Para celebrar la llegada de un nuevo viernes a la “ciudad de la furia”, aquí les dejo un artículo escrito por Carlos Flores, publicado en noviembre de 2008 en el Papel Literario
David Foster Wallace
Carlos Flores
Voy a sacarme esto del pecho de una vez: David Foster Wallace (Q.E.P.D) era, técnicamente, el mejor escritor del planeta… y quizás de muchos otros. Eso, ni más ni menos: el mejor.
Nadie dominaba la palabra escrita como este tipo. Nadie. Ni Rushdie ni mil García Márquez, ni cuatro mil Delillo ni una tropa de Saramagos… lo juro. En serio. Así de bueno era.
Dicho esto, ahora exhalo con la tranquilidad de quien por fin ha aceptado, luego de no pocos ataques de envidia, que la maestría de Foster Wallace –ese tipo nacido en Illinois que siempre usaba una bandana y daba clases de literatura en California- no sólo era única y genial sino que, quien esto redacta, jamás le llegará ni por la uña del dedo meñique del pie izquierdo. Y, para alguien con mi ego, es difícil aceptar la posibilidad de que el talento –el mío, en todo caso- no sea tan infinito como el que sí poseía el difunto autor protagonista de este homenaje.
Flashback recalcitrante
Estoy en un hotel lleno de cucarachas y ratones tan gordos y enormes que se mueves con lentitud, como si no les importara mi presencia. La ciudad es Caracas, la terrible, la ruidosa y grosera. El siglo XXI apenas comienza y ya me decepciona. No hay carros voladores ni nada especial ni espacial. Nací en un país en crisis y todo sigue así. Igualito. O mucho peor… aunque no pienso en eso ni en nada en este instante, mientras navego entre un océano de páginas. Estoy perdido pero feliz. Rabioso y en éxtasis.
Llevo casi un mes leyendo una novela que se titula Infinite Jest (Broma infinita). La firma un fulano David Foster Wallace y estoy en el patético limbo que representa no saber si odiar o envidiar al autor. Durante momentos río, suelto carcajadas… Luego me pierdo entre enormes párrafos y larguísimas anotaciones paralelas. De hecho, tengo dos marcalibros: una para las páginas normales y otro para las notas a pie de página. Ya que estas representan casi la mitad de la extensión de Infinite Jest (mil y pico de páginas que rayan, una a una, en la más pura perfección técnico-literaria). “Una verdadera salvajada”, como dice ese impertinente narrador de béisbol mexicano que sale en ESPN.
Sigo la vida de personajes tridimensionales en un futuro dominado por los medios de comunicación, la cultura del shocky y la obsesión por la fama y la celebridad. Sí, muy parecido a nuestro presente… pero la narración… las oraciones… cada letra está en el lugar que Dios ordenaría (si él fuera el autor, y tal vez sí lo es), convirtiendo lo anormal en celestial; el drama se transmuta en erupciones místicas. ¡Qué vaina tan buena!, murmuro y doy una calada al cigarrillo.
Una chiripa se empina por la pared cerca de mi cama. Sigue por allá, chama, y no tendremos rollos, pienso. Regreso a la novela. Infinite Jest se ha convertido en la compañía perfecta durante una temporadita de conflictos, huracanes sentimentales y arenas movedizas sexuales. De esto han pasado varios años pero igual me invade el intenso olor a cloro de las sábanas y la sensación de querer saber qué le pasará a Harold Incandenza y a los demás personajes. Todo eso salpicado del dolor por la muerte de un héroe.
Ciertamente quisiera decirles: ¡hey, salgan corriendo a comprar este libro!, pero no me atrevería. Ya me odian suficientes chiflados como para seguir buscando enemigos. Y es que David Foster Wallace no era un escritor de masas. Aunque sus libros eran best sellers. Hasta un niño puede leer a Stephen King… a pesar de tener algunas obras maestras. Pero David (me permitiré tutearlo) era otra cosa. Una suerte de alquimista, un científico loco jugando con palabras y creando ideas, con una libertad y creatividad ilimitada, en un mundo literario dominado por Harry Potters, Códigos Da Vinci y cualquier basura de 500 y tantas páginas contenidas dentro de una bonita y colorida portada.
Si pocos escritores se dejan llevar por las formulas seguras en estos tiempos, David se meó en el establishment literario. Irrespetó las formulas. Creó las suyas. El gran triunfo es que su obra no puede compararse con la de ningún otro novelista vivo o muerto. Eso sí, la sátira siempre fue el puñal afilado que blandeaba a su placer con la finura de quien usa guantes de terciopelo, a pesar de estar dispuesto a asesinar a otro ser humano… incluso a él mismo.
Extraños e inteligentes personajes evitan a sus predecesores
Una vez entrvisté al escritor norteamericano Bret Easton Ellis. Y lo que pensé (aunque mi fanatismo por su obra me instaba a negarlo) es que el tipo era bastante simple y carecía de profundidad. A shallow man. Claro, pero así es toda su obra –comprendí- y al final uno es reflejo de lo que escribe… ¿o viceversa?
Era la década de 1980. América vivía el boom económico y clasista de Wall Street. El “Imperio” era más extravagante que nunca y Ronald Regan apostaba por engrandecer el sentimiento de ser Yankee. Un momento crucial, donde Bret Ellis fue el cabecilla de algo llamado el Bret Set o el Brat Pack Literario, grupo en el cual también se encontraban los autores Jay McInerney y Tama Janowitz. Estos jóvenes cometieron exactamente el mismo error: pensaron que tenían una formula que garantizaría el éxito de cualquier libro que publicasen y se apuraron (¿atoraron?) en lanzar segundas obras que no pasaban de ser pobres imitaciones de sus óperas primas. Y así, entre libros malos y el crash de la bolsa de valores a finales de la década, se evaporó la moda de ser escritor de literatura para dar inicio a los años del bestseller, de libros masivos. Equivalente a una película de Spielberg un domingo por la tarde. Historias fáciles de digerir. Puro entretenimiento impreso.
Pausa.
Viernes. 3 de octubre de 2008. 4:32 a.m
Estoy sentado en el suelo de una costosa habitación de un muy costoso hotel en Valencia. El aire acondicionado enfría tanto que me cuesta un poco respirar. Pero, ¿en realidad es el aire o acaso ese polvito blanco que atravesó mis fosas nasales hace unos minutos y que me tiene despierto, eléctrico y con ganas de terminar este homenaje? ¡Baj!, it really dosent matter. En esta fría y opulenta oscuridad pienso en el suicidio de David Foster Wallace y no ver el vacío que deja sino, lo opuesto, la colosal faena literaria que nos hereda.
Tanto David, como su amigo-rival, Jonathan Franzen, se convirtieron –a mitad de la década de 1990- en los nuevos niños prodigio de las letras. Ambos, mucho más tímidos, recatados y serios que el Brat Pack que los precedió, presentaron dos novelas que, aún hoy, son tan difíciles de opacar que sus creadores, genialmente, tomaron otros caminos en géneros diferentes: ensayos, cuentos, periodismo en general –y en el caso especifico de Foster Wallace, dar clases en universidades- antes de tratar de imitar el éxito obtenido.
La obra maestra de Jonathan Franzen, The Corrections (ganadora de cuanto premio pueda otorgarse en EEUU), ha hecho esperar a muchos lectores por otra novela que aún no llega, mientras que Infinite Jest fue el libro definitivo de Foster Wallace. Y estoy claro en algo, cuando escribes monstruos como son The Corrections e Infinitive Jest ¿qué más quieres crear? ¿qué argumentos? ¿cómo dar con una idea clara en el campo de la ficción, luego de que inventaste un estilo, y sellaste –con mayúscula- un capítulo en la historia de la narrativa mundial?, y, más importante, ¿qué más decir si, al menos en apariencia, lo dijiste todo y todos te acompañaron y alabaron cuando lo publicaste?
Escucho voces en el pasillo. La complicidad –o impertinencia- del ojo mágico enseña a un hombre cuarentón con porte de ejecutivo. Es la habitación frente a la mía. Trata de sujetar por la mano a quien parece ser un enorme travesti, para que no se vaya, pero al final cede y se queda solo, bajo el marco de la puerta. Mirando su caminar contoneado, como pensando: “ojalá pudieras quedarte otro rato, pero sin cobrarme… ojalá el mundo fuera otro; un mundo abierto y civilizado, para empatarme seriamente contigo, sin importar que uses tacones, pintura de labios, uñas de acrílico… y tengas ese enorme pene entre las piernas”.
Media vuelta y regreso al laptop. Junto a mí está un ejemplar de Entrevistas breves con hombres repulsivos, la famosa colección de relatos de David Foster Wallace. Intento recordar al mirar la carátula, pero creo que ninguno de sus cuentos habla de travestis saliendo de hoteles caros en Valencia, estado Carabobo.
Modo depresivo
David Foster Wallace intentó suicidarse varias veces. Su vida, desde muy joven, estuvo pisoteada por ese horrible vacío llamado “depresión”. Pastillas, tratamientos médicos, naturistas, curanderos y New Age… el genio de la literatura probó de todo pero jamás logró conectarse con el mundo real de la manera positiva en que muchos lo logran. Siento pena ajena cuando algún imbécil por ahí dice que la depresión no existe, que son mariqueras, inventos. Yo no puedo sino desearle a esa gente que jamás llegue a experimentar esa desoladora sensación de andar unplugged, desenchufado del resto de la humanidad. En una de las historias de Infinitive Jest, el lector sigue a un paciente que sufre de adicción, depresión y quiere suicidarse. Vaya grito de ayuda por parte del autor. Y, aunque la sátira domina el contenido de la novela, yo –que he sufrido de depresión clínica- sentí que regresaba a ese extremo de la nada donde todo es gris, frío y amargo.
En la última conversación que Foster Wallace sostuvo con Jonathan Franzen, le pidió –quizá no tan en broma como lo supuso Franzen- que le contara una historia que tuviera un final feliz. No me cabe en la imaginación que alguien pueda pasar casi toda su vida de adulto en estado depresivo. Semejante tormenta sólo puede ser sobrellevada por alguien excepcional. Alguien que pueda luchar contra ese demonio hasta ganarle algunos rounds de cuando en cuando. Entonces mi percepción de Infinitive Jest del resto de la obra de David Foster Wallace cambia al saber lo que tuvo que atravesar para escribir de una manera tan perfecta en medio de una vida tan imperfecta. Aunque, coño, ¿Quién tiene una vida perfecta? Yo no, de pana que no.
Periodista NO colegiado
Si bien su gran vedette fue Infinitive Jest (y una buena pila de cuentos que firmó), vale añadir que –sin planearlo- David se convirtió en uno de los reporteros más respetados y cotizados de Norteamérica. Sus trabajos van de crónicas a entrevistas, pasando por fabulosas investigaciones de campo. Política, deporte, música y cultura en general. David Foster Wallace no escatimó a la hora de llevar material de primera a sus lectores. Ahora recuerdo específicamente tres trabajos memorables: Consider the Lobster, A Supposedly Fun Thing I LL Never Do Again y Federer as a Religious Experience. En el primero, David está –literalmente- perdido en el festival anual de langostas de Mainey y. de una forma casi sacrílega, coloca contra la pared a todos aquellos que comemos no sólo langosta sino cualquier cosa que alguna vez estuvo viva y caminó sobre este planeta. El segundo, por demas titulo de un libro que reúne algunos de sus ensayos, describe el tétrico pero hilarante episodio en la vida de Wallace que transcurrió de vacaciones en un crucero y su lucha por tratar de no ser tan “mimado” por el staff interno. Y el tercero es una genial semblanza que realizó al tenista Roger Federer; una historia cruda y mordaz sobre las nuevas generaciones de tenistas y su sistema de preparación que casi raya en la autoflagelación.
Luego de mucho tiempo medicado, David Foster Wallace, de 46 años de edad, habló con su familia y les comunicó que dejaría el tratamiento. Su esposa aceptó. También sus padres. No tuvo hijos, al menos no humanos. Un día, un día cualquiera, el gran autor americano… el intelecto superior, decidió que no quería seguir terciando una guerra épica contra un rival invencible. Aquello… ese vacío devorador que lo carcome todo por dentro… no era vivir. Entonces se colgó. ¿Perdió la batalla final o acaso se burló del rival? Ya no importa. Sólo queda leer su obra y sonreír…, porque quizá él jamás esperó –o deseó- más que eso.
La censura, bajo cualquier presentación, no permite «relax», es como pedir «relax» cuando se lleva acabo una maniobra de resucitación. Pero bue…parece que el sacrificio ya está consumado y se deja sentir un silencio sepulcral.
Coloqué en google el nombre de Carlos Flores y me aparece un cronista venezolano. No lo he leído, no sé si es miembro de esta revista, no sé cómo se maneja ésta (la revista) y menos sé qué chingados hace esta mexicana (yo mera) leyendo y comentando en una revista tan venezolana, pero bue…peores cosas se van a ver en Internet en pocos años (tendremos japoneses escribiendo, en un castellano más pulcro que el de Eugenio Montejo, sobre el modus operandis de los Olmecas y Toltecas para levantar monumentos y un ensayo perfecto sobre el canibalismo Azteca. O bien a un Venezolano dirigiendo a distancia un lanzamiento de la NASA desde su laboratorio en Rusia) Como decía, fui a buscar a Carlos Flores porque su artículo me resultó muy grato, tanto en su manejo del lenguaje como en el manejo del tema. No usa modismos, ni regionalismos (no tuve que recurrir a la página de Babel como lo hago para entender, desde su raíz, muchos comentarios y algún que otro artículo)
Me pareció prudente que no cayera en la tentación en la que caen la mayoría de los críticos literarios, la de sobresalir por encima de la obra que tratan. (nuestro Octavio Paz era experto en ello)
El artículo se lee de un solo tiro y los datos expuestos se quedan, se digieren y se saborean, quedándose uno con ganas de más, tanto de Wallace como de Flores.
Gracias por traerlo adrianonimo. Relajarse de vez en cuando entre siúticos y escribidores, me viene bien.
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