El río que está antes de la ciudad, por la autopista, se había desbordado y desde 5 kilómetros antes, olía a podrido.
Debido a que el alcohol es el producto de la fermentación del azúcar, a que un montón de animales ahogados tenían exceso de azúcar en su sangre, y a que ambas orillas estaban sembradas con caña de azúcar; el río estaba haciendo un ron explosivo con todo lo que le quedaba al alcance, que quizá después sería bebido por las entidades que gobiernan el mundo, muy por encima de la periódica tragedia humana, mineral, vegetal y animal de su desbordamiento.
El chofer del camión en el que yo iba, hizo pacientemente la cola para entrar a la ciudad, estaba cansado pero sabía esperar y tenía más de 15 años de experiencia en los ritos de admisión a la capital estadal.
No había nacido en ella, como casi todos sus amigos y conocidos, pero había hecho una familia en ella y no se había dejado matar en ninguna de las trampas que alevosamente prepara la ciudad para los descuidados y los campesinos.
Sin embargo tenía ganas de orinar hacía doscientos kilómetros y el orinal más próximo que le gustaba, en la ciudad, quedaba en una construcción al lado de el destino de la carga, Así que usando toda la experiencia adquirida en el arte de adelantar carritos chiquitos mediante el amedrentamiento, por medio de un camión, iba aprovechando cada oportunidad que se le presentaba, para llegar al lugar descarga.
Yo tenía once años, iba de copiloto y también tenía ganas de orinar, pero eso seguramente a nadie le importaría si lo llegara a mencionar, así que iba de lo más tranquilo inmerso en el olor de la pudrición de todo animal y planta que había sido cubierto por el río.
El policía estaba con el corazón henchido de orgullo y la billetera también, pero de dinero obtenido de choferes sin los papeles requeridos, que son muchos y desconocidos para la mayoría de los choferes que nunca han entendido lo que es la ley y sus inescrutables requisitos.
Su jefe el coronel, no se tenía que molestar trabajando duro como él, a él las empresas le mandaban los regalitos en efectivo, junto con las botellas de bebida fina que sabía a madera, pero él tenía que lidiar con los zarrapastrosos de la carretera, que a duras penas podían leer.
Pero él tenía lo que se llama iniciativa, o sea, necesidad juntada con ganas y se llamaba María Ana y esa desgraciada gastaba el dinero como si no valiera nada, pero ese detallito se le perdonaba, porque se ponía muy buena cuando le daba la gana. Y cuando ella decía que necesitaba una falda, había que comprársela y esperar con paciencia y calma, y claro había que tener efectivo para cualquier eventualidad que se presentara.
El chofer tenía un vecino que estaba fascinado con los resultados que había obtenido, en un negocio de exportación, un tío que escribía en inglés y que lo hablaba un poquito. Que le había dado un trabajito muy fácil de vigilar una fábrica de artesanías típicas de los indios que originalmente habitaban la zona donde se fundó la ciudad y sabía que lo que le gustaba más a los gringos estaba escondido adentro de las pirañas disecadas y las maracas típicas marcadas con un hilito rojo.
El vecino podía hablar toda una tarde, sin consultar ninguna fuente, de la agro economía, de las ventajas competitivas, del mono cultivo, de los químicos que expanden la mente y de lo inútil de intervencionismo estatal en la iniciativa privada. Porque sabía guardar silencio cuando su tío hablaba con sus visitas, que eran puras autoridades en fisicoquímica, logística, agricultura, distribución, política, seguridad hemisférica y comercio exterior.
Lo que más le encantaba al vecino era que su tío bebía whiskey del fino y no era mezquino con sus amigos, y lo mejor de todo era que a él también lo llamaba amigo todos los días, cuando le decía que cuidara que no lo interrumpiera nadie, porque iba a hablar con unos amigos. Que tomara lo que necesitase de su colección de armas contemporáneas y vigilara el perímetro. Así que el vecino también inició su colección de armas contemporáneas aprovechando todo descuido que Dios tuvo a bien ocasionarle a su tío.
El vecino se interesó mucho en la seguridad personal del chofer una vez que este le comentó acerca de los peligros de la carretera y le vendió en cómodas cuotas semanales el más liviano y pequeño de los revólveres de su colección.
El chofer aprovechó la oportunidad de armarse que se le presentó, ya que desde niño había querido tener un revolver y nunca había podido y aunque solo había hecho unos pocos tiros de práctica, bastaba el solo hecho de sentirlo en el bolsillo derecho de su pantalón para sentirse protegido ante los peligros de la carretera, la ciudad y el río.
El policía detuvo al autobús, estaba cansado pero seguramente con otros dos choferes más llegaría a su meta, así que esperanzado esperó que el chofer se bajara y le preguntó por el permiso sanitario para circular en inundación.
Ya se lo traigo, dijo el chofer y se subió al camión a buscar el dinero que tenía escondido debajo de su asiento para acelerar procedimientos legales y policiales y ahí fue cuando yo aproveché y me bajé a orinar.
En realidad no le pedí permiso al chofer y me bajé del camión después de él. Era de noche, el barro era negro, yo soy negro, estábamos en un puente embarrado, sobre un río negro, y estaba empezando a llover otra vez. Así que apunté al centro, cerré los ojos y traté de orinar dándole la espalda al camión intentando incrementar la inundación con mi modesto aporte de tres horas de continencia, pero no me salía nada del susto de estar en esa oscuridad tan negra.
Mientras tanto el chofer y el policía discutían acerca de la manera más expedita de acelerar el procedimiento policial, extrajudicialmente.
Estaba en plena faena cuando escuché la detonación y cuando volteé vi que el policía ya no discutía con el chofer.
Estaba muy oscuro, yo había tenido los ojos cerrados mucho rato, el sonido de la caída de algo pesado al río me recordó mi actividad favorita en la piscina, además de eso, no pasó más nada.
El chofer venía un poco pálido, se sorprendió un poco la verme, pero no le importo orinar a mi lado, vi que arrojó algo al río, espero que no haya sido su primer revólver.
Fue esa la primera vez que oriné al lado de alguien mayor, me impresionó su caudal y vigor, creo que esa meada nos hermanó mejor que cualquier juramento o complot.
Abajo el río pasaba igual que ahora continúa pasando, solo que en eso días me parecía más grande y el barro más pesado, y más fuerte el olor a podrido de la inundación, ya que en esos días aun no había adquirido el habito de echar humo hasta por lo oídos.
Antes de llegar a la ciudad hay unos restaurants que son unos palafitos sobre el río, donde venden desde empanadas y café, hasta las creaciones más elaboradas de la culinaria local, como el bagre guisado con arroz y plátano frito y la ensalada de tomate y aguacate. Yo siempre había querido volver, desde una vez que el cardán se salió al frente y tuvimos que parar. Esa vez paramos y además cenamos; cuando pagó, vi que mi tío botó una billetera por una rendija en el piso que daba directo al río.
Creo que el ron producto de la fermentación de esa inundación se ha añejado lo suficiente para ser bebido por las entidades superiores, que con sabiduría manejan el universo y que a nadie le importará en estos momentos saber que yo soy aun sobrino de ese chofer a pesar de que él recién ha abandonado este mundo. Y que estuvimos mucho tiempo muy unidos y compartimos muchas cosas y silencios. Uno de los más insignificantes fue la inundación en la que se ahogó el policía con un tiro en la frente, cuya narración aquí termino.
VABM 20 de noviembre de 2009
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