argumento que los nuevos farsantes tienen para hacerse notar afuera. Historias de románticos sicarios, indigentes y asesinos con dilema existencial, elegantes y sesudos desplazados, detectives criollos o cosmopolitas, inteligentes y sutiles narcos, conmovedoras putas y blandas historias del estilo Marcela Serrano han reemplazado al fascinante y vendedor Macondo pero mantienen su formula: escribir a la medida y al gusto de Europa y para ello nada mejor que exhibir entusiasmados y sin criterio alguno nuestra ruina y posar, en algunos casos, de intelectuales latinoamericanos en su confortable exilio. Los personajes de García Márquez y Mutis eran alucinados y exóticos aborígenes, los de sus hijos y nietos son un poco más sofisticados pero, a pesar del trasfondo urbano, el exotismo persiste.
García Márquez nació en un oscuro, remoto y miserable pueblucho llamado Aracataca. El pueblo sigue allí, sólo que ahora, aparte de hundido y remoto, lo azota la guerra: la misma guerra que devasta el resto del país. Los habitantes de Aracataca creyeron encontrar en García Márquez una tabla de salvación, imaginaron que ser la cuna del colombiano más famoso les daría alguna posibilidad pero García Márquez no era Pambelé y jamás usó la enorme influencia política que le dio convertirse en una celebridad en favor de su pueblo. No, él no era un palenquero ingenuo y sentimental. El iba a usar todo ese poder e influencia para favorecer a quien más amaba: a Gabriel García Márquez. Cada línea escrita, cada postura política, cada declaración, cada entrevista sintetizaron desde entonces las cualidades básicas de nuestro genio: enorme talento literario, oportunismo, arribismo a ultranza, hipocresía y una precaria inteligencia frente a la vida y sus deberes más elementales como son la amistad, la gratitud y la dignidad. Para García Márquez apostar por Cuba y Fidel Castro, cenar en la Casa Blanca y declarar su admiración por Bill Clinton o hacer comerciales de TV para apoyar la candidatura de Andrés Pastrana (el peor presidente, el más pobre, estúpido e ineficaz, que haya tenido Colombia) no entraña dificultad alguna. Su debilidad extrema por cualquier cosa que huela a poder lo ha hecho ser el comodín de una interminable lista de políticos y estadistas de dudosa índole. No hay que olvidar que décadas atrás, mientras él departía felizmente con Fidel Castro, su libro El Otoño del patriarca (que es el descarnado retrato de un dictador latinoamericano cualquiera) estaba prohibido, por razones obvias, en Cuba. Algo así como si aceptaras entrar a una fiesta cuyo dueño te pone como condición dejar a tu hijo esperando afuera. Pero García Márquez no se inmuta por cosas de ese estilo, su insaciable apetito por la fama ha convertido sus relaciones con el poder en la mejor arma para impulsar su carrera y la verdad no la ha hecho nada mal. Quizá por eso prefirió fundar en Cuba y no en Aracataca, con todos los beneficios que ello habría implicado para ese desgraciado pueblo, la Escuela Internacional de Cine San Antonio de los Baños. Sus gestos para Colombia, aparte de un montón de salidas en falso en el terreno político (terreno donde sus limitaciones intelectuales salen más a flote), han sido nimios. Siempre ha optado por llamar la atención, sobre todo si es la temporada previa al lanzamiento de alguno de sus libros, antes que asumir un compromiso serio y mantener una actitud firme. En el terreno literario ha tenido sospechosas preferencias y desconocimientos infames, el más imperdonable se llama Héctor Rojas Herazo, tanto más imperdonable si consideramos la extraordinaria calidad humana y literaria de Rojas Herazo y que los unió una cierta amistad y bebieron de las mismas fuentes cuando eran un par de chicos desconocidos en Cartagena de Indias. Por supuesto que García Márquez no tenía como misión en la vida rescatar la obra de Rojas Herazo pero su empecinado silencio alrededor de algo tan evidente, mientras se apresuraba en promocionar autores menores, deja inevitables dudas. Él, al igual que el dictador que retrata en El Otoño del Patriarca, nunca aceptó sombras que pudieran compartir su pedestal literario. Su proverbial egoísmo lo convirtió en una momia sagrada que buena parte de las nuevas generaciones, de las que hago parte, despreciamos (otros, sus lacayos locales, muestran sin pudor uno que otro golpecito de espalda o «patadita de la fortuna en el trasero» recibido de un dios al que deben defender a ultranza). Nadie desconoce su capacidad como fabulador y el acierto inicial de una fórmula que ha repetido hasta el cansancio, de una fórmula que quizá entusiasme todavía a ciertos fieles lectores alrededor del mundo pero que para nosotros es historia literaria, trabajo escolar y punto. Más que momias sagradas nos hacen faltas hombres capaces de meter el culo por un país desangrado por la corrupción, la injusticia y la intolerancia.
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Para retratar la facilidad con que estas momias sagradas cambian de postura ante los halagos, basta recordar la reciente actitud de Álvaro Mutis cuando España le otorgó el Premio Cervantes (considerado el Nóbel en castellano). Él había firmado, junto a otros intelectuales, una carta donde prometía no volver a España como reacción al pedido de VISA por parte de ese país para los colombianos. La flamante carta que supuestamente consignaba la dignidad y entereza de un grupo de intelectuales colombianos frente a la mal llamada madre patria se convirtió en una payasada cuando Mutis se arrepintió públicamente de haberla firmado y culpó a sus amigos (que también firmaban la carta) por haberlo convencido de formar parte de algo, que por virtud del premio ganado, ahora le parecía un disparate. Declaraba además su fidelidad a la monarquía y lo feliz que estaba de poder ir a besar la mano del rey español. Así podríamos construir una interminable lista de personajes y situaciones donde siempre el oportunismo vence a la dignidad. El oportunismo es un rasgo muy colombiano como la mentira y el nacionalismo tonto que produce ídolos de mierda impuestos por los medios de comunicación y que nos solemos tragar sin pensarlo un segundo. La mayoría de esos ídolos apenas han logrado escalar unos peldaños se han largado, familia y dinero a bordo, lejos de este país. A nosotros nos queda el eco de su celebridad y una que otra limosna que, al igual que Europa, nos lanzan de vez en cuando. Tanto los artistas de verdad como los muñecos de plástico producidos por y para la farándula tienen el mismo sello: un medido y discreto desprecio por su origen. Ninguno de ellos desconoce ser colombiano: eso, cuando eres una celebridad y estás en el primer mundo, no deja de ser un exotismo que ayuda a vender. La excusa para salir pitando de aquí es simple y antigua: se trata de un país inseguro. Ese aire de víctima también ayuda a vender. No me opongo a que Botero done a un museo bogotano su colección privada, ni que llene los parques del país con sus monumentales esculturas pero tampoco van a meterme el cuento de su infinita generosidad. Fundir esculturas y meter bellas e importantes obras de la pintura universal en un museo a cambio de borrar manchas todavía recientes de su apellido y ampliar cada vez más el culto a su imagen no tiene costo alguno para un magnate como Botero.
Es curioso que a todos esos sujetos tan importantes que inflan nuestros pechos de orgullo les importe muy poco la suerte que corramos. Ninguno de estos intelectuales y celebridades han aportado, aparte de algunos grititos aislados de quinceañera, sus ideas y el innegable eco que podrían tener ante el mundo en la búsqueda de salidas para nuestro conflicto; más bien se han hecho los de la vista gorda y sólo aparecen, como ya dije, para recibir honores y tomarse fotos con los mismos políticos corruptos e incapaces que arruinaron a Pambelé y han construido la miseria en que vivimos. Nos desgañitamos a gritos porque Montoya gana una carrera, pero Montoya sólo viene aquí a filmar comerciales que le llenan la bolsa de más billetes. García Márquez y su familia viven en México y USA (y allí invierten gran parte de su dinero), Botero en Europa y etc, etc. De vez en cuando traen alguna migaja por acá y entonces los medios recogen el gesto y los elevan a héroes. Se puede decir, y lo acepto, que cada quien hace con su vida y dinero lo que quiera pero lo inaceptable es la farsa. Todos esos ídolos van diciendo en cada entrevista que aman el país, que es el país más bello del mundo, que todo lo hacen: las canciones, los libros, las gestas deportivas, por la paz del país. Ninguna canción, ningún libro, ningún triunfo deportivo ha aportado un ápice por este país. Son sólo cortinas de humos, breves entusiasmos, perorata de los medios para esconder las terribles realidades que nos acosan. Ellos no nos representan, nuestra fiel imagen está más cerca del Pambelé que recorre las calles de Cartagena de Indias, que del arrogante Montoya convertido en títere para la diversión de los reyes del mundo. Europa debe saber que el realismo mágico es la ceniza de un sueño y que en Colombia viven personas que salen volando por los aires víctimas de las bombas y no de un conjuro, que tenemos los mismos sueños, la mente, la cultura y los líos de cualquier ser humano en el primer mundo. Los elementos ancestrales perviven en todas las culturas pero en el mundo contemporáneo hay elementos afines y un lenguaje que va más allá del idioma o la geografía. Valoro cada cosa que soy y de la que estoy hecho y deshecho, el mundo es mi hogar aun el mundo que se niega a aceptarme y el que yo no acepto.
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Cada vez que alguien en mi país pide ayuda a la comunidad internacional siento vergüenza, cada vez que se le pide dinero a USA o su participación para resolver nuestros conflictos quisiera haber nacido muerto. No creo en esa ayuda y menos en quienes la mendigan, debemos hacernos responsables de nuestra suerte y aceptar, que por más dinero que nos envíen y discursos que hagan, estamos solos. No creo sea una exigencia del arte el compromiso con la realidad pero sí del artista. Al menos respeto y prefiero a quienes se comprometen en cuerpo y alma con la vida antes que con el arte; la vida importa más. Cada quien tiene sus razones y éstas son las mías: siento que debo estar en mi país y hacer allí lo que escogí en la vida, no podría vivir tranquilo en un lugar confortable sabiendo que mi familia, mis amigos y todo lo que amo en este mundo está expuesto a la violencia y la incertidumbre más atroz. Sé que hay gente por ahí que puede dejarlo todo y olvidarse y se sienten fuertes por ello y quizá lo sean pero yo no nací con ese coraje. Soy un sentimental empedernido como Antonio Cervantes, un tipo que jamás leyó El Quijote pero que a su modo lo fue y cayó derrotado por los molinos de vientos de la ilusoria fama y los falsos amigos que ésta arrastra consigo. Por eso prefiero a mis amigos hechos en el fracaso, mis amigos que odian cada momia sagrada, cada muñeco de plástico, cada monumento erigido en nombre de la mentira y la muerte y aman a Jim Morrison porque se atrevió a rebelarse frente a una sociedad hipócrita que le pedía ser el chico bueno de la clase. Jim se atrevió a expresar su delirio en iracundas canciones y salvajes poemas. Y aman a un tal Antonio Cervantes que de la absurda miseria fue lanzado como un cohete hacia los titulares de prensa, convertido en héroe nacional y adulado hasta el cansancio por presidentes y reinas de belleza y luego, cuando la decadencia tocó su puerta y las drogas fueron su refugio, esos mismos aduladores lo atacaron con saña y lo dejaron tirado en la cuneta. En una entrevista, en la plenitud de su gloria, Antonio Cervantes dijo lo que sería después un perfecto epitafio de sus quince minutos de fama: Es mejor ser rico que pobre. Esa frase es suma del pensamiento nacional y retumba en la memoria colectiva con mayor fuerza que cualquier literatura. Hoy Antonio Cervantes recorre las calles de Cartagena de Indias como un zombie y le recuerda a quien quiera escucharlo que alguna vez fue famoso, tuvo mucho dinero y viajo por el mundo destrozando rivales bajo el temible apodo de «Kid Pambelé».