Con “Julia y Julia”, la realizadora amelcochada, Nora Ephron, logra cocinar su mejor platillo hasta la fecha, al saber combinar los ingredientes de sus recetas empalagosas con los sin sabores de su carrera autoral, después de sufrir varios traspiés en seguidilla y verse obligada a tomarse más de un año sabático de retiro de las marquesinas. De hecho, desde el estreno de la fallida “Embrujada” no se le veía por los predios de las microsalas Multiplex.
Por ende, el merecido período de descanso parecer haberle sentado bien a la otrora encargada de reafirmarle el ego y la imagen a la insípida, Meg Ryan, siempre a la sombra de su pareja en la pantalla grande, Tom Hanks, a través de títulos emblemáticos como “Slepples in Seatle” y “Tienes un E-Mail”, ambos concebidos por la cineasta al servicio del star system, durante la década del noventa, cuando la comedia romántica derivaba, peligrosamente, hacia derroteros evasivos y escapistas de banalidad, redundancia y esquematismo. Hoy en día, sigue siendo igual, a pesar de los esfuerzos de la serie “Date Movie” por sepultar al subgénero de las risas enlatadas, los corazones rotos, los amores platónicos y los matrimonios por conveniencia con las demandas populistas del colectivo desesperado.
Aunque “Julia y Julia” no escapa de ello, del lugar común, su creadora hace el evidente esfuerzo por apartarse de la convención y por superarse así misma, al reinventar los códigos expresivos y dramáticos de su eterna cronología lineal, monolítica y neoclásica.
Ahora, busca alinearse con los parámetros de la posmodernidad, al narrar una historia bifronte, de dos cabezas, donde pasado y presente se dan de la mano a lo largo del metraje, por medio del desarrollo de un par de tramas paralelas, entre dos señoras en crisis, entre dos esposas desesperadas redimidas por el calor maternal de los fogones.
En consecuencia, es posible acusarla de reaccionaria, reformista y conservadora, dentro de la lógica de una interpretación estrictamente feminista, cuyo maniqueísmo condene la imposición de un mensaje moralista de contrabando, a favor de la neoesclavitud de la mujer en la prisión falocéntrica de la vida doméstica. Atención, apóstoles de Foucault, Zizek y Bauman.
Naturalmente, aquí la meca vuelve a llevar las de perder, porque la película no sólo reincide en la glorificación de patrones discutibles, sino además pretende difundir un catecismo de redención social en forma de manual de autoayuda, para doñas con déficit de atención, carencia de afecto, falta de oficio y problemas de maternidad. Por algo, las protagonistas del film comparten el complejo de no poder reproducirse y traer hijos al mundo, por diferentes motivos. En cualquier caso, ambas descubren en la gastronomía francesa, una manera de compensar sus traumas, vacíos, aflicciones y dolencias internas.
¿Entonces es como “Día Naranja” pero con el sabor criollo de “A Mí me Gusta”? Nada menos cierto. Salvando las distancias, aquí el cine nacional vuelve a fracasar ante el emporio de la meca.
En descargo de la cinta, debemos reconocer su absoluta solvencia para desplegar su doctrina a los cuatro vientos, al margen de nuestras abiertas diferencias con su evangelio de las maravillas. En lo personal, estoy muy lejos de compartir la ideología de la pieza. Me resulta cándida, nostálgica y reforzadora de estereotipos.
Sin embargo, ello no me impide reconocerle méritos a la hora de poner en escena sus ideas preconcebidas sobre la emancipación, la libertad y el derecho a romper con el corsé de una existencia gris, así sea preparándole cenitas al marido, de sol a sol y con un sonrisa de oreja a oreja. Los tiempos cambian y el relativismo exige tolerancia con la opción de cada quien a escoger su camino.
El inconveniente llega cuando nos confrontamos como críticos y espectadores a un discurso adverso cuyo contenido no se logra trasladar de forma satisfactoria al celuloide, más allá de identificarnos o no con él.
Por ejemplo, en “El Nacimiento de una Nación” el asunto se reduce a un consenso claro y universal: es una película prodigiosa, a excepción de su apología racista al Ku Kux Klan. Por lo demás, plenamente comprensible para su época. Quizás en la actualidad, sea difícil aceptarla y justificarla en el plano de su contenido. Fuese como fuese, su propuesta audiovisual es incontestable, por sus innumerables aportes al lenguaje del séptimo arte.
En el mismo sentido, ocurre con la Neonazi “Olimpya”, con la imperialista “Indiana Jones”, con la ambigua “Pelotón” y con la neofascista “300”. Son películas políticamente incorrectas, a su modo, pero irrefutables como legados cinematográficos.Al contrario, sucede con “Día Naranja”, “Un Lugar Lejano” y “A Mí me Gusta”, insalvables desde su guión hasta su concreción en 24 cuadros por segundo. Son películas indefendibles.
Por consiguiente, “Julia y Julia” pertenece al primer grupo, al primer eslabón de la cadena. Por defecto, marcamos distancia con su predica retroprogresista. Por fortuna, el resto vale la pena apreciarlo por sus méritos técnicos y conceptuales.
Para empezar, el apartado de la dirección de actores, es envidiable, junto con su casting a la zaga de Merryl Streep, en otro de sus papeles increíbles. A su lado, Stanley Tucci guarda la mesura y la compostura en el rol de un asesor cultural de la embajada americana en Europa, asechado por la red de espionaje de la cacería de brujas en plena guerra fría. Su presencia distendida y sobria le sirve como excusa a la directora para ajustar cuentas y disparar metralla cerrada contra el republicanismo ortodoxo de la vieja escuela, mientras disecciona con ironía el discreto encanto de la élite diplomática de Estados Unidos, asentada en Francia por esnobismo turístico y etnocéntrico.
La sátira es sutil, gentil, poco agresiva, y evoca la mordacidad de películas recientes, fustigadas e incomprendidas como “Coco Antes de Chanell”, “2 Días en París” y “María Antonieta”, una joya absoluta, con el perdón de sus enemigos panfletarios. Yo recomiendo verla de nuevo, despojado de prejuicios dicotómicos de teórico trasnochado.
Con nostalgia y humor negro, “Julia y Julia” pasa revista a una época de refinamiento y abundancia, en contraste con la depresión económica y sentimental del siglo XXI, luego de la caída de las dos torres. Todo lo cual nos retrotrae al anterior trabajo de Nora Ephron, donde también se buscaba un paralelismo entre pasado y presente, por medio de la historia fabulada de una mujer obsesionada con el encanto de la serie antañona “Embrujada”.
“Julia y Julia” continúa por allí, con la intención de reencontrar en el ayer, una respuesta a las tribulaciones de la condición humana en la era contemporánea, asediada, como Scrooge, por los fantasmas de la muerte, el materialismo, la soledad en colectivo, el egocentrismo y la incomunicación. De ahí la sintomática relación de la obra de Ephron con la de Robert Zemeckys, quien con “Volver al Futuro” se anticipó a las conclusiones de la Nora en “Julia y Julia”, por cuanto los años dorados de la década del cincuenta trazaban el destino del personaje central en el mañana de los ochenta.
La única diferencia estriba en la mirada de la realizadora frente a la percepción de su colega. En discrepancia con él, ella observa y revisita el milagro económico del baby boom bajo la óptica de un ser consciente de las limitaciones del mito.
Al mismo tiempo, emprende el viaje hacia el tercer milenio, para retratarlo con sus ventajas y desventajas, desde el enfoque de una novelista frustrada, atascada en un empleo mediocre como recepcionista telefónica. Su karma es basado en hechos reales y describe,a grosso modo, su resurrección triunfadora por la vía de emprender la escritura de un blog personal, alrededor de la premisa de cocinar todas las recetas de la Julia de los cincuenta en un año. Una suerte de radiografía de la «Generación Y”, con olor a “fast food” de categoría light. Un régimen “Super Size Me” para ensanchar la dependencia del internet con el monopolio editorial e impreso, del best seller al blockbuster. Un negocio redondo.
A partir de entonces, la mesa queda servida para disfrutar o padecer, según sea el caso, de dos aventuras complementarias saldadas con un final feliz y esperanzador, no exento de paradojas, obstáculos y desafíos irreversibles. Tal como un cuento de hadas posmoderno, de lo indie a lo mainstream, digerido para el estómago sensible de la masa acostumbrada a la dieta de “Ratatouille” y “No Reservations”, en formato VIP, para gente con «clase».
El mercado de la distinción jamás modifica su estándar. En Venezuela, la estrenaron para el mentado público de Todo en Domingo. Caldo de cultivo para consolidar rancias prácticas de discriminación en una sociedad polarizada y dividida por sectores. Así se amplía la brecha entre ricos y pobres.
Sumito y compañía pueden dormir tranquilos. “Julia y Julia” no les va a quitar el pan de la boca, ni el sueño de fama, ni la reducción de hallaca en diciembre. De todos modos, es reveladora la inclinación de la película por una comida más casera que rebuscada. Un reclamo global de Norte a Sur, de Los Ángeles a la Caracas de Alberto Soria, empeñado en reivindicar a la arepa por encima de la hamburguesa, la chatarra, la fotopose y la falsedad de los laboratorios de gastronomía molecular.Por algo será. Por lo pronto, los invitamos a probarla, a deglutirla y a deconstruirla en el foro. Buen provecho.