Primera: saldría corriendo lo más rápido posible, porque la muerte me espera al cruzar la calle, o un avión me va a caer en la cabeza, o un grupo de terroristas islámicos quiere bombardear la cuidad, o algún malvado individuo, de la calaña de los hechiceros como Frestón, ha liberado un maleficio sobre los ciudadanos felices y despreocupados, para que atiendan el inusitado caso de una literatura que se desvanece en la elocuente edición de libros, y la maravillosa palabrería de periódicos sin sabor, que critican hasta más no poder los defectos de un sistema, pero sin acertar en el blanco. Todo ello envuelto en un nervosismo apocalíptico, levantado los brazos y gritando a todo pulmón: de la noche venimos y hacia la noche vamos, mientras mi cabeza realizase millones de piruetas para estar atento del posible derrumbe de un rascacielos o de alguna ancianita asesina que quisiese clavarme su puntiagudo paraguas en el costado. Sí, definitivamente la primera de mi reacciones sería una experiencia paranoica, una huida grave y letal del problema que aflige a los intelectuales, es decir, que no aflige a nadie, que vale menos que un libro del perro y la rana, o importa tanto como la colección de cuentos eróticos de Boris Izaguirre; en pocas palabras un problema que visitamos por masoquismo, un problema que compramos porque, para no tener nada, es mejor tener un problema.
La SEGUNDA: también sería una huida, pero más política, más adeca, más socialista, más de lo que sea, lo importante es convencer a la persona de que todo está muy bien, con el menor número de razones posibles, con todos los ejemplos vagos que se atraviesen por tu mente, con esas palabras en francés que sabes utilizar muy bien para hacer que la gente pierda el interés en tu plática o simplemente huyan por la derecha, o por la izquierda, ambas son aceptables en este caso. Pero la segunda reacción no termina allí, es un efecto dominó inevitable que te obliga a sentarte en un banco de la plaza, en la misma acera donde fuiste interpelado, en la silla cómoda de un cibercafé o en el inodoro más cercano… para concentrarte… buscar en lo más profundo de tu ser, una respuesta franca y lógica de lo que está sucediendo. Y no me refiero a los niños que mueren en Irak, ni a todos lo que matará el estado de Israel la próxima semana, y mucho menos a esa mujer secuestrada, o ese hombre que están atracado ahora en el centro; no, no es esa la situación a la que me refiero… yo hablo de una literatura que descansa en la cuerda floja, un monumento histórico que levantaron consabidos sabiondos sabios de nuestras letras, esa legión de hombres ilustres que nunca pasaron hambre, y si la pasaron prefieren olvidarse de ella: ellos, Don Mariano Picón, Don Arturo Uslar, Don Pedro Díaz Seijas, y los otros de la camada que bien llevan el título de padres de la Historia de la Literatura Venezolana. A ellos, y su pacata visión, le debemos amigos míos lo que hoy llamamos literatura venezolana. Y óigase que los admiro a todos, pero como pichón de ensayista que soy, no me aguanto tanto olvido, no me soporto tanto centralismo, tanta literatura caraqueña en lo debería ser un compás abierto de maravillas nacionales. Una verdadera literatura nacional construida sin recelos, sin miedo a decir que en las «provincias» la modernidad llegó primero, que el hallazgo de la literatura tocó a hombres más sensibles, ¿o acaso se es más poeta por vivir en Caracas?, ¿debes recibir un premio en Francia para que se den cuenta que en Maracaibo se escribe?, ¿o en que Tucupita se escribe?. Basta de la historia literatura nacional misógina, xenófoba, machista, y por supuesto centralista. Basta de literaturas regionales que son expresiones de un centralismo chiquito. Basta de todo ello y de más. Y perdonen si parezco malcriado, lo que pasa es que hablar de la promisoria literatura venezolana, es igual de decir lo que somos. Describirse a uno mismo y lo uno significa. Hablar de lo que quieres enmendar, de los fulanos triunfos que no te parecen más que adulaciones elocuentes, de las barreras que se impone este sistema. De lo injusto de la categoría: Venezolano, o el cataclismo categórico: Nacional. Señores, hablar de la literatura venezolana actual, o aun más difícil, hablar de la literatura venezolana que se está gestando, esa que pide y construye sus nuevos paradigmas, es un imposible, ya que todo lo esa literatura significa no se ha publicado; ya que lo actual es igual que lo pasado, y que las rupturas de este tiempo no se han dado por la comodidad de los presente, y lo que es aún peor, la flojera de los ausentes. Hablar de una literatura venezolana en gestación, es hablar de una utopía, y estas últimas sólo se puedes describir desde la pasionalidad de su inventor, desde lo más profundo del cuerpo que la hace suya, el cuerpo que le suma esperanzas y la hace brillar. Si queremos hablar de la literatura venezolana que se está construyendo, déjenme hablar de la que estoy construyendo yo, que no es muy diferente a la de mis compañeros en esta mesa, ni a la que quisieron construir los jóvenes poetas del Grupo Apocalipsis, o la que se inició con la revista Sardio, o la que tendió carne podrida con poemas comprometidos desde el Techo de la Ballena; déjenme hablar de esta literatura, que nuestro profeta (o mi profeta particular) Tristan Tzara, nos dejó, cual Centurias en la desconstrucción dadaísta del arte, para que nosotros tomásemos lo que quisiéramos, como recortes de prensa tirados, y armásemos con ellos el poema más propio, más intimo, único e irrepetible. Señores, hablemos de una literatura venezolana que necesita nuevos críticos, gente que se atreva a afirmar, que no tema gastar sus ideas, que piense como ejercicio y actué como poeta. Necesitamos críticos e historiadores que reorganicen las bases de nuestra literatura, que le den forma a este monstruo de mil cabezas y nos dejen apreciar, sistemáticamente o al alzar, la voz más clamorosa de nuestras necesidades. Hallar madre, padre, hijos y familia entera en este cementerio. Observemos un momento a la narrativa venezolana de padres y abuelos autóctonos. Miremos nuestras manos, apretémoslas hasta que en medio nazca una flor, pero no una orquídea, o una hoja de araguaney; ojala nazca una matica de trinitarias, o alguna planta que pertenezca a nuestro paisaje común. La literatura nacional debe convertirse en el reflejo de nosotros mismo. Debemos innovar en conceptos, en formas, en estigmas. Pero no buscando la Originalidad, ya que ésta se extinguió con el pájaro Dodo, ya que la originalidad, tal y como le pasará al Derecho de Autor en unos cuantos años, fue desplazada por algo más sustancioso y poético, por la autenticidad. Pronto sólo quedaran en la tierra las huellas digitales, la forma de comerse las uñas y la autenticidad poética, para definir al hombre. Somos tantos, y hacemos tanto mal, que importa poco si te llamas igual que otro, o si tienes un doble exacto en Singapur. Lo importante es cuan verdaderamente autentico seas en tus actos y tu palabra. Lo peor del caso, es que la literatura venezolana aún no es autentica. Le pertenece a otras necesidades glamorosas, a las razones del prestigio, a una meta editorial, o a los impuestos que se impongan sobre el libro. El poema se relaja en un purismo soso, al joven le gusta la palabra mierda, a si como a los traductores de Bukowski le fascina la palabra coño. Y poco a poco vamos dejando lo que de verdad nos debe interesar. ¿Qué es? No sé, a mi me interesa la sensación urbana, pero no la caraqueña, aunque me guste mucho Caracas, sino la de mi Maracaibo, la de esta Mérida ciudad libro, la de esas plantas, me interesa lo Montejo que descansa en estos paisajes. Me interesa lo Adriano González que huye en la vejez, o que flota en el lago, me llama hasta la puerta y el camino lo Luis Alberto Crespo que pueda habitar en el llano. Me reclama el yo presente, el poeta interior, el ser amarrado a este barro, me reclama que mire quien soy, y que llevo dentro, que descifre mi identidad, y por consecuencia lo autentico de mis pasos. Para crear una literatura nacional hay que marcar el punto de ruptura entre los derroteros de los setenta y ochenta, y sembrar el cincel en el piso, abrir la grieta que separe los intereses expresivos del poeta, aunque estos al final, como todos los esfuerzos de la humanidad, se conviertan en continuidad de procesos, en ruptura de rupturas, en banderas iguales enarboladas en astas diferentes.
Sea como sea, sea la reacción que sea, si alguien me detuviera en mis habituales tránsitos urbanos para preguntarme, con mirada inquisidora y una obstinada sed de respuesta: ¿Cuál es la situación de la literatura venezolana actual? Yo lo miraría con fijeza extraña, buscaría algún razón de locura en entre sus ojos. Y luego le respondería, como una respuesta genérica para todos los problemas del país: Estamos jodidos, pero hasta que decidamos dejar de estarlo
[Palabras leídas en el Debate sobre la situación actual de la literatura venezolana «hablan las nuevas voces». En el marco de la IV Jornada de Creación Literaria «Las Formas del Fuego» de la Universidad de Los Andres. Mayo 2009]