Por su parte, los partidos tradicionales
no representan al pueblo ni al progreso,
sino a viejas y nuevas oligarquías.
Los dirigentes son viejos o nuevos
o arribistas que han hecho de la política
su profesión y su negocio
y la entienden como arte de intrigar
y de manipular multitudes
y terminan a menudo poniéndose
de acuerdo en «alto» nivel
para repartirse prebendas, privilegios, poderes
y disfrutar con abyecta alegría
el salario de la traición
a los ideales que les hemos enseñado.
Jonuel Brigue
Hay una tendencia, ya medio vieja en Occidente, que muestra una notable disminución del interés que sienten las generaciones jóvenes por las «cuestiones políticas». Esta cosa queda evidenciada en las disminuidas generaciones de relevo de los partidos políticos tradicionales, no sólo en los países más organizados, tipo Alemania, Inglaterra, Suiza, o Estados Unidos, sino también en países de nuestro lado del mundo como México, Argentina o Chile. Esa manera de hacer política que responde, por su propia naturaleza, a cuestiones veladas que están más allá de nuestra comprensión, porque están llenas de callejuelas y suciedades, rodeadas de información contaminada; esa manera de hacer política que sufre, en nombre de la seguridad, de unos niveles casi nulos de transparencia en sus gestiones; esa manera de hacer política que responde a las exigencias de un mundo donde todo se equipara y se mide en términos materiales, ha perdido el atractivo para una buena parte de los integrantes de nuestras generaciones.
Nuestro caso particular, el venezolano, hasta 1992 no se alejaba mucho de esa realidad: la política era para nuestros abuelos, que la leían en el periódico, gesticulando y arrebatados de la indignación por sabe Dios que desatino; para los políticos -adecos o copeyanos-, que prometían falazmente a sus bases partidistas para asegurarse un puesto en el coroto; y para nuestros estudiantes, que, aupados por los reclutas adecos o copeyanos, disentían quemando de vez en cuando unos cauchos. Hasta la entrada de Chávez en escena.
Después de 1992 nuestros jóvenes se convirtieron en políticos potenciales, también nuestras amas de casa, hasta el heladero tenía una opinión oportuna que delataba un interés desusado por el destino político del país. La sensación de que aires nuevos remozarían, en las elecciones de 1998, nuestra decadente plantilla de políticos esclerotizados venteó, primero sobre el valle de Caracas, y luego sobre todo el país; y muchos de nosotros saludábamos esos aires de cambios que eventualmente se transformaron en vientos áridos, cargados, cada vez con más frecuencia, de malos presagios.
Hoy, esa pugna política radicalizada, que se fortalece día a día con el innecesario y reiterado discurso revanchista y violento de Chávez desde que estaba apenas llegado al poder, y que se repotencia constantemente con la esencial e inquebrantable ineptitud de la oposición vuelve a colocarnos -pues nos empuja- en el camino del desinterés por las «misteriosas y sucias» cuestiones políticas.
No hace falta ser un observador agudo para caer en cuenta de que lo que tenemos hoy en Venezuela se parece bastante a lo de antes: un gobierno que busca persistir en el ejercicio del poder, apoyándose, como antaño, en el clientelismo; una corrupción boleta que todo lo tiñe: el fiscal de tránsito, el policía, el empleado público, los jueces, la información, los negocios y sus comisiones; la misma práctica política que favorece a los que militan en el parido único y, que en buena medida, se desentiende de las necesidades de los demás; la misma desinformación reinante, pues poco puede confiarse en lo que trasmite la tv o en lo que se lee en los diarios; y para rematar el parecido, de nuevo una práctica política cuyos intereses se alejan un buen trecho de los intereses del ciudadano de a pie, de modo que cada vez nos sentimos menos identificados con los problemas que tienen la atención del gobierno mientras que las dificultades que más nos apremian, como la inseguridad o la inflación, parecen perder importancia ante la titánica tarea que impone la puesta en marcha de la ideología.
Pero no puede pedírsele peras al olmo; Hugo Chávez hace una política que inevitablemente permanece estrechamente vinculada con la manera de hacer política de nuestros dinosaurios politiqueros de antaño, aunque venga disfrazado de cualquier ismo, pues es hijo de aquella época. El fenómeno Chávez se formó bajo el paraguas de esa manera de hacer política y si bien su propuesta se definió en contraposición a ella, la verdad es que el hombre no conoce otra cosa. ¿Sería posible, entonces, decir que Chávez y todo su cuento no son más que el último coletazo de aquellos cuarenta años de puntofijísmo, algo así como la decadencia final de aquellos valores ya rancios a inicios de los 80?
Así que aquí estamos, más o menos en el mismo punto que cuando comenzamos esta nota, donde volteamos y participamos -muchos de nosotros- de nuevo en esa tendencia ya medio vieja que se caracteriza por una apatía hacia la política tradicional, anulada únicamente en tiempos de elecciones por la esperanza de cambio.
Ahora bien, ¿esto que significa? ¿un eventual final de la participación política tradicional? No necesariamente, pero evidencia al menos un cambio en las preferencias políticas de la juventud. Desde el discurso tradicional se acusa a las generaciones jóvenes por su incapacidad para ejercer el ejercicio organizado tradicional de la política, o para el compromiso social pues, sostienen, su atención aparece fijada en la consecución de metas personales y en la satisfacción de su afán de diversión. Todo esto, dicen, viene causado por, o causa es, del derrumbe de los valores.
No obstante, la realidad muestra otra cosa. Estas son generaciones activamente apolíticas pues simplemente con mantenerse al margen de modo decisivo y silencioso quitan vida a esas instituciones de la actividad política que giran alrededor de sí mismas. Pero no debe confundirse esto con una incapacidad para el compromiso. La cuestión culebrea por otro lado: lo estamos haciendo, sólo que, recorriendo otros derroteros. La política partidista ya no figura como una alternativa para muchos de nuestra generación, quien quiere comprometerse prefiere dirigirse a Greenpeace, participar como voluntario, u ocuparse de resolver los problemas que afectan a su localidad mediante organizaciones civiles no politizadas como las asociaciones de vecinos, pues se percibe un espectro de intereses más cercanos con lo que son considerados problemas cotidianos, además de que la participación se hace de manera mucho más directa y en cuestiones puntuales.
Hoy las generaciones jóvenes de Occidente transitan hacia una manera de hacer política que ya no cuenta entre sus prioridades la lucha por la libertad política pues esta ya ha sido asumida. La lucha que ahora nos llama es por el derrumbe de toda aquella práctica tradicional, entre ellas la política, que mediante su obsolescencia embargue la consecución de unas relaciones sociales más honestas. Unas relaciones sociales donde el énfasis esté colocado en la responsabilidad personal y social, que no estén determinadas por un modelo económico consumista, y que impulsen la expansión de la autonomía de las localidades.
En un mundo en transición -no está claro todavía hacia adonde: post-modernidad, modernidad tardía, modernidad reflexiva- «las instituciones clave» del mundo industrializado -como las relaciones familiares, el mundo del trabajo o la política- tienen cada vez menos correspondencia. Los jóvenes conscientes de las generaciones recientes hemos decidido cambiar ese «paquete de valores» que correspondía al mundo del siglo pasado y que está estrechamente vinculado con «el material», por otro «paquete de valores» más cercano a la experiencia humana y estrechamente vinculado con la solidaridad y la responsabilidad social.
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