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Fiel relación de lo que ocurrió detrás de mi casa, o de lo que racionalmente supone uno que debió haber pasado

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-Yo soy el Diablo-le dijo la Negra, íntima hembra de toda la triste población del Pueblo, una vez que Marcos, local, le preguntara sobre su día.
Al poco tiempo, sin embargo, el instinto de Marcos le obligó a pensar que le estaban mamando gallo, y decidió seguirle el juego a la Negra, insinuándole la razón lógica de su presencia en el camión, mientras Chavela Vargas comenzaba a sonar en la radio.
-¿Y qué hará el Diablo conmigo?-pronunció torpemente Marcos con esa voz ronca típica de los alcohólicos.
-Te imaginarás que yo estoy aquí para comprarte lo que te queda de alma-continuó la Negra-, que, por lo que he visto, no es demasiado.
-¿Qué me darías a cambio?
La Negra pensó por un rato, pero no tardó en responder-Te ofrezco una vida honrada.
¿Una vida honrada? ¡Qué tontería! Nadie daría su alma por una existencia sin esos pequeños arranques de adrenalina: un robo por acá, un secuestro por allá, y, ¿quién sabe? si es día de suerte quizás hasta un asesinato acullá. Más allá aun, ¿cómo podría seguir viviendo Marcos en un mundo sin su cerveza, sin su Cooperativa, sin su bodega, sin sus queridas, y sin su malograda esposa? No, no, una vida honrada estaba completamente fuera de consideración para Marcos.
Una voz demasiado parecida a la del Diablo que lo acompañaba -«no sé qué tienen las flores, Llorona, las flores del camposanto, que cuando las mueve el viento, Llorona, parecen que están llorando»- atrapó a Marcos y lo regresó a la realidad, dándole a entender lo absurdo que eran sus pensamientos; se estaba dando cuenta de que algo en él quería tomarse la situación en serio. «Aproveche, aproveche, pida plata, pida plata» pensó entonces, y así se lo hizo saber a la Negra.
-¿Plata?-dijo el Diablo, por primera vez mostrando algún tipo de sentimiento demoníaco, indescriptible: no existe ninguna manera de sentir empatía con aquél-No puedo ofrecerte nada más que lo que te he dicho, tu alma ya está bastante repartida entre tus vicios: el aguardiente, la Cooperativa, los golpes… Es un verdadero milagro que todavía quede algo para mí.
Marcos no tenía excusas, aparentemente sólo podía conseguir la honestidad. Decidió improvisar detalles propios de una vida honrada para así engañar a la Negra y lograr sus propios deseos para… ¡Pero qué carajo! ¡Es una broma! ¡No es en serio!
-Hagamos una cosa, Marcos-dijo la Negra-: tú me das tu alma y yo te permito seguir viviendo esa existencia libertina tuya, ¿te parece?
Mal trato, mal trato… no había que hacerle caso a ese negocio fraudulento, este Diablo se cree más cuco que este Marcos. Y aun así tenía mucho sentido. Después de todo, era el Demonio quien lo acompañaba, quien le ofrecía la oportunidad de continuar con su vida y… ¡no puede ser! «¡Ya iba a caer otra vez!»
-Me parece bien, Negra, cerremos este trato-dijo Marcos.
-¿Estás seguro? Siento que no has caído en cuenta de que vas a vender lo último que te queda de alma, y que ni siquiera vas a aprovecharme para redimirte.
En esta loca locución lastimosa, la loba luciferina que lo acompañaba lo miró, ladeando su cabeza lábil, como el lagarto angelical y llagado que era. Marcos ladraba en toda la longitud de su lucidez, pensando cual un lenco lloraría. Las lágrimas de llovizna veía derramarse por las caras de sus hijos, de su esposa, como si fueran cachetes legrados a lengüetazos, con el leotardo de su hija roto por los lascivos -y lesivos- libertinos que la alquilaban a la hora. Llovían recuerdos en la mente de este lépero incorregible, pensando en qué se convertirían dentro de una nueva vida loable, donde las locuras del pasado quedarían en una lejana lontananza, tapada por una lucha honesta y lumbrosa, sin lúes ni loqueros, ni lutos ni lujurias. No, no liaría los bártulos: daría su larva sin lid, y que Lucifer midiera con su libra si se ha librado justicia con licencia de la ley o no.
-Sí, dame la mano y bájate de mi camión, ya me has jodido bastante-dijo Marcos tendiéndole su mano derecha y mirándola a los ojos…
Y mirándola a los ojos…
El tiempo le iba quitando la ebriedad a Marcos, dejando que se diera cuenta del silencio que mantenía la Negra. Cuando le preguntó por qué andaba sola por la carretera tan tarde, la Negra respondió secamente, ignorando la pregunta de su interlocutor: «Yo soy el Diablo». En ese momento, la veracidad o no de esa afirmación era inconsecuente, y en un instante, en esa transición brusca entre la borrachera y la sobriedad, aquella frase fue tan cierta como falsa sin que Marcos pudiera entender la razón. Este tipo de situaciones ocurren frecuentemente sólo cuando lo que se afirma suena verosímil, cuando es probable: uno no sabe cómo responder, si reírse de la posible broma o dejarse invadir por el asombro ante una posible realidad que ha sido anunciada; una persona normal, sin embargo, no se molestaría ni en sostener este dilema ante una frase como aquélla, pero la presencia de la Negra y la fuerza viril de su voz con la que pronunció esas cuatro palabras consumieron el reino racional de la verosimilitud.
Ya Marcos no tenía ni un grado alcohólico en su organismo, la rapidez de la sangre, favor propio del miedo, había empujado de golpe todo el licor de sus venas, haciéndolo desaparecer. El conductor movía la cabeza nervioso, sin saber con certeza si estaba sonriendo o no, mientras continuaba manejando maquinalmente; la Negra permanecía impasible observándolo, esperando algún tipo de respuesta, respirando cada gota del sudor frenético de Marcos con satisfacción pues sabía que había causado el efecto que deseaba.

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-¡Marcos, Marcos!-gritaban los moretones de la viuda-¡Él me prometió que estaría conmigo siempre! ¡No se pudo haber muerto!
Allí estaba todo el pueblo, viendo el camión rojo desde arriba, volteado. Estaba el Patrón y la Cooperativa llamando a la prensa -uno quería un nuevo empleado, la otra quería echarle la culpa a alguien-, estaban los hijos buscando al sayón que se llevó a su padre, estaba la hija mayor escondiéndose del Desgracia’o, que también estaba presente. Sólo faltaba la Negra que -cuentan- el camión de Marcos se llevó por delante; aunque creo que sigue allí, digo yo, porque todavía escucho los gritos de la radio…
…los gritos desgarradores…
«Si porque te quiero quieres, Llorona, quieres que te quiera más. Si ya te he dado la vida, ¡Llorona!, ¿qué más quieres? ¡¿Quieres más?!»
Yo vi el camión chocar contra mi casa y dirigirse directo al desfiladero en donde crecen los cuerpos. Vi el estrambótico vehículo, envuelto en dioses y espíritus indígenas, rodar hasta el borde y llevarse las matas y los árboles más débiles por el medio, cayendo inevitablemente hacia el fondo del abismo, dando vueltas como un rojo abalorio separado de sus cuentas rotas. Hubo silencio mientras las ruedas seguían girando inertemente, y se escuchaban gritos… ¿gritos?… decían… decían… «Yo te soñaba dormida, Llorona, dormida te estabas quieta; pero en llegando el olvido, Llorona, soñé que estabas despierta»…

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Ahora bien, el Pueblo yacía al borde de un peñasco, como en esas canciones blancas, y allí convivían Marcos, su familia, la Negra, el resto del perraje, su Patrón, los jefes de la Cooperativa, las víctimas de sus hijos y buena parte del Desgracia’o. En ese barranco, que le daba al Pueblo su aire mítico, crecían los cadáveres de los asesinados, una de las pocas cosechas que se da tanto en lluvias como en sequía.
La carretera que iba de la ciudad al Pueblo pasaba, precisamente, bordeando aquel barranco, y por allí estaba pasando Marcos con su camión envuelto en su religión de injertos cuando vio a la Negra caminando sola por la calle, yendo hacia el Pueblo. La cortesía más simple no escapa ni de las almas más pobres, por lo que Marcos ofreció llevarla hasta su casa. Aunque no estuvieran demasiado lejos del barrio, Marcos tenía que manejar el camión más lentamente de lo normal porque estaba borracho y esta noche llevaba a un pasajero. Sin darse demasiada cuenta, Marcos comenzó a hablar de cualquier tontería (aunque realmente hablaba más el aguardiente que él mismo). La Negra permanecía callada, mirando hacia delante pero echándole una ojeada al conductor de vez en cuando, para asegurarse de que mirase el camino. No quería que se desviaran y que murieran, no todavía.
Marcos, pobre por nacimiento y costumbre, trabajaba relativamente duro transportando arena y piedras en su camión, «en honor a [inserta aquí el nombre de cualquiera de esos dioses tribales y qué sé yo, todos aplican]», transporte adquirido con el dinero que obtuvo hábilmente negociando autopartes con las víctimas de sus atracos, breves pero efectivos. Pero eso ya era parte del pasado, Marcos había cambiado aquella vida de crimen por una de casta humildad, pidiendo comida a las autoridades como el pichón inocente que representaba, mientras se alistaba en cooperativas y sindicatos para morderle las uñas -apenas- a los dueños del nido, como el cuco que realmente era. Su nombre era refrescante cuando se lo comparaba con el de su familia, vecinos y colegas, poseedores del secreto indescifrable de la mezcla, construcción y creación de sustantivos propios muy particulares, interesantes para todo aquel audaz estudioso de la antropología del proletariado.
Él no estaba solo, por supuesto: tenía una esposa pobre, parturienta aún de diez muchachos (varones y hembras, sin que importe la proporción) y de dos más que venían en camino (que podían ser tanto de Marcos como del vecino, o del cartero, o del pescadero); dos de los varones ya seguían el camino de su padre, habiendo perfeccionado la técnica del secuestro express, y la hembra menos joven desaparecía todas las noches (de ella habían salido los tres nietos del patético matrimonio, todos de padres distintos y desconocidos, unidos indistintamente bajo el término genérico del «Desgracia’o»), mientras que otro par de muchachos estaban presos y uno ya había muerto mientras trabajaba; sus colegas eran igualmente pobres, amigos y compadres de Marcos desde sus tiempos de ratero, enceguecidos por igual por la demagogia de sus líderes sindicales y de la Cooperativa.
El físico de Marcos es un gran estereotipo y no perderé tiempo aquí describiéndolo. Basta con saber que cualquiera que cumpla con las enumeraciones anteriores puede ser, sin demasiado margen de error, un Marcos cualquiera.
Despertaba temprano, siempre con un dolor de cabeza insoportable, mientras los muchachos dormían. Se daba cuenta de que el catre estaba vacío, y buscaba a la esposa que se encontraba a menos de tres metros en la cocina, abriendo latas de atún (cortesía de la caridad burguesa). La escasa luz que se podía colar por los bloques ocultaba efectivamente la cara de la mujer, cuyos ojos refulgían de un sentimiento incomprensible para Marcos. La esposa se mantenía callada, mientras le daba con hostilidad su enlatado correspondiente junto a un vaso plástico lleno de agua sucia: a veces menos, a veces más. Marcos salía cuando empezaba a escuchar a sus hijos despertándose; se iba en su camión devotamente personalizado y comenzaba a trabajar. El Patrón le ordenaba llevar piedras acá y arenas allá, y le entregaba su comisión diaria hacia las cinco de la tarde, hora en que Marcos se iba con sus colegas a la bodega a dilapidar el tan necesario dinero en cervezas, ya insípidas en sus paladares. Allí celebraba con dos de sus engendros, dándoles palmadas en la espalda por haber aterrorizado a media ciudad para luego botar sus ganancias en putas y en licor, y compartía con sus queridas, con quienes había tenido quién sabe cuántos hijos más. De vez en cuando una situación explotaba en la bodega en la que las armas salían de los cinturones y los tiros mataban a los más débiles, y Marcos solía observar hacia sí mismo en esos momentos (en un raro lapsus de responsabilidad) que podían estarse matando esos muchachos entre hermanos, ya que era imposible determinar con seguridad quién era, verdaderamente, hijo de quién. Una vez que la borrachera le cogiera confianza y no quedaran muchachas nuevas a las que denigrar, Marcos regresaba a su rancho, habiéndose despedido de sus compadres y de sus hijos, que ya se iban también pero a cubrir el turno nocturno. Al llegar, ya su esposa le esperaba en el portal con su mirada rabiosa; en su borrachera, Marcos le gritaba, ella le respondía, él le pegaba, ella le arañaba, y ambos terminaban en la cama concibiendo a su siguiente hijo. Al día siguiente se repetía fielmente el ciclo, ya entendiendo la razón del dolor de cabeza y la divina intervención de la oscuridad matinal para esconder los moretones de la mujer, mientras abría las latas de atún para el desayuno.
La Negra ya es otra historia, muy distinta. Era pobre, pero era una mujer fuerte, determinada e inteligente. No tenía marido porque en la bodega tenía fama de ser inalcanzable, sin embargo no había hombre en el barrio que no se hubiera acostado con ella, a pesar de lo cual su vientre permanecía seco e infecundo. Era una incansable defensora del barrio: trabajaba para el sindicato y solía llevarle cafecitos a la Cooperativa; cada vez que una quebrada se desbordaba, o que un derrumbe o incendio se llevaba medio barrio al infierno, la Negra era quien ponía las denuncias. No era especialmente bella, pero tenía un atractivo exótico que encantaba a todos los vecinos del Pueblo; a pesar de su pobreza, la Negra tenía buenos modales y sostenía excelentes relaciones con la gente del Pueblo. Poco sabían todos ellos sobre la vida de la Negra, siendo dueña y protectora de un origen incierto, pero nadie tenía ninguna razón para sospechar sobre su pasado.

Animus a Nemo,
Septiembre de 2009

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