Iba corriendo solo por la carretera, uniformado de miedo, cuando un buen hombre se detuvo, ofreció llevarlo en su camioncito de frutas y ¡venga pa’rriba, muchacho! Gabo tuvo la suerte de encontrar, pronto, quien lo alejara del internado. La noche le había servido de cómplice y logró huir sin despertar a nadie, pero aún podían alcanzarlo. Ya en marcha, don José le preguntó si estaba en peligro, pero el muchacho dijo poco, que por favor lo llevara hasta donde pudiese y que no se preocupara. Cuando sintió que el vehículo finalmente se alejaba de aquel lugar, Gabo soltó sobre el asiento el cuaderno que traía abierto en alguna página, se giró hacia la ventana y, cual cachorro, apoyó el mentón casi lampiño sobre sus brazos mientras la brisa, aliento a monte fresco, secaba la sal que le chorreaba la cara. Camino abajo por la montaña, lloraba en silencio todo aquel indeseado equipaje: lecciones para matar, golpes para ser machos, amenazas para cumplir y callar, juramentos para servir a la revolución y la diaria y punzante consigna: Patria… o Muerte.
El señor ofreció llevarlo hasta su casa pero, no, allí no podría regresar. Era mejor que lo dejara en cualquier otro sitio. Papá no entendería nada, me enviaría derechito de regreso a la escuela militar, «pa’ que se te quite la mariquera y dejes de estar pintando dibujitos, carajo.» Es que no entiende nada. Para él, ser «machito» es tener la cabeza rapada, saber manejar una pistola y menospreciar a las mujeres. No sé cómo mi mamá lo soporta. La pobre, siempre termina peleando con él por defenderme, por tratar de explicarle que simplemente soy artista, no gay. Pero él no entiende nada, ni de una cosa ni de la otra.
Al ver al muchacho tan pensativo, el viejito dio un poco de volumen al radio y, ¡ahhh…!, se colaba entre las ondas arenosas la voz de Alfredo Sadel y su Desesperanza. Lo mismo que escucha mi mamá, pensó Gabo, ésa sí tiene gusto. Sólo faltaba que papá estuviera de viaje para pasar los días tranquilos, escuchando buena música, la de los abuelos, y los fines de semana ir juntos al museo de arte a ver las obras de los grandes maestros. El día que me compró mi primer bloc y carboncillo la retraté perfecta, acostada en la hamaca del patio. Recuerdo como un suave rayo de luz, colado entre las matas, le descubría el rostro… el carboncillo casi se me acaba tratando de calcar la sabiduría guardada en esos ojos tan negros, tan redondos, tan profundos.
Don José continuaba manejando, haciéndole coro a Sadel mientras, de curva en curva, le echaba un ojo al cuaderno sin que el muchacho se diera cuenta.
Pero papá, siempre con sus ganas de convertirme en soldadito, dio y dio hasta que, al fin, logró su sueño y me mandó a esta pesadilla. Sí, fue el día que me puse el zarcillo, cuando entró a mi cuarto y me encontró sentado en el piso, dibujando y manchado de negro hasta la nariz. Tan pronto vio el metal brillar en mi oreja, le entró un ataque de histeria y explotó: «Yo no voy a dejar que tu mamá te siga alcahueteando, carajito. Hoy mismo te me cortas ese pelo, te quitas el zarcillo y te preparas porque te vas para el liceo militar. ¡Se acabó la mariquera en esta casa, Gabriel!» Mamá lloró y pataleó, pero no sirvió de nada. Ya era hora de que su hijo se convirtiera en hombrecito y se fuera a servirle al Comandante, en lugar de andar perdiendo el tiempo en cosas de mujeres.
La ciudad los recibía aún llena de luces, la gente madrugaba para ir a trabajar y los niños, pegaditos a sus madres, esperaban el autobús escolar en las puertas de los edificios.
-Bueno, hijo, ya estamos llegando. Te dejaré en la plaza.
-Sí, allí está bien, señor. Gracias.
Al llegar, don José detuvo el camión, se giró y le pasó la mano por la cabeza mirándolo a los ojos. Gabo, con una sonrisa triste, le dio las gracias nuevamente y abrió la puerta. Antes de que se bajara, el señor lo llamó y le dijo:
-Hijo, no olvides tu cuaderno. Nunca olvides tu cuaderno.
El muchacho deambuló un par de días por la ciudad hasta que no pudo más y busco refugio en casa de sus abuelos. Ellos entenderían. Del internado, no habían tardado en reportar su desaparición. Finalmente, la madre, al enterarse de que su hijo estaba vivo, abrió sus ojos negros y profundos y se hizo cargo.