Una de las tantas razones de por qué un país como Venezuela tiene décadas hundiéndose en una de las mayores riquezas de occidente, es porque delegamos el trabajo de conducción del país a novatos.
Otra de esas razones es que estos amateurs están limitados a obtener su conocimiento de documentos escritos en castellano. Ideas que no sólo llegan tarde, sino que además, son alteradas en la traducción. Por eso, cincuenta años después de la Revolución Cubana y cinco después de la Presidencia Imperial, todavía hay quienes defienden el estado policial. Por eso, veinte años después de Otpor o el movimiento Solidaridad, existen personas que creen poder emularlo.
Nuestros problemas, los problemas de América Latina y otros retos similares, han sido pensados y repensados en múltiples idiomas. Cada semana el mundo cambia de tal forma que es imposible esperar que llegue la traducción. Para muestra: ¿Quién podría conseguir en castellano un buen documento sobre la Presidencia Imperial? ¿Qué tal uno sobre la penetración de medios en China en los últimos dos años? ¿Resistencia en Myanmar? ¿Efectos sociales del boom de callcenters en India? ¿Qué tal un simple video con bases académicas sobre la crisis del capitalismo?
Si esperamos que alguien gobierne o legisle en el siglo XXI, lo mínimo que requerimos es que sepa utilizar las herramientas para obtener información (saber usar un televisor, un celular, correo electrónico, google, redes sociales, etc) y demuestre las capacidades para poder procesarla.
Si la información potencial que pueden consumir nuestros líderes no es generada enteramente en castellano y además, se vuelve obsoleta cada seis meses, es necesario que los políticos y sus equipos puedan digerir y procesar conocimiento en al menos tres idiomas.
Así que, propuesta para que un país sobreviva: además de desterrar a los amateurs de la política, es necesario que los candidatos a cargos de elección popular –o en su defecto, sus equipos– demuestren fluidez en Inglés, Mandarín y Castellano.
Siempre digo en broma que el puntaje de SimCity –y no las promesas– debería ser la carta de presentación de un candidato a alcalde. Ahora, pienso en serio que el acceso a las teorías de las últimas dos décadas es una condición necesaria para poner un pie en la Asamblea Nacional.