El mercadeo es un arte complejo.Requiere de astucia, olfato, maña, instinto e investigación. Para muchos, la clave del éxito radica en destrozar paradigmas ,y al mismo tiempo, en afianzar imaginarios.
Para otros, no existe tal cosa como un ABC del lenguaje de la publicidad, aunque consideran al sobrino de Freud, Ewdard Bernays, como el máximo gurú de la historia del género, por encima del mismísimo Vance Packard.
Algunos apuestan todo a la socorrida creatividad, mientras cientos desconfían de cualquier inspiración divina al sembrar sus expectativas en el estudio y la verificación científica.Hacen encuestas, entrevistas y experimentos de campo con cobayas seleccionadas por ordenador. Pero al final, a la hora de la chiquita, los números rojos de las ventas y las demandas vienen a demoler, por sí solas, las hipótesis y las expectativas sembradas por los especialistas en la materia. Pasa en la política, pasa en el cine y hasta en la literatura.
Miles de libros estupendos fallecen y perecen a corto y a largo plazo porque carecen del más mínimo respaldo mediático. En cambio, montones de bazofias y de bodrios alcanzan una inusitada repercusión social y cultural al saber conjugar la técnica del ardid propagandístico con el señuelo del escándalo prefabricado.
Parte del reconocimiento internacional de figuras de la talla de Fernando Savater, Umberto Eco y Pablo Cohello reside precisamente allí, al margen de la calidad de sus ofertas periódicas o anuales.
El sabio librero, Javier Marichal, me lo confirmó una vez en una entrevista: la gente ya no se interesa por comprar el contenido, sino por adquirir un sello de fábrica, una marca registrada o una franquicia como la de José Saramago o Mario Vargas Llosa. El oficio de leer queda entonces en un segundo plano. Lo importante es consumir el último grito de la moda. Es la escritura como desfile de variedades.
Así, hemos convertido el hecho de intérpretrar las obras en un ejercicio de banalidad, perpetrado por víctimas del fashion.
Y es aquí, finalmente, cuando quiero introducir el tema de discusión en boga, para los amantes y creyentes del nuevo boom de la literatura nacional: “El Famoso Caso de las Cartas de Lucas Meneses”.
De entrada, debemos quitarnos el sombrero ante la habilidosa y efectiva campaña de persuasión gestada por su autor intelectual y sus secuaces, al mejor estilo guerrillero de Sentimiento Muerto en la era del “second life”.
Poco les faltó para acompañar el lanzamiento del “curioso manuscrito” con un video infomercial de “youtube” en clave de pista falsa, a la forma de un enigma del guasón para secuestrar el interés del público incauto. Según los entendidos, la fórmula del acertijo perdió vigencia. Sin embargo, el testimonio del libro de Lucas Meneses comprueba el acierto de apelar al lugar común, desde el ingenio y frente a la escasez de recursos.
A tal efecto, el bautizo del libro fue secundado por una guerra de pintas y de graffitis, cuyo impacto trascendió de los muros reales a los virtuales de Facebook, al punto de dar pie a una pequeña leyenda urbana y un estimulante fenómeno de culto, alrededor de la edición del texto y del origen de su autor. ¿ Un mero especulador, un embaucador, un farsante, un caballo de Troya, el hijo perdido de Sofía Imber y Guillermo Meneses, un seudónimo sobrevalorado, un anónimo, el alter ego de un platanero o un avatar emblemático de los tiempos contemporáneos?
Yo conozco la identidad del verdadero Lucas Meneses y estuve tentado de revelarla en público, a través de las páginas de panfleto, para abrir y destapar la caja de Pandora, a la espera de aprovecharme también de la pesca en río revuelto. Pero me abstuve por una simple razón: parte del chiste de comprar y leer “Las Cartas” consiste en descubrir quién demonios es en realidad “Lucas Meneses”. Y para mi sorpresa, la imagen del hombre y del antihéroe encapotado detrás de la máscara, no me era ajena. Ya la conocía de antes, de viejas heridas digitales curadas a fuerza de diálogo y discusión.Una pista del enigma la pueden conseguir en la dedicatoria.
Por tanto, y recurriendo a una clásica movida de la publicidad, los invito a descifrar el misterio por su propia cuenta. De pana se los recomiendo porque se van a divertir de lo lindo, jugando al juego del Jocker caraqueño, Lucas Meneses. ¿Why so serious?
Por suerte, el truco y la emoción no terminan ahí. De principio a fin, el libro depara innumerables vueltas de tuerca, al emplazarse en un territorio movedizo y quebradizo, a camino entre el periodismo y el ensayo, el romance epistolar y la crónica de viaje, el idealismo del amor ingenuo y la autocrítica distanciadora, la versión oficial y la doble lectura, el relator omnisciente y el narrador testigo,bajo el diseño de una estructura concéntrica a modo de caja china o muñeca rusa, donde el epílogo cambia por completo el sentido del prólogo, el nudo y el desarrollo.Nada nuevo, por supuesto,pero nada mal empleado por Lucas Meneses, por cierto.
Por ende, no conviene abandonar la lectura hacia el último tramo, a pesar de lo redundante y cargante de algunas páginas de la ronda de cierre, saturadas de aparente melcocha y del sabor empalagoso de dos enamorados separados por el destino.
El único punto de unión de ambos personajes es un puñado de cartas rescatadas del olvido, por el supuesto periodista Lucas Meneses, quien procede a reconstruir el caso con ojos de reportero sin rumbo, medio extraviado, en el contexto del paro de actividades.
En tal sentido, subyace un duro comentario revisionista de la profesión de marras, a cotejar y vincular con el protagonista de la novela de Héctor Bujanda, “La Última Vez”, consagrado por igual a la tarea de cuestionar el trabajo del gremio, a la luz de los desmanes cometidos por nuestros colegas y por nuestros medios, de lado y lado, al amparo del derecho a la libertad de expresión.
“Las Cartas de Lucas” tampoco busca ser un panfletonegro contra el periodismo o una justificación de la ley de Délitos Mediáticos, pero sí tiende a poner el dedo en la llaga del actual descalabro del dogma de la objetividad, para intentar recomponerlo a futuro con bases distintas.
Lucas Meneses, el periodista al acecho del contenido de unas cartas misteriosas, parece encontrar una respuesta concreta y delimitada en las misivas halladas por él.Parece conseguir una lectura de ellas al vuelo de lo convencional. Parece conformarse con la primera lectura de ellas. Parece llegar a la conclusión definitiva de su misión periodística. Caso cerrado. ¿Un microwatergate estéril de un pichón de detective refugiado en su ombligo de Puerto Píritu?
Pero todo cambia, como dije, hacia el final, cuando una de las autoras de las cartas desmiente la tesis de Lucas Meneses, al descifrar el verdadero sentido de sus epístolas: transmitir mensajes en clave de la guerrilla de los setenta, cual émulos de la sensibilidad romántica de la cartas de El Che Guevara.
Por ende, de la sospecha por la similitud con el concurso de las Cartas Mont Blanc, pasamos a la fascinación y al encanto por aproximarnos a una reflexión(metadiscursiva) sobre nuestra política del pasado y del presente, sobre la múltiple dimensión del verbo y sobre la astucia del lenguaje para sortear las barreras de la censura, la represión, la persecución y el miedo.
En suma, guerrilleros como los de antes ya no quedan. Los guerrilleros serios ya no abundan. Los de hoy profieren sus predicas en lenguaje llano, demagógico y elemental.
Lucas Meneses invoca, entonces, a los guerrilleros del vano ayer para confrontarlos con los de por ahora.
Sus Cartas llegan enhorabuena para enseñarnos a combatir el cerco y la mordaza. Para darnos aliento y esperanza, a los avatares, twitteros y anónimos del mundo, en nuestra nueva guerrilla viral.
Por eso, a lo mejor se convertirá en el libro de bolsillo de nuestra generación.
Seguramente, muchos de ustedes dirán: Lucas Meneses compró a Sergio Monsalve. Pero nada más falso. En realidad, vale la pena gastarse los reales en la noveleta. Al menos, llevaba tiempo sin leer algo tan original y tan seductor de la cosecha nacional. Y perdónenme los jóvenes consentidos y residentes del Pen Club.
Discúlpame, panita envidioso, esta vez tu no eres el protagonista del show.
De resto, el alegato del autor y su desazón conceptual frente al tema de la guerillera, se pueden resumir en las siguientes oraciones del libro, todas ellas, insisto, de una vigencia pasmosa y dolorosa:
¿Adónde fue tanta lucha?¿Qué quedó de algunos sueños?¿Somos entonces unos estúpidos?¿Lo fuimos?¿O lo fui yo y no Max, quien ahora desde el gobierno pinta cuadros abstractos y de dudoso gusto?
Por eso es que debo escribir esta carta, porque aunque en el fondo agradezco la maldad indirecta, la impresión de vivir una historia desconocida de tercera mano, y su desenlace como un camino que toma la iniciativa de descubrir algo, lo único que tengo como salida es esa verdad de la que hablo: no sé que clase de investigación le dejó Meneses personas que hablaron sobre nosotros(pianos, policías, nombres propios, bares, fotos, fiestas de pueblo).¿Cuánto de verdad hay en todo esto?¿Adónde se fueron, pregunto ahora, la investigación periodística, la búsqueda de la verdad en la información que se transmite?
Hay dos cosas que todavía asustan porque nunca supe o nunca supimos manejar: la primera, que lo nuestro se perdió y nunca fuimos los mismos. La segunda, que nos acostumbramos a ese hecho.
Olvídense pues de cualquier nexo con las lecturas complacientes y glorificadoras de la guerrilla, promovidas por el gobierno en forma de películas de encargo a la usanza de «Postales de Leningrado». Esto es mucho más verídico y real. Es también una alegoría del fracaso revolucionario.