Capítulo 15: La Destrucción Cultural de Venezuela
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Hemos llegado al llegadero, al momento clave de la noche,al punto de no retorno, a la hora de la chiquita. Para atrás ni para coger impulso. Por allá se asoma una mujer de aspecto familiar, quien le hace señales con la mano al Doctor. En dos segundos, la reconozco. No puedo decir su nombre, porque la botan de inmediato, pero es una señora de confianza. Me sorprende verla. Yo la pensaba y la hacía fuera del Teresa desde hace años, pues procede del departamento de protocolo de la pasada gestión, la de Eva Anyi, cuando con un llamada de teléfono, resolvías tu entrada a cualquier función del teatro, por tu condición de periodista. Ahora la cosa es distinta. En aquella época, todo era más sencillo, para uno. No sé si mejor.
En cualquier caso, antes no necesitabas portar un carnet del PSUV para garantizar tu entrada al balcón de prensa del Teresa. Hoy es un requisito, casi, indispensable. De paso, en actualidad es imposible acceder directamente a la cúspide de la intricada burocracia de la institución. Ayer, hasta un don nadie como yo, se podía comunicar directamente con el teléfono de la mandamás del centro cultural. Pero los tiempos cambian, y no para bien.
Por tanto, llamaba poderosamente la atención la presencia de la señora de marras, con su misma cara de inocente y su eterna disposición a brindarle atención al cliente. Quizás la sumisión sea también una forma de resistencia pasiva y pacífica. Quizás la pobre necesita del trabajo. Por eso, ni la condeno, ni la juzgo. Preferible ella a un “reposero” insensible y sin conocimiento de causa de la Misión Cultura. Dígalo ahí, JRD.
Pronto, la señora se nos acerca sigilosamente y nos susurra con miedo: “en dos minutos los llamo, Doctor”. Su temor es comprensible. Si la descubren, la echan. Así de simple. Obviamente, ni nos miró a la cara. Habló en dirección al piso y se fue corriendo, a negociar con los militares encargados de filtrar el acceso al recinto.
Ella conversa con ellos y nos mira de reojo. De repente, ellos advierten un pequeño alboroto en la zona del detector de metales, y la dejan con la palabra en la boca. Resignada y apenada, clava su vista en el piso. Mientras tanto, los gorilas aprovechan la ocasión para fijar posición a viva voz de mando: “señoras y señores, usuarias y usuarios, se me quedan tranquilos o no van a entrar.”
De facto, una doñita muy humilde replica: “pero aquí todos tenemos entradas y queremos ver al comandante.” Y el uniformado responde con tono airoso: “no me interesa si tienen entrada o no. Aquí todos tienen entrada. Pero no podemos dejar entrar a todo el mundo. Primero, por motivos de seguridad. Segundo, porque entregaron, como siempre, más entradas de lo normal. Es decir, cuatro o cinco entradas por asiento. Por eso, hemos habilitado las pantallas afuera del teatro. Así todos disfrutarán del espectáculo.”
Acto seguido, la doña encabeza una pequeña insurrección popular, a golpe de gritos, consignas ininteligibles y demandas: “nos engañaron, el Teresa ahora es de todos, nos trajeron engañados para hacer bulto, no queremos ver la película en televisión, queremos ver al comandante”.
Irónicamente, la situación no puede ser más Chalbodiana. Parece una secuencia parasurrealista extraída de alguna de sus películas, donde la gente de a pie reclama sus derechos, a garganta pelada, ante el abuso de poder de las autoridades incompetentes. Así fue en “El Caracazo” y en “Pandemonium”, la capital del infierno, con Orlando Urdaneta, cuando se le llevaba con Román( ahora no se pueden ver ni en pintura). Así es el maní en el Teresa de “Zamora”. Justicia poética. Todo se devuelve, como dirían por ahí. Es el boomerang de la historia de Venezuela. Decir y desdecirse, hablar para atrás y para adelante. Peor que Calle Trece y Juanes en Twitter.
En medio de la distracción y del alboroto, la señora de protocolo desaparece de mi campo de acción. El Doctor ríe entre labios, y permanece incólume, como una estatua. Por algo me lleva una morena de edad y de experiencia. Al final, le da lo mismo entrar o no. Al final, pienso, esto es un juego de niños para él.
Yo, por mi lado, no luzco tan confiado y tan refinado. Tengo el pelo revuelto, pinta de no haberme lavado en tres días, y una cara de desahuciado impresionante. Por primera vez, me vence el cansancio y las piernas se me comienzan a dormir. El Doctor me ve la cara y me aconseja: “chamín, ¿por qué no te das una vueltica? Date una vueltica porque esto va para largo, rata. Si quieres, estiras las piernas y regresas en diez, ¿te parece?”.
Y yo le digo con la voz quebrada: ¿y la señora no nos iba a pasar ya?
Doctor: “¿tu ves a la señora por algún lado, ratón?La señora subió, papá. Si no te diste cuenta, está asustada. Así que relájate, chamín. Si quieres entrar, vas a tener que esperar. Tranquilo que ella viene por nosotros. Pero dale chance de hacer lo suyo… Anda pues, no te me quedes ahí mirándome con cara de pendejo. Ve a jugar al parque y regresas en diez, mi niño”.
Ya estoy perdiendo la paciencia. Voy a hacerle caso al Doctor. Me conozco. Aquí es cuando meto la pata de frente, saco mi carnet de prensa, se lo restriego en la cara a la Guardia Nacional y me pongo a vociferar estupideces sobre la libertad de expresión. Aquí es cuando me pongo Rafael Fuenmayor o Boris Castellanos. Aquí es cuando me pongo Roger Santodomigo en marcha del Colegio Nacional de Periodistas. Roger Santodomingo en el Colegio Nacional de Periodistas. Es para partirse de la risa. No tiene sentido. Es como designar a José Ramón Novoa en la directiva del CNAC, sin desprenderse de sus relaciones comerciales y corporativas. En Venezuela, estimado Roger, reina el conflicto de interés. Incluso en tu Colegio Nacional de Periodistas. No puedes trabajar allí, y al mismo tiempo, ser editor de un periódico online abocado al target, clase “A”, de la oposición, con anunciantes de lujo. O es una cosa, o es la otra, mi pana. O es chicha o es limonada. Decídete. Pero no las dos juntas. Definitivamente, no quieres dejar para nadie, mi pana. Así no tienes moral para reclamarle nada al gobierno. Así somos todos aquí. Los periodistas somos un desastre, Roger. En otro país y en otra circunstancia, ya estaríamos todos en la calle o en la cárcel. En Venezuela es legal ocupar un puesto público, y en paralelo, usufructuar el privilegio de un cargo privado. ¿Te imaginas a Jorge Lanata haciendo lo mismo en Argentina? No, verdad. Primero se vería en la obligación de renunciar a su red de negocios mediáticos. De igual modo, sería como mucho, vale. Sería como un zamuro cuidando carne. Es decir, como el zamuro de la reserva federal americana, ratificado por el corrupto de Obama. Un banquero en defensa de sus amigos banqueros. Vaya tráfico de influencias. Ni hablar de Santos, familia de los dueños de El Tiempo, en el cambur del Ministerio de Defensa de Colombia. Al menos así, matan dos pájaros de un solo tiro, y se quitan la careta democrática, porque la información de estado es equivalente a propaganda de guerra. Y en tiempos de guerra, ya lo sabemos de sobra, lo primero en morir es la verdad. Como aquí en Venezuela, de lado y lado. De tu lado, Roger, y del lado del gobierno.
Por eso, te recomiendo algo de panita: o trabajas para el Colegio, o trabajas para la empresa privada en internet. Un negocio digno y respetable, por lo demás. Nadie está negando tu derecho legítimo a abrir una empresa privada, y a ser exitoso. Bien por ti, si lo consigues. Lo discutible y problemático es seguir manteniendo una fachada de independencia, desde el Colegio, cuando sabemos de tus intereses privados. Por ende, es fundamental decidir. Lo otro es copiar el modelo vencido de la cuarta y la quinta república al servicio de las redes del status. Insisto, así es imposible hacer un periodismo libre, sano e independiente. Por desgracia, aquí todos tenemos rabo de paja.
La gran diferencia estriba en reconocerlo o en ocultarlo. Yo no tengo pena en reconocerlo públicamente. Yo estoy marcado de los pies a la cabeza, de mis apellidos a mis vínculos de sangre. Vengo de una estirpe de caudillos andinos, y desde pequeño aprendí a llevar palo por ser familia de los Gómez en Venezuela. De niño, me apenaba decir mi nombre completo. Hoy me da lo mismo. Aparte, soy burguesito de cuna y me crié entre los jardines del Country y las calles de la Florida. Y no lo digo con orgullo o con pena. Lo digo para no confundir a nadie.
Si JRD tiene derecho a escribir su discurso desde el oeste, yo también lo tengo para escribir el mío desde el este de Caracas, entre la Castellana y la mansión de Tita Mendoza. Todo lo cual no me hace ni más ni menos que nadie. Sencillamente, soy sincero y soy honesto con mi gente. Por eso, no me lanzo a la piscina de la política, ni me postulo para el Colegio Nacional de Periodistas. Aparte, para hacerlo, tendría que despojarme de todas mis conexiones profesionales. Tendría que renunciar a mi compañía de producción, y a mis cuatro trabajos. Y de pana, no voy pendiente.
He trabajado mucho para conseguir lo poco que tengo, como para renunciar a ello por un puesto en el Colegio Nacional de Periodistas. Lastimosamente, quienes hoy confiscan el Colegio no son de la misma opinión. Por ejemplo, el presidente del Colegio Nacional de Periodistas, Wiliam Echeverría, es empleado de Globovisión. En consecuencia, el fin del canal 33 justifica sus medios y los de su administración.
Por consiguiente, marco distancia con el Colegio y emprendo la retirada, de retorno a la épica zamorana. Huyo por la derecha e inicio mi recorrido por las instalaciones del Teresa, para seguirle la corriente al Doctor, y evitar males mayores. Sin embargo, la caminata lejos de ayudarme, me deprimirá aun más, debido a las pésimas condiciones del espacio.
En mi corto periplo, seré testigo del derrumbe de un hito arquitectónico de la Ciudad, cuyo mantenimiento brilla por su ausencia, y no por falta de recursos, sino por desidia, indolencia e indiferencia hacia el patrimonio cultural.
Es sintomático el deterioro del sistema de escaleras mecánicas del estacionamiento, clausurado con unas horrendas cintas de color amarillo y negro. Es evidente el cierre de tiendas , oficinas y departamentos por razones de índole política.
La antigua sede de Danza Hoy fue expulsada por la ola de intolerancia de la época. La Librería Monte Ávila devino en una plataforma propagandística del Perro y la Rana, en alianza diplomática y fraternal con los fondos editoriales cubanos. En sus vitrinas redescubro la esencia de la censura en la Habana, digitada por el fascista de Abel Prieto, quien se jacta de no publicar a Zoé Valdés porque, según él, “es un subproducto literario”. La influencia de su mordaza es notoria en Venezuela, donde silencian y excluyen a autores disidentes, sólo por pensar distinto. El resultado es la menguada, triste y tendenciosa exhibición de libros panfletarios de la nueva Monte Ávila, subsede de la franquicia bipolar de Librerías del Sur. Nido de ratas del McCarthyismo del siglo XXI. Madriguera de las listas negras del sapo Farruco Sesto, rana platanera del estanque “Pepetista”. Se hizo millonario y famoso por acusar a sus aliados comunistas. Algún día, le pasaremos factura con todo el peso de la ley. Anótenlo.
Por último, doy cuenta de otro arrase o atentado contra la memoria de un país, cual extensión del best seller “La Destrucción Cultural de Irak”, de Fernando Báez. Me refiero al arbitrario destierro de la Tienda del Cine de la Cinemateca Nacional, para ser sustituida por una necia red de buhonería artesanal de factura criolla, a precios dolarizados de Duty Free. Una impostura enorme, sin sentido. Es un negocio exclusivamente para Turistas y boliburgueses. El resto de los mortales no podemos comprar allí, so pena de endeudarnos de por vida. El modelo cubano se repite. Nacionalizamos al precio y al costo de discriminar por el tamaño de la línea de crédito.
En la ideología maniquea del Ministerio de Cultura, el cine debe ir por debajo de la preservación de “nuestras raíces folklóricas”. Raíces de mentira, en claro de desuso. Raíces conservadas como un acervo caduco, muerto, naiff, kistch, consumista y decorativo. Un reino artificial en consonancia con el estreno de “Zamora”. Nadie compra, nadie vende. Las cajeras suspiran de nostalgia por las horas perdidas. Una de ellas juega con un Blackberry. La nausea y el vacío se apoderan de la situación. Detrás de la vitrina, se revelan como las protagonistas de un diorama apocalíptico de la Quinta República. Cuando sea Ministro de Cultura, cosa improbable, lo reconstruiré en el Museo de Ciencias.
Mis diez minutos de recreo llegan a su fin. El Doctor me llama, la señora lo acompaña. Los dos están del otro lado. Yupi. Victoria. Coronamos. Ya me siento en confianza, ya me siento adentro en la zona VIP. Estoy renovado. Estoy engorilado. Estoy con ganas de cortar cabelleras rojas rojitas del Ministerio de la Cultura. Voy por ustedes, “Bastardos sin Gloria”. Y voy por mis cabelleras, a ritmo de 50 Cent, para sacarle la piedra a los dogmáticos y anticuados de nuestra escena. Abran cancha que llegaron los G-Unit. Los auténticos Gangsta-Unit, en cámara lenta con la crema innata de la mafia de “Los Infiltrados”. Nos vemos en el próximo capítulo.