Ocurrió en Caracas, algo digno de revisar. Dos veces lo han hecho por estos lados, me atrevo a ser redundante e irrumpir de nuevo una tercera vez.
Desde una perspectiva radicalmente paranoica y desfasada de la llamada “realidad actual”, la convocatoria de un evento que se quiere cultural y vanguardista, promovido y financiado, desde la trinchera de la publicidad es, en sí mismo, un esperpento. Esperpento es una linda palabra que aprendía en mis días de universidad y que, entre otras cosas, funcionaba muy bien para demostrar que uno sabía algo de Valle Inclán.
Se suponía que el esperpento era la imagen distorsionada que el espejo devolvía (más bien vomitaba) de aquello que en él se reflejaba. Y es eso, justamente lo que ocurrió en la ciudad unos días atrás ante la convocatoria, más bien naif, de un evento llamado Por el medio de la calle.
Era la tercera edición de este evento y muy bien podríamos detenernos neciamente en este sustantivo que, acá en el país tiene unas características bastante específicas. Consiste en un hecho aislado, convocado desde un sector privado (y/o público) que lo promueve y seguramente otros sectores privados que lo patrocinan y, algunos sectores públicos e incluso otros tantos no gubernamentales que lo avalan para otorgarle dignidad, y quién sabe qué otros adjetivos más (dependiendo claro está de la orientación de mercadeo).
Con unos preceptos mínimos de organización, casi cualquier persona con dinero suficiente para tener “saldo” en el celular, con disposición y “mucha buena vibra”, puede en esta linda ciudad (umm quizá me atreva a decir: país), organizar un evento. Pero no sólo se puede, sino que por sobre todas las cosas, cualquiera en esta ciudad QUIERE organizar un evento.
Partiendo de esta premisa se puede elaborar un continuum entre un evento bien organizado y uno muy mal organizado, ponga usted la rayita en el lugar del continuum donde le plazca. Para algunos exigentes (y muy severos) lo mínimo indispensable es una logística eficaz, seguridad, cortesía y buen trato hacia el público, medidas mínimas de aseo e higiene y en el más utópico de los casos, un “performance” a la altura de lo ofrecido o al menos, de nuevo, digno.
Con esta fórmula de entrada, tan severa, la experiencia física (más no metáforica) de caminar por el medio de la calle, se me antojaba esperpéntica, o putrefacta más bien. Otra linda palabra que aprendí recién y que puedo usar aquí, incluso con un significado más allá de lo semántico. Porque, más allá de lo evidente, putrefacto es la forma en la que la llamada Generación española del 27, con Buñuel y Dalí a la cabeza, utilizaban para referirse al status quo artístico, cultural y social imperante en la época.
Llegué tarde, a un par de horas de la culminación del evento. Ya de entrada un dato que le sirve a cualquier blandengue para descalificar esta croniquilla (a priori ya descalificada por quien escribe) “Si no estuviste mucho tiempo no puedes sacar conclusiones tan radicales” dirán, pues sí , es verdad; desde esa premisa juzgaré entonces ese par de horas que deambulé en el corralón, como le llamó un buen amigo.
Ese corralón se me pareció muuuucho a Venezuela, era una simulación tipo realidad virtual del mood actual de la sociedad, de este sector tan efímero y atmosférico, porque nada lo contiene, que es la “juventud venezolana”. Juventud, target, sector vaya a usted a saber…que se quiere avant garde, rupturista, progre, bien vestida, se quiere prepotente y, sobre todo, urbana. Sí, sí, esta juventud se quiere urbana. De nuevo, vaya usted a saber qué significado llena ese significante de lo “urbano”. ¡Que llamen a William Niño a ver si nos ayuda por acá!
En el corralón había, como ya dijeron por aquí: 1. Circo. Llegando desde La Castellana se encontraba uno con el grupo La Redonda, que cantaba su eterno “Será lo que tú quieras que sea, será la mentira la verdad”. Nada, nada, de verdad, nada más atinado para enfrentarse con el monstruo urbano. Si quieres que sea progre y vanguardista, pues será. Vimos a mucha gente que tardó bastante tiempo en arreglarse, con la revisitación pret a porter de los ochenta, a la que le quedarán unos minutos de vida, pero que acá, como es natural, tendemos a agotarlo hasta la saciedad. Y con esto proclamo: Basta del uso indiscriminado de los colores fluo, bastaaaaa. Si esa es la estética del último video de Calle Trece, pues señores, déjenme decirles que: ITS OVER.
En el circo había toda clase de monos y payasos, por supuesto siempre me han gustado más los monos. Siempre me pongo del lado de los monos que son utilizados, domados y emperifollados para entretener al público, a costa, por supuesto de la dignidad del primate. Me desagradó mucho encontrarme con amigos entrañables que llevan años dedicados casi con disciplina militar y entusiasmo hippie a las más diversas expresiones artísticas y que me los encontraba ahora apretujados en un espacio incómodo y casi ofensivo, un espacio en el medio de la nada, no por el medio de la calle. A los breakers le dieron una tarima en una callejuela oscura. Lógico, más estrecha y oscura ergo más underground, aunque lo underground se contradiga con elevar lo callejero en una tarima. O se contradiga con darle un par de lonas a los graffiteros (qué pichirres, por cierto). Claro, claro, perdón, es un evento, no una manifestación espontánea de lo urbano. Prosigamos, prometo no detenerme en más reflexiones estúpidas. A otros amigos dedicados a las artes circenses, como el equilibrismo, el malabarismo e incluso algo de pirotecnia; los atapusaron en otra callejuela, en donde lo único que alcancé a ver fue unas llamitas voladoras que iban de un lado a otro. Más o menos la visión periférica que uno tiene en una cola a la espera de que el semáforo cambie.
Y entonces claro, llegamos a los payasos. Esos sí que no me gustan, todos se disfrazan y quieren estrellarte un pastel en el rostro, y quieren, sobre todo que pagues por el tortazo. Así que habían payasos de toda clase. Estaban los pierrots con su lagrimita hipócrita pintada en la mejilla: la lagrimita hipócrita de los ecologistas. Allí estaban irrumpiendo con toda clase de disparatados dispositivos y cachivaches plásticos (bolas gigantes, colgantes, alas de mariposa) tratando de hacer un mea culpa verde a pesar del patrocinio de gente como Nevada, con agua super natural (llena de colorantes y edulcorantes artificiales) embotellada en tremendas botellas plásticas que nadie atinaba a introducir en los recolectores de reciclaje, sino que más bien, atinaban a tirar -eso sí- al medio de la calle. Estaban los payasos torpes, de los zapatos grandes que se tropiezan con todo. Estaban disfrazados con una precaria indumentaria de época victoriana (?) parados en unos banquitos no muy altos en plena farsa mal lograda de la nunca bien ponderada estatua humana de Sabana Grande. Y estaban unos dadaístas (JA JA JA) candyravers que hacían toda clase de actos lascivos (pero con ropa) con limones entre los dientes. Ehhh …no entendí. En ese momento uno de los compañeros de a pie con los que andaba, atinadamente dijo: ¿Por qué no los rocían a todos con napal? Relinda la idea, me encantó.
Y estaban por supuesto los payasos cínicos, esos son de lo peor. La mayoría ni siquiera llevaba maquillaje, ese era su disfraz. Esos estaban por todas partes, con botella de vino tinto bajo el brazo, tronados, con mala actitud, orinándose en cada rinconcito (qué desagradable) e intentado elevarse a ese estado Nietzscheano de encontrarse más allá del bien y del mal.
Seguíamos caminando, éramos cuatro creo, deambulando sin rumbo. Deambulando con cuidado porque la actitud general era de mírame y no me toques, o como le llaman ahora, la actitud de ver y dejarse ver. Razón por la cual me andaba con cuidado para no meter en ninguna pelea a los caballeros que me acompañaban e incluso, luchaba un poco con ellos que andaban con actitud de chacalitos de la trompeta, burlándose y vacilándose a todo el mundo. Muy divertido por cierto. Y de esos payasos cínicos, hubo tres que secuestraron una esquina, cinta de seguridad mediante, con sendas sillas de playa y un triste plasma escupiendo visuales. Estos eran los sabrosones, ese pedacito de calle era exclusivo de ellos y cual local del San Ignacio nadie podía pasar. A cuento de qué, pues no sé. Se hacían llamar Oficina 1. Porque claro, tenían un cartelito que los identificaba, en esto de ver y dejarse ver es muy importante la identificación y la inmediata clasificación sociocultural. No me los banco.
También estaba Ronald Mac Donald y El León domado, facturando más que Sambil en diciembre: full, a reventar, imposibles, y sobre todo gritando de frente quiénes son los más beneficiados y quiénes son los verdaderos protagonistas de esta clase de “eventos”. Ambos representaban más bien, el Pan (2.) de esta simulación.
Y por supuesto, había una carpa. Una carpa ubicada en un lugar neurálgico de este campo de guerra. Y en esta carpa (s) sólo cabían unos pocos, no cabíamos todos. Estaban reservados para la socialité, los clientes/proveedores/difusores duros como la Mega estación e incluso para ex alcaldes. En plena Plaza Bolívar de Chacao estaba atravesado este toldo que sólo funcionaba para los que se atrincheraban en él, porque para el iluso de a pie no representaba más que un estorbo antipatiquísimo. Pero, pero…debo decir que toda esta incomodidad de la plaza intransitable, me eyectó a tiempo para no soportar por mucho rato la voz falsa/desgarrada/soy demasiado bueno para este país, del cantante de la autorepetición eterna de alcanzar la fama, léase, Famasloop.
La poca gente conocida que vi estaba en plan de huida violenta, Ofo arrastraba prácticamente a una muchacha que intentaba llevarle el paso a su salida despavorida de la plaza. Cobranza NI ME ES PE RÓ, con eso les digo todo. “Ven y velo tú misma, después hablamos” me espetó. Y otros pocos con los que intercambié besos de mejilla europea que desaparecieron al instante.
Y me salvé de no volverme loca en el Mercado de Diseño gastándome lo que no tengo en tres prendedores y un cintillo porque estaban cerrando, pero parece que la cosa estuvo medio cambodiana, a tono con el resto del evento.
Entonces volteo y recuerdo aquello. Desde que llegamos nos queríamos ir, nos recibió el país bonchón en el que todo será lo que tú quieres que sea. Incluso la mentira será verdad. Nos recibió una multitud de zombies a lo George Romero, los mismos que sacaron de los malls o más bien, los zombies recién salidos del Facebook y materializados, ahora en pleno Chacao. Había gente que creía en lo que hacía, creían en sus intervenciones urbanas a medio pliego, que se confundían con vallas de pequeño formato. Estaba la gente que estaba fajadísima bailando, haciendo piruetas y también, cómo los que estaban fajadísimos posando permanentemente. Habían infiltrados, nómadas que se vinieron caminando desde los conciertos gratuitos de Barreto hasta acá. Estaban los yuppies que se dieron una vuelta para ver cómo es eso de caminar por la calle un ratito. Estaban incluso los señores poderosos desde las sombras o desde las carpas -porque no los vi-, que daban vueltitas de reconocimiento a lo celador. Estaban los vecinos, que veían aquello con el poder que da el efecto panóptico de la omniprescencia, juzgando a los muchachos que no hacen más que beber vino y botar la basura en la calle, pensando desde ya, en poner un parao’ al evento el año entrante. Te tropezabas también con los vaciladores, los que les importaba un pepinillo el discurso vanguardista y que varias curdas mediante sólo buscaban extender la intoxicación en El Naturista. Estaban los aplaudidores de iniciativas, esa gente a la que tampoco me banco, los del discurso autoindulgente de “podría ser mucho mejor, aún falta mucho, pero hay que aplaudir la iniciativa”. En ese mismo tono estaba la gente que hace lobby puro y duro, los que hablan de todo y nada al mismo tiempo, cuadrando por supuesto los eventos por venir. Y estaba la mili, representada en los troopers de PoliChacao que, pasadas las 10 de la noche, hora en la que terminaba el jolgorio, con bastante mala actitud trataban de sacar de las calles (interesante acción esa de sacar hacia afuera) al gentío. Y oías, en plena acera, “hacia dónde se dirige ciudadano”. Así estaba ese día el simulacro de Venezuelilla, y me sentía fuera de lugar, en el estado adolescente de no sentir pertenencia y de no pertenecer a nada. En realidad, esa noche sólo quería irme a dormir. Pero ahora, después de digerir el asunto varias semanas, me di cuenta de que efectivamente sí pertenezco a algo, pertenezco a este esperpento putrefacto del que nadie quiere hablar.