Octavo Capítulo: El General en su Laberinto
Lee la primera parte aquí
Autobuses alrededor de la manzana del Teresa y del Ateneo, porque ambos, ahora, son de todos. De todos quienes cobran sueldo y salario mínimo en el gobierno. De todos quienes llevan franela roja. De todos quienes trabajan para la burocracia de PDVSA y de los entes adscritos al Ministerio de Cultura.
Para todos ellos, hay entradas de sobra para el estreno de “Zamora”. Todos ellos vinieron para hacer bulto y para hacerle barra a su presidente, a cambio de un plato de comida frío apiñado en un recipiente de aluminio con tapa de anime. Así juega el estado populista con el hambre de su pueblo, desde la época de la cuarta hasta la quinta, hoy en día. Cambia, nada cambia en la política venezolana.
La única novedad, por encimita, es el uso y el abuso del espacio público con fines estrictamente proselitistas y excluyentes.
En el pasado, el Teresa tampoco fue una utopía de la integración piramidal. Allí se ejercía una forma silenciosa de discriminación social, asentada en el poder adquisitivo de las minorías y en la reafirmación de los gustos culturales de las élites y sus satélites.
El control administrativo también dependía de un grupúsculo asignado a dedo por el mandamás de turno, cuya humanidad siempre intentaba mantenerse al margen de las actividades de la institución.
En tal sentido, pocas veces se utilizó el recinto para el desarrollo de actos gobierneros y partidistas, a no ser por el ingrato recuerdo de la toma de posesión imperial y grecolatina del César, Carlos Andrés Pérez, fanático de la teatralidad demagógica orquestada por los tentáculos de sus asesores mediáticos. Él era el hombre del canal de Peña y la marioneta de los doce apóstoles de Sábado Sensacional. Nuestro primer pichón de Berlusconi y el gran antecedente del eterno “Show de Jóselo” de Hugo Chávez Frías.
Pero más allá de dos o tres eventos desafortunados, la regla tácita era sencilla: presidente y cultura deben ser como agua y aceite. Por supuesto, varias veces la figura del ejecutivo se apersonaba en un espectáculo de interés y envergadura, para meter la coba delante de las cámaras, llamar la atención y demostrar su “sensibilidad” o “preocupación” por el tema de las artes.
En realidad, eran apariciones inesperadas e intempestivas, efectistas e impresionistas, como las de Batman en un cóctel de bienvenida a las autoridades competentes.
Recuerdo, una vez, a Caldera entrar sigilosamente al balcón presidencial, sin hacer mayor alharaca, para relajarse viendo una obra de teatro, junto con su familia y su comitiva. Apenas lo secundaban diez gorilas de Casa Militar, para garantizar su seguridad.
El jerarca del chiripero llegó justamente al inicio de la función para no interrumpir su natural evolución.
Entre murmullos, la gente comentaba el asunto, lo digería como la comidilla del pueblo y pronto pasaba a concentrarse en el foco del escenario. Al final, el anciano aplaudió al compás del público, cierto sector del patio lo ovacionó en dirección a él, y él señalaba al proscenio, en un gesto de humildad, reconociéndole el talento a los auténticos protagonistas de la noche, los actores. Cero narcisismo, cero fotopose, cero envidia, cero búsqueda desesperada de robarse el show.
En contraposición, el presente del Teresa es bien distinto. El Teniente Coronel lo amanece de golpe a discreción, para entregar becas y oficiar misas de larga duración en cadena, para sus fieles camaradas, semana tras semana.
El Comandante lo asume como una extensión de su despacho y como su propio Teatro Karl Marx. Todavía no le ha cambiado el nombre por razones de corrección política. ¿A la mujer ni con el pétalo de una rosa? El tiempo dirá.
Por lo pronto, me siento como en Cuba en la inauguración del Festival de la Habana, donde la discriminación de ayer tan sólo se modifica en la epidermis del asunto, para conservar las mismas prácticas restrictivas de fondo en la actualidad.
Es decir, la cúpula de la pirámide tiene sus puestos asignados, tiene su acceso garantizado, mientras el resto debe luchar, en una competencia darwinista, por un lugar en el teatro.
Las entradas se repartieron a manos llenas, entre gente comprometida con el proceso, pero al costo de ser literalmente sobrevendidas. El resultado salta a mi vista.
De momento, me encuentro rodeado por una masa amorfa de camisas rojas, en un piquete, en una alcabala de la Guardia Nacional apostada en la franja amarilla del Teatro con la calle. Aquí empieza mi calvario de Metro en horario pico, cuando la cola se incrementa por efecto del colapso del sistema. Al menos allá, la fila india camina, a paso de tortuga, en un espejo de nuestra democracia ralentizada.
Por acá, la república se hunde en un mar de contradicciones, para convertirse en una especie de lotería, en una suerte de Operación Triunfo de salvase quien pueda.
La imagen evoca la memoria de aquellas películas sobre el holocausto y la segunda guerra mundial, donde un grupo de inmigrantes intenta salir del país, al abordar un tren colmado de pasajeros ante la mirada asesina de los garantes del orden marcial. En los largometrajes apocalípticos de ciencia ficción, ocurre lo propio de la mano de Tom Cruise y Will Smith, al pretender salir con éxito de zonas de cuarentena. No por casualidad, Spielberg rememora el fenómeno en su estupendo remake de “The War of The Worlds”. Es su manera, inteligente, de comparar al mundo post once de septiembre con el contexto distópico de la Europa de la década del cuarenta, en plena conflagración internacional.
Siguiendo la tradición fascista de antaño, los militares criollos son los encargados de controlar el acceso hacia el recinto del Teresa, de acuerdo a sus dictámenes subjetivos. Nada menos revolucionario. Nada más autoritario, competitivo y neoliberal. Bienvenidos al capitalismo salvaje del siglo XXI.
De hecho, aunque parezca ridículo y absurdo, me siento como en la entrada de Zabú y 205, dos discotecas pijas de CCS, a la espera de alcanzar mi objetivo por medio de la suerte o de la gestión de algún contacto de peso. Así hemos normalizado, en Venezuela, la aviesa y corrupta práctica del tráfico de influencias.
Cada cierto tiempo, los militares reciben la orden, por parte de un superior conectado por un sistema inalámbrico de radio, de dejar entrar a cinco afortunados, ataviados para la ocasión con sus franelas de color rojo. Todo para apaciguar los ánimos caldeados.
Finalmente, me acerco a empujones a la barra de seguridad del piquete, y el Doctor me guiña con sorna. Un militar me lanza una mirada asesina, un sandalista me escanea de arriba hacia abajo con cara de cañón, y una señora me grita al oído “aquí manda el pueblo, fuera la oligarquía, aquí no queremos hijitos de papá”. Se refería a mí, por supuesto, pero yo seguía tranquilo y como si nada, aguantándome mis ganas de responderle al sandalista con una sola mano de derecha en la barbilla, para que sea serio.
Yo seré muy blanquito y muy del este, pero no soy estúpido, desde mi época de la Florida, cuando me la pasaba con los chamos de Chapellín, quienes me enseñaron a defenderme a puño limpio. Varias veces me partieron la nariz y la cara, en peleas de caballero. Por ende, estoy acostumbrado a la reyerta, a las ruedas de pescado y a las camorras colectivas.
Sea como sea, bajo la guardia y aguanto la provocación, por mera conveniencia. En otro momento, ajustaré cuentas con el susodicho personaje, cara a cara o “face to face”,como diría la Miss aquella en la sesión de preguntas y respuestas.
Después de disfrutar de mi espectáculo y de hacerme pasar trabajo, el Doctor procede a mover sus teclas. Le dice algo al oído de un militar,le muestra una entrada y me señala, como si fuese el dueño del Local.
El militar se toma su tiempo, se da postín, me observa con recelo, y ejecuta su papel. “Pase, ciudadano, pase rápido”, me exclama con altivez. La señora de al lado monta en cólera y arranca con una descarga de insultos, de padre y señor nuestro. “ Ese es un escuálido, ese es un estudiante, ese es de ultraderecha, no lo dejen entrar, no lo dejen entrar”. Involuntariamente, la pobre señora ha asumido su rol de delatora y de sapa de la revolución, en tiempos de cacería de brujas fidelista.
El Doctor me abraza por el hombro, para darme apoyo, y me susurra: “dale chola, en serio, dale chola”. Yo apuro el paso y escucho gritos de intolerancia a lo lejos.
Cuando creo haber superado el máximo anillo de seguridad, la prueba máxima, me topo con otra triste realidad: una segunda alcabala a la altura de la taquilla y de frente a la escalera mecánica del Teresa.
Volteo a ver al Doctor en busca de una respuesta y él con una actitud impasible, me suelta con un dejo de ironía: “prepárate porque ahora es que viene lo bueno. Agarra un cigarro y relájate”. El Doctor enciende un vicio y me lo da. Luego se prende uno para él.
En cámara lenta, descendemos al infierno de la divina comedia, de añillo en añillo, de círculo en círculo, cual Dante y Virgilio, al estilo de Jhonny To en “Exiled”. Con su trailer, me despido por hoy a lo spaghetti western.
No se pierdan más de mis memorias del subdesarrollo en el próximo capítulo.
Regresamos la semana de arriba.
http://www.youtube.com/watch?v=MzANUHNXZM0