Los padres de hoy en día ya no viven —no realmente— la experiencia del nacimiento de sus hijos, porque están demasiado ocupados filmándolo. Las madres sí que lo viven, porque qué otro remedio les toca: con las contracciones les saldrían todas las tomas movidas, y además están en muy mal ángulo, así que no pueden grabar el acontecimiento, deben conformarse con vivirlo en carne propia. Más tarde, cuando el crío o la cría de sus primeros pasos, o saque el primer diente o lo pierda o cague por primera vez sentado en el orinal, ya no lo vivirán en carne propia, porque sus mentes, como la del pazguato que las preñó, estarán demasiado ocupadas pensando en encuadres, iluminación y enfoque. Lo vivirán después, cuando lo vean en la pantalla del televisor o del ordenador.
Pero no es que quiera hablar de los padres de hoy, ni de las madres de hoy; sólo los pongo como ejemplo de la mentalidad de la gente de hoy en día, para la que nada existe a menos que salga por Internet o en la tele, para la que ninguna experiencia se puede sentir como realmente vivida si no ha podido ser registrada y almacenada en algún soporte más o menos tecnológico y más o menos imperecedero (léase fotografía, léase grabación de vídeo). Como los coleccionistas de mariposas (otro buen ejemplo, pardiez) para quienes no basta contemplar la belleza frágil de sus queridos lepidópteros revoloteando en el campo; quieren poseer sus cuerpos muertos y embalsamados, atravesados por una aguja y encerrados en una urnita de vidrio. Llegan al punto de preferir su colección de cadáveres multicolores al espectáculo de las mariposas vivas. Creo que en el fondo lo que les gusta no son las mariposas en sí, sino la sensación de poseerlas y tener una prueba física con que demostrarlo: por eso a la menor oportunidad te torturan con la exhibición de sus mariposas muertas, igual que otra gente te tortura con la exhibición de las fotos de sus hijos, o de sus viajes.
A mí me gusta ver las mariposas en el campo ( aunque hace mucho que no veo ninguna; la mayoría se han extinguido, víctimas de la contaminación y el cambio climático; sobre todo en Europa, donde ya sólo sobreviven las polillas) pero nunca me han gustado las colecciones de mariposas; esos paneles llenos de insectos muertos, empalados como un vampiro en su ataúd, me dan, más bien, un poco de grima. Como me da grima contemplar las expresiones entre aburridas y humilladas de los animales en los zoológicos. Como me dan grima —y a esto iba— los enjambres de turistas moviéndose en nube alrededor de los monumentos, con la cámara perpetuamente pegada al ojo y perpetuamente chasqueando, como si fueran extraños cíclopes ciborgs dotados de visión artificial.
Como pude observar el pasado verano en Santillana del Mar, un pueblo-monumento situado en Cantabria, cuyo centro histórico se ha conservado tal cual era en el siglo XIV, con sus calles adoquinadas, sus casas de piedra antigua con escudos labrados en la fachada y ningún semáforo, ningún paso cebra, ningún letrero luminoso en ninguna parte. Podría ser, como Pompeya, un lugar cargado de poder evocador, ideal para pasear en silencio escuchando las voces del pasado resonando en el fondo de la mente.
Pero las muchedumbres que pasean por sus calles adoquinadas no están interesadas en la evocación del pasado ni en sus voces resonando en el fondo de la mente, sino en encontrar un buen sitio en el que hacerse una foto para demostrar y demostrarse que han estado allí. Las piedras de Santillana son auténticas y auténticamente antiguas, pero lo mismo daría que fueran un decorado de cartón piedra en una atracción de Disneylandia.
El viajero ilustrado del siglo XIX (pongamos Lord Byron, pongamos Sthendall) viajaba para conocer. El turista del siglo XXI viaja para poder presumir de haber estado allí. El primero buscaba encontrarse con el recuerdo de épocas remotas, con otras costumbres y otras maneras de comer, vivir y amar. El turista del siglo XXI busca sitios pintorescos en donde hacerse una foto, un hotel cómodo y el McDonald’s más próximo. Por eso no miran los lugares con sus propios ojos, sino con los objetivos de sus cámaras. Y ni siquiera les interesa tener fotos del lugar que han ido a visitar, sino tener su foto en el lugar que han ido a visitar: él (o ella) como protagonista, el monumento como decorado. El turista del siglo XXI —el hombre del siglo XXI, en suma; y la mujer también ¿o creías que esto no iba contigo, bonita?— es un narcisista egocéntrico.
En eso pensaba yo paseando con mi novia por entre una muchedumbre (barrigas rebosando por encima de pantalones bermudas, mollas rebosando por debajo de tops chillones, sandalias, pantorrillas peludas, sombreretes ridículos, gorras de béisbol, tetas como cántaros enrojecidas por demasiado sol de playa) demasiado ocupada en hacerse fotos los unos a los otros y en entrar y salir de las tiendas de falsa artesanía fabricada vete a saber dónde y los bares que ocupaban los locales que no estaban ocupados por tiendas de falsa artesanía como para darse cuenta de dónde estaban realmente. Bueno, en eso pensaba yo cuando el griterío circundante o los apremios de mi novia para que nos hiciéramos una foto juntos delante de tal o cual rincón pintoresco y monísimo de la muerte me lo permitían. Luego, ajena a mis elucubraciones, se iba a corretear como un ratoncillo alegre, entrando y saliendo de todas las tiendas que encontraba a su paso, comprando cachivaches que pronto criarían polvo en el fondo de algún cajón de casa. Bueno, en realidad no puedo acusarla de mantenerse ajena a mis elucubraciones; por el contrario, de vez en cuando detenía su alegre corretear para reprocharme que estuviera tan gruñón (y tenía toda la razón, cada vez estoy más gruñón; debe ser que me vuelvo viejo). También debo reconocerle el mérito de no haber protestado lo más mínimo mientras su culterano novio se empeñaba en arrastrarla a una visita por el claustro de la Colegiata (mediados del siglo XII, estilo románico). La pobre soportó con gran paciencia las explicaciones del guía sobre los significados de cada uno de los capiteles labrados del claustro. Y son veintiséis.
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Coda para futuros padres: estar presente en el nacimiento de vuestro hijo es una experiencia maravillosa cuyo recuerdo atesoraréis en la mente durante toda la vida. La filmación en vídeo del nacimiento de vuestro hijo es un primer plano frontal de un coño afeitado rezumando líquido amniótico y otras viscosidades, por el que asoma una cabeza amoratada y tumefacta, cubierta de babas, de coágulos y de grumos. Así que, antes de coger la cámara para entrar en la sala de partos, pensad con qué preferís quedaros, si con el recuerdo de una experiencia o con la filmación de un hecho.
Hace unos años en una obra de teatro (creo que ‘Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba’ pero no lo juraría) escuche un nombre para ese tipo de fotos turísticas que no tiene desperdicio: «Yo estuve aquí y tu no».
Una frase que resume en lo que se ha convertido el turismo para el 99% de las personas.
Lo mismo pasa en los conciertos. LA gente se preocupa más por el memento que por estar allí. Recuerdo uno de Fito Páez, donde él mismo interrumpió su repertorio para que la gente dejara de tomar fotos y conectara con la musica, que viviera el concierto. Por supuesto, nadie lo hizo.
También hay casos que son francamente inaceptables, ni siquiera cuestión de ego. En una de las pirámides de Giza, Egipto, se nos explicó que las fotos estropeaban los monumentos. Poco caso hicieron los h*josdep#ta delante de nosotros, que tomaron una foto con flash ridícula y guarra en pleno pasillo. Yo me encolericé, y casi me caigo a coñazos en el túnel de metro y medio, y los tipos no entendían de qué iba yo. Lamentable.
Además, ¿no hay una estadística según la cual La Alhambra (Granada) será dañada irreparablemente en 30 años al ritmo de turistas que la visitan a diario?
Los turistas no son humanos, son langostas asesinas…
Las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira (llamada «La Capilla Sixtina del arte rupestre») ya han quedado irremisiblemente dañadas por las luces halógenas, los flashes de los turistas y los vapores de su sudoración (producen hongos que se comían la pintura. Las han vuelto a cerrar, y no se podrán visitar durante treinta años. Salvo por los expertos con traje de astronauta que intentan restaurarlas.
Excelente reflexión.
A riesgo de sonar como otro de aquellos detractores de la imprenta, la externalización de nuestra memoria sólo nos conducirá al olvido.
salud.
El problema no son los turistas y sus fotos, el problema es la falta de respeto y reverencia en monumentos que tienen siglos de siglos, las pirámides por ejemplo, no se trata de un parque de diversiones coño, se trata de un mausoleo, ten cuidado, respeta, si te dicen que no puedes tomar fotos con flash, no lo hagas. Luego los que sí respetamos tenemos que dejar de tomarnos fotos porque las prohíben por completo o no podemos visitar tal o cual sitio porque se ha deteriorado. La gente es muy inconsciente en eso, no se toman el momento para respirar y darse cuenta de la magnitud de lo que están viendo y los siglos y siglos de historia que pasaron por ese lugar.