De entrada, valga la siguiente acotación egocéntrica: Erroll Morris es mi director favorito en el ámbito documental.
En lo personal, yo me dedico a dirigir documentales desde no hace mucho, aproximadamente una década. Es decir, durante toda mi carrera profesional. De momento, es en el único lugar, en el único espacio audiovisual donde me siento cómodo en mi país, sin necesidad de lidiar con las convocatorias engorrosas del CNAC, con plena libertad para hacer y decidir, al margen del cine fashion nacional, cuya rosca desprecio y mantengo a la distancia desde siempre. Es una cuestión de principios.
No me interesa contar historias con actores de telenovela, no me interesa guionizar nada, no me interesa pactar con la Villa, no me interesa someterme a los dictámenes del mercado, no me interesa venderle el alma al estado para seguir en activo. En lugar de ello, prefiero continuar en lo mío, a la calladita y en la intimidad. El tiempo dirá si el esfuerzo de hormiga valió o no la pena.
Por los momentos, hago cine documental con mis amigos y para mis amigos, quienes también comparten mi visión acerca del cine en Venezuela. A grosso modo, somos investigadores y practicantes de las tesis de la no ficción. De hecho, llevamos dos años haciendo una investigación sobre la historia del género, para decantarla en un metadocumental de dos horas y media. Próximamente lo verán.
Así pues, se justifica y se evidencia nuestra pasión y nuestro afecto por el cine documental. Por tanto, es un verdadero placer y honor hablar de la última película de nuestro ídolo, Errol Morris, máximo exponente de la llamada “non fiction movie”, donde las barreras entre la realidad y la puesta en escena son sistemáticamente derruidas, por efecto de la disolución de los compartimientos estancos en el apogeo de la posmodernidad. Erroll Morris es el abanderado norteamericano del documental posmoderno, según Gilles Lipovetsky.
Al parecer de Gilles Lipovetsky, el auge del documental posmoderno revela tres fenómenos consustanciales de nuestro tiempo.
Uno, el fin de las utopías de la modernidad y su necesidad de revisitación, tanto en un plano deconstructivo como conservador. De ahí la avalancha de documentales conspirativos en contra del sistema, pero en el fondo concebidos para reforzarlo tras un mea culpa o un exorcismo restaurador, como el caso de “The Corporation”, “Super Size Me” y “Bowling For Columbine”, críticas mordaces aunque incapaces de salir del círculo vicioso de la sociedad cuestionada. Igual ocurre con los consabidos “infowarriors” y con los extremistas de la red viral, a la manera de los creadores de “Zeitgiest” y “Loose Change”, dos ejemplos de anarquismo mediatizado y atemperado por la web. Obviamente, ponen el dedo en la yaga y cumplen un papel fundamental a la hora de romper con el cerco de la censura establecida en los canales regulares de la institucionalidad electrónica. Sin embargo, siempre terminan por reforzar el status quo, después de proponer la cura para sus aparentes males. Por lo visto, se inclinan hacia el lado del viejo cine del “new deal” americano, según el cual, la crisis puede ser resuelta dentro del sistema, con las armas del sistema y por los buenos hombres del sistema al desnudar a los malos hombres del sistema. Algo similar al proyecto moralista de Oliver Stone y Michael Moore.
Dos, la necesidad morbosa del espectador por conocer los meandros del poder, mientras asistimos a la destrucción consensuado del concepto de lo público. De forma snobista, el espectador puritano busca satisfacer con los nuevos documentales, su posición de privilegio como persona “informada” y “sabida” en la materia. Todo lo cual le permite elevar su autoestima, su prestigio y su lugar en la escala social. El conocimiento vuelve así a convertirse en un arma instrumental de poder.
Y tres, la propia credibilidad posmoderna de la realidad. Pero dejemos al propio Lipovetsky el hecho de explicar su teoría de la realidad:
“El auge del documental aparece como una respuesta a la desaparición de los grandes referentes colectivos del bien y del mal, lo justo y lo injusto, la derecha y la izquierda, así como el eclipse de las grandes visiones del futuro histórico. Liberadas de las cuadrículas macroideológicas que señalaban el sentido de la historia, todas las pequeñas historias, todas las micro y macrorealidades del mundo adquieren una dignidad nueva. Sin embargo, huérfanas de ideologías heroicas, nuestras democracias pasan a ser al mismo tiempo, democracias de desorientación, inseguridad y decepción. En este contexto de desestabilización de referentes y de vacío ideológico, los hechos que presenta el documental sustituyen los ya debilitados sistemas de interpretación global por realidades inmediatas pero fuertes, con una innegable dimensión de evidencia.Aportan islotes de tierra firme y sólida que faltan cruelmente a nuestros contemporáneos.
Las películas de la realidad, tal como las vemos en las pantallas, tienen una base común que las vuelve fácilmente universales. Lo que las cimienta es la ideología de los derechos humanos, ampliada a los derechos de la tierra: protección de las especies, conservación de los recursos naturales.
Cine consensual que es por encima de todo humanista, denuncia el mal sin proponer modelos distintos. Estamos a mil leguas de una contracultura. Se acaba ofreciendo una especie de ganzúa que abre por igual todas las cerraduras, desde la salud hasta la geopolítica.
Cine hipermoderno que da la sensación de entender la complejidad del mundo y de tener cierto poder sobre la marcha de las cosas, en realidad, es, incluso cuando denuncia los estragos del liberalismo, intrínsecamente liberal y moral.”
Verbigracia, el cine de Errol Morris y su último largometraje, “S.O.P.”, densamente interconectado con un par de sendas denuncias documentales: “Ghosts of Abu Grahib” y “Taxi to the dark side”, ganadora del Oscar de la academia.
En ellas, el cine americano demuestra su capacidad para conjurar sus peores fantasmas, y extraer una lección o un aprendizaje moral sobre el tema. Por cierto, algo digno de ser envidiado. Ojala hiciéramos lo mismo con el documental en Venezuela. Ello evidencia la fortaleza democrática de la ciudadanía americana, en oposición a nuestra debilidad a la hora de asumir nuestra responsabilidad como sociedad civil ante el poder de turno.
Así las cosas, “Standard Operating Procedure” constituye, para la fecha, el documental definitivo y concluyente alrededor del escándalo de Abu Grahib. A su lado, “Ghosts of Abu Grahib” y “Taxi to Dark Side” son un juego de carritos.
Para empezar, “Standard Operating Procedure” vendría a ser la más reciente obra maestra de Erroll Morris, la concreción de su estilo y de su carrera llena de obras maestras. No hay una sola película de Erroll Morris para el olvido. Todas son estupendas y relevantes. Todas son idénticas en la forma y en el fondo pero a la vez disímiles. Todas son una curiosa radiografía de los límites y las ambivalencias de las condición humana.Todas son un diagnóstico de las luces y de las sombras del sueño americano. Todas van más allá del simple y reduccionista chantaje maniqueo.
En una de sus joyas, “Mister Death”, Erroll Morris concibe un milagro, el milagro de su cine: humanizar a un monstruo, humanizar al diseñador de las sillas eléctricas del sistema penitenciaro americano, humanizar a un científico demonizado por pretender cuestionar la veracidad científica del holocausto. Por supuesto,es una película condenada, censurada y considerada una blasfemia. Sin embargo, la responsabilidad de Morris consiste en no tomar partido por la tesis de su protagonista, y en brindarle la posibilidad de la defensa y el derecho de expresarse delante de la cámara.
Por eso, Morris siempre rueda con el mismo plano frontal, todas sus entrevistas, en un encuadre confesional a la usanza de los testimonios de hoy en día por youtube. La gran diferencia con Morris estriba en su metodología de trabajo y en la seriedad de su compromiso ético y comunicacional.
Al respecto, citamos una reflexión del crítico español, Gonzalo de Lucas:
“Por esa tarea detectivesca de Morris(que le proporcionó la celebridad al realizar “The Thin Blue Line”, el único documental de investigación que resolvió una investigación) se ha visto en este procedimiento algo parecido al sistema judicial: acumulación de pruebas y testimonios, etc. Sin embargo, su trabajo es óptico y acústico y se concibe mejor si lo relacionamos con la tradición científica del cine. Morris quiere ver en las imágenes un código o una estructura genética, y para ello emplea toda clase de artilugios sofisticados: para empezar, sus inventos para grabar las entrevistas, el Interrotron y el Megatron, que permiten que el entrevistado, mientras está viendo enfrente suyo un monitor con la imagen del propio Morris, miré fijamente al espectador.”
Con lo cual, el careo de Morris funciona, prácticamente, como un sutil y fascinante interrogatorio policial, donde el director consigue capturar testimonios y verdades negadas al público, bajo la pragmática seducción del aura mediática.
De tal modo, los seres anónimos confiesan sus pecados a la cámara de Morris, cuando no lo harían delante del jurado, ante la promesa y el sueño de redimirse, de disculparse, de defenderse y de consagrarse en el espectro de la celebridad en la historia universal de la infamia.
En tal sentido, Morris, como buen documentalista, es un hábil cineasta y un políticamente incorrecto realizador vampírico, amado y odiado por saber chuparle la sangre intelectual a sus entrevistados, hasta dejarlos secos y expuestos con el lente.
A diferencia de Moore, el estilo de Morris no es incisivo y confrontador. Morris obtiene mejores resultados logrando la empatía del entrevistado, por medio de preguntas aparentemente inofensivas. Morris se hace literalmente amigo de sus entrevistados y en medio de sus conversaciones anodinas, consigue el prodigio de desnudarlos en vivo, sin necesidad de ponerles una pistola en la cabeza.
Así lo hizo, por ejemplo, con el secretario de defensa de Kennedy en “The Fog of War”, por la cual fue reconocido con el Oscar de la academia y por el Festival de Cannes en la selección oficial.
Así lo hace con los protagonistas de las fotografías pornográficas de Abu Grahib. Mayor ironía, imposible.
Ahora es Morris él encargado de interrogar y desnudar a los interrogadores profesionales de Abu Grahib, para sentarlos en el banquillo de los acusados, pero por su propia voluntad y sin abuso de la autoridad de por medio.
Para incrementar la ironía, Morris los interroga delante de un fondo difuso de colores opacos, similar al de cualquier pared de un centro de detención, como si estuviéramos dentro de la cárcel de Abu Grahib.
De hecho, el documental es una pesadillesca inmersión y reclusión, de dos horas, en la cárcel de Abu Grahib, con sus guardias, sus cautivos y sus jefes de seguridad. Incluso, las escenas recreadas con actores profesionales, buscan deliberadamente situarnos en el lugar de los cautivos, para identificarnos con su punto de vista de minusvalía y con su dolor. Por ejemplo, la increíble secuencia reconstruída con el perro, donde nos ladra y nos muerde a la cara. Somos nosotros los atacados y los violados por los procedimientos regulares de interrogación en la cárcel de Abu Grahib.
Al mismo tiempo, la historia se narra de forma cronológica a través del diario de una de las chicas implicadas en el caso, cuyo error fue el haberse dejado fotografiar y en ser cómplice pasiva de las torturas, apareciendo con su pulgar alzado en cada placa, en cada impresión. Es la banalidad del mal y la naturalización del fascismo aludida por Baudrillard en uno de sus últimos ensayos.
En paralelo, cabe hacer la relectura de la aproximación de Román Gubern al caso Abu Grahib:
“A veces las imágenes crueles saltan a los medios públicos de un modo imprevisto por sus autores y protagonistas. Valga el ejemplo famoso de las fotos de torturas y humillaciones infligidas por los soldados norteamericanos a los presos iraquíes en la cárcel de Abu Grahib. Los estereotipos angélicos sobre la condición femenina saltaron por los aires ante las fotos de la soldado Lynndie England apuntando sonriente a los genitales de presos desnudos o arrastrando con una correa a un preso desnudo tirado en el suelo. No deja de resultar sorprendente que al publicarse estas fotos se enmascaran los genitales de los presos torturados, como concesión pública al pudor sexual y protección a la intimidad de los presos, cuando las situaciones o elementos de dominación o crueldad constituían la verdadera obscenidad de aquellos actos.”
Salvando las distancias, podríamos comparar, sin ánimo de sonar exagerados, la realidad de Abu Grahib con la de nuestro sistema penitenciaro, donde la tortura es naturalizada por igual y manejada actualmente como un fenómeno mediático para el consumo del pujante mercado snuff de la red, cuya estructura tiende a favorecer la normalización de contenidos explícitos. Internet es , por ende, un arma de doble filo, una cárcel virtual de Abu Grahib, culpable de acrecentar nuestro vouyerismo y nuestra insensibilidad ante el dolor ajeno.
La distancia de la tecnología parece alimentar y estimular nuestra vocación para filmarlo todo, sin barreras y sin límites.
Por consiguiente, “Standard Operating Procedure” sirve como correlato para entender la emergencia en Venezuela de fenómenos extremos de la red, como los videos pornos de “Caracas y sus Estudiantes”, los videos snuff de las autopsias a malandros enemigos grabados por la banda de los Capriceros, los videos de la ejecución pública del pobre violador de El Valle y los videos clandestinos grabados en la cárcel de Tocorón, por no hablar de aquel otro donde asesinan a un recluso después de sodomizarlo colectivamente.
El enfoque de Morris apunta a desmontar el suceso desde una perspectiva bifronte, bífida.
Por un lado, demostrando su sintomática raíz tecnológica. Es decir, según Morris, la democratización de la fotografía digital nos conduce por senderos paralelos y peligrosos, al incentivar nuestro papel de protagonistas, nuestro egocentrismo y nuestra necesidad de saltar a la fama, a costa del horror. Es como el mito de Eróstrato, el terrorista de la leyenda donde hizo arder el templo de Artemisa para expandir su gloria. Es ,como dice Gubern, el renacimiento del concepto de extimidad entendida por Lacán. Extimidad comprendida como la búsqueda imperiosa y obscena de exhibir la vida íntima, para proyectarla en las plataformas y redes sociales concebidas para ello. De igual modo, la tecnología fotográfica, según Morris, tiene el increíble valor de servir como documento activo para la denuncia y para la vigilancia activa de los señores de las sombras. No por casualidad, “Standard Operating Procedure” es patrocinada por la Sony, porque sus cámaras digitales fueron cómplices y a la vez responsables de la resolución del caso judicial de Abu Grahib. He allí el dilema de fondo de la película, aparte de estudiar lo visto y lo no visto por el encuadre, con la idea de analizar el asunto del fuera de campo. En suma, importa tanto lo que revela la imagen como lo que oculta. Y lo que está fuera de cuadro es lo que denuncia Morris.
Por el otro, “Standard Operating Procedure” desnuda la absurda y kafkiana naturalización de la tortura en el seno de la burocracia militar de Estados Unidos durante su fallida campaña contra el terrorismo.
El título lo dice todo: la tortura es un procedimiento estándar en la operación de control y disuasión de un país invadido y ocupado a la fuerza. Morris rehuye de la personalización del problema y busca mejor su raíz común.
La conclusión no puede ser más demoledora: ni siquiera la intimidante Lynndie England es la villana de la película. Ella es apenas una ficha de un engranaje. Ella también, a su modo, es una víctima. Una muchacha indefensa e iletrada manipulada como títere por las directrices verticales de sus superiores. Ella es una víctima de Donald Rumsfeld, del Pentágono. Ella recibió órdenes desde arriba para quebrar la moral del enemigo, usando el viejo manual de tortura de la CIA. Ella no es el problema, ella es parte del problema. Ella es la punta de un iceberg develado por Morris.
Una máquina de la muerte similar a la del documental “S-21” sobre los campos de concentración de Pol Pot.
Una fábrica de la deshumanización fascista como la de la película de Pasollini, “Salo”.
Un regreso a la “Shoah” de Hitler y a los gulags de Stalin.
Un camino de retorno a Guantánamo.
Un documental contra la impunidad de la intolerancia y el odio.
Un reflejo del estado del mundo en el siglo XXI.
Un espejo de la tortura criminal institucionalizada en nuestro país, dentro y fuera de Tocuyito, la Planta y para usted de contar.
“Standard Operating Procedure” es un documental sobre nosotros como colectivo, como nación y como aldea global. No se lo pierdan.