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Inevitable

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El día de su muerte, Rodolfo Sanjuán se levantó más tarde de lo habitual, diecisiete minutos luego de las ocho. Era la primera vez en años que se quedaba dormido. Despertó con dolor de cabeza y un sabor oxidado en la boca. Miró al otro lado de la cama. Su mujer ya se había levantado, estaba en la cocina preparando el desayuno, el mismo de los últimos once años: huevos, tostadas y café negro. Rodolfo saltó de la cama, tomó una aspirina de la mesa de noche y la tragó sin beber agua.

El día de su muerte, Rodolfo Sanjuán se levantó más tarde de lo habitual, diecisiete minutos luego de las ocho. Era la primera vez en años que se quedaba dormido. Despertó con dolor de cabeza y un sabor oxidado en la boca. Miró al otro lado de la cama. Su mujer ya se había levantado, estaba en la cocina preparando el desayuno, el mismo de los últimos once años: huevos, tostadas y café negro. Rodolfo saltó de la cama, tomó una aspirina de la mesa de noche y la tragó sin beber agua. Fue al baño, se dio una ducha y cepilló sus dientes. Regresó al cuarto y en toallas revisó el armario. Una docena de opciones no lo convencieron. Decidió vestir la misma camisa de rayas violetas y el traje gris plomo que había usado la noche anterior, cuando le declaró su amor a Camila. Tenía años conociéndola, ambos formaban parte de la misma agencia de bienes raíces. Lo que comenzó como un odio a muerte en la sala de reuniones había terminado la noche anterior en el cuarto de un hotel de la calle Márquez.
Hoy era el día de la huida definitiva. Tenía poco tiempo para arreglarlo todo. El único vuelo a Buenos Aires salía a las dos de la tarde.
– Le aconsejé que llevara paraguas, recordaría después su esposa Lucia. – Era un día oscuro y me dio pavor que se mojara, pero no me hizo caso. Sólo me dio un beso en la frente y se marchó sin decir palabra. Yo me quedé paralizada, pero luego que cerró la puerta comencé a llorar. Fue la primera vez en todos los años que teníamos de casados que no comió mis huevos con tostadas y café.
El ascensor estaba dañado. Rodolfo caminó escaleras abajo los ocho pisos que lo separaban del estacionamiento. En el tercero encontró a la señora Herrera. Observó en la anciana un rostro pálido y cansado. Ella le pidió ayuda con las bolsas del mercado. A pesar de su prisa, él no pudo negarse. Cuando por fin alcanzó el auto, intentó destrabar la alarma, pero no funcionaba: la batería estaba descargada. Un breve escalofrío recorrió su espalda. Subió a pie por la rampa hasta la calle. Ya estaba lloviendo a cántaros.
En la calle Cervantes un torrente de agua color marrón bajaba por la pendiente. Las alcantarillas se habían quedado pequeñas para la cantidad de escombros y basura que se desprendía desde la parte alta del barrio. El tráfico estaba completamente detenido. Dos perros callejeros se guarnecían en la puerta del edificio. Pedro Vicario, el vagabundo de la cuadra, yacía clavado debajo de la lluvia: con los ojos cerrados y los brazos extendidos hacia los lados, abría la boca para tomar el agua que caía del cielo. Fue ahí, mientras lo observaba, que Rodolfo comprendió que ya nunca volvería a ver a su esposa.
Un estruendo que parecía partir el cielo en pedazos lo despertó de su letargo. Comenzó a caminar sin detenerse, como guiado por un control remoto que no tenía en cuenta el agua que caía del cielo o el barro que inundaba la calle. Empapándose, Rodolfo enfiló sus pasos por la calle Comercio, hasta llegar al Banco Nasar. Allí presentó su libreta: -quiero sacar todo mi dinero, dijo, sin siquiera saludar. El cajero, que lo miró con sospecha al principio, pasó a un estado de estupefacción cuando contó los ceros acumulados en la cuenta de ahorro. Llamó al Gerente, quien trató de convencerlo de las ventajas de dejar su dinero tranquilo, ganando dos puntos más de interés que el mes pasado. Rodolfo escuchó sin decir una sola palabra. Contó los siete minutos de charlas sobre fondos de inversión, plazos fijos, planes de pensiones y seguros que necesitaba su patrimonio para fortalecerse. -Quiero todo mi dinero agrupado en billetes de cien, soltó como única respuesta. El Gerente hurgó la determinación que resplandecía en sus ojos y ordenó complacer su requerimiento. Rodolfo Sanjuán salió con una maleta envuelta en plástico y con doble cierre.
Entró en una cafetería y pidió un café con leche. Mientras lo bebía, encendió un cigarro. Vio la hora en su reloj: nueve y veinte y nueve. Marcó su teléfono móvil: – Camila, acabo de salir del banco, voy directo a la agencia de viajes. ¿Ya hiciste la maleta? Yo también estoy emocionado. Ya verás, todo va a salir bien. Nos vemos a las doce en el aeropuerto. Te amo.
La agencia de viaje estaba a dos cuadras. Tenía que bajar por Plácida Linero hasta encontrar el cruce con la Avenida Shaium. La lluvia había arreciado. A lo lejos escuchó un grito proveniente del Bar Panteón, que quedaba del otro lado de la calle. Era Miguel Lozano, su mejor amigo: -¡Rodolfo! ¿A dónde vas tan apurado? Ven y tómate un café conmigo, le gritó. -No puedo hermano, se excusó. Miguel apenas podía escucharlo. El ruido de las gotas de lluvia golpeando los techos y la acera, los autos y ventanas, jardines y humanidades que no encontraban donde guarecerse, ya apagaban hasta las voces más potentes. ¡Vamos hombre, pero si estás empapado!, fue el desesperado intento final que Miguel hizo por retenerle.
Rodolfo se despidió con un ademán. Ya tenía la mirada empapada entre las gotas de lluvia mezcladas con sus propias lágrimas: -lo siento, luego conversamos, pareció desprenderse de sus labios.
Una música de guitarra y violonchelo empezó a retumbar en su cabeza. Era un sonido calmado, que le recordaba a su adolescencia, a su amistad con Miguel Lozano, a las cervezas que más nunca se beberían. Todo sea por Camila.
Rodolfo Sanjuán sacudió su chaqueta como quien hace un gesto redundante; quería eliminar el exceso de agua que ya le chorreaba por doquier. Dobló en la esquina. Ya estaba en la Avenida Shaium. Miró hacia arriba. La lluvia, de pronto, pareció dar un segundo de tregua. Fue un segundo que duró una eternidad. Rodolfo respiró el olor de la tierra mojada. Pensó que por fin disfrutaría la vida. Bueno, quizás disfrutar no era la palabra adecuada. Quizás en realidad se trataba de vivir la vida. Hasta ese momento no había sido más que un soldado de la gran milicia de muchachos antioqueños que había remado sin preguntar a dónde carajo es que iban. Hoy no sólo ya sabía la respuesta, sino que había decidido bajarse del barco y seguir nadando por su cuenta. Ni siquiera vio el chispazo que soltó el transformador en la base del poste antes de estallar a un metro de donde se encontraba. Eran las 9:57.

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