En todo esto de la muerte de la estrella hay algo que no deja de molestarme: La falta de reflexión por parte de una sociedad que llevó a extremos radicales el periodismo de tabloide amarillista, aisló al cantante y lo convirtió en un alienígena sin nariz.
Los guantes plateados resplandecen al final de las chaquetas rojas y los lentes oscuros parecen abrirle paso al enjambre de fanáticos que se atiborra en las calles para rendir tributo a la difunta estrella. Cualquier payasada es propicia y se erige como un «homenaje»: zapaticos que chocan en bailecito moonwalk choreto que la persona piensa le sale igualito al muchacho de los Jackson five.
¿Qué le pasó a Michael Jackson? ¿Qué lo llevó a mutilarse el rostro como el guasón, comprarse un parque de diversiones, un mono y una ducha talla infantil para recibir a sus amiguitos?
Era el principio de la década de los ochenta y las primeras experiencias multinacionales de marketing mundial convirtieron al muchacho en una estrella bigger than life. La globalización comenzaba a intuirse, pero el sueño de un mundo totalmente conectado seguía siendo una quimera de ciencia ficción. Sin embargo, apareció aquél fenómeno necrofílico de revista people, la invasión total de la vida privada para transformarla en objeto de consumo.
Claro que esto ya existía, pero los niveles de intromisión de la prensa de escándalo fueron profundizándose con el desarrollo de la tecnología. Marilyn Monroe, Jack Kerouac y demás víctimas mediáticas nunca fueron expuestos a niveles tan altos de morbo social, y sin embargo miren cómo les agradecimos sus contribuciones a la cultura popular: convirtiéndolos en marionetas alcoholizadas, bufones del rey mediático y de los grandes consorcios de entretenimiento.
Con Michael Jackson hicimos lo mismo. Las empresas disqueras crearon el fenómeno, lo alimentaron con paranoia e histeria colectiva, y luego echaron al sujeto al coliseo público para que la gente lo despedazara como leones hambrientos. Nosotros lo alienamos, nosotros lo convertimos en E.T. con pelo, en el osito panda del zoológico que todos quieren ver.
Ahora la sociedad reacciona con el mismo desdén que con todos sus muertos anteriores. La gente pone cara confusa y se pregunta qué le habrá pasado al pobre Jackson, convertido en hombre elefante, cuasimodo sin joroba, negro pero pálido. Nadie hace la conexión, nadie responde que somos nosotros, con nuestras extravagancias y nuestra avidez de poseerlo todo, de comprarlo todo, de comercializar todos los aspectos de la vida, los que matamos a Michael Jackson.
La sociedad está de luto, aunque afuera veo borrachos gritando «¡wu!» y tratando de pararse en la punta de sus zapatos y por allá aparece alguien que cree hacer algo original porque se agarra la entrepierna y levanta la mano hacia el cielo (y grita «wu», claro está). Desfilan los payasos, disfrazados de extra de thriller y colectivamente reproducimos la misma histeria que echó por tierra la vida del señor Jackson. Qué mejor forma de recordarlo que imitando la euforia colectiva que lo aterraba y le robó su vida privada.
Vaya homenaje.
Ya habrá tiempo para que la nube de langostas voraces que somos consiga otro infeliz que adular, destruir y chupar hasta dejarlo seco para ver cómo se mata. Somos así, nos encanta reproducir la letanía de Jesucristo, empujar a la gente al barranco de la desesperación y el dolor para verlos sufrir el martirio. La sociedad de consumo ha encontrado la manera más rentable de mercadear nuestros mitos, utilizando a los ciudadanos como copartícipes en estas crucifixiones tribales.
Me pregunto quién será el(la) próximo(a)…