La Princesa, La Reina, El Sapo, El Príncipe y El Rey
El teléfono de la princesa repicó polifónicamente el croar de la rana negra de Nicaragua cinco veces antes de que ella respondiera la llamada, con su respuesta perfecta para todas las preguntas: ¡Si!
Era un agente literario que la había estado fastidiando, hacía un año, con peticiones de poemas según temas seleccionados con el peor sentido de la oportunidad y del momento histórico que vivimos en estos momentos.
Ella lo oía y lo percibía como un sapo que le pedía poemas navideños cuando ella descifraba el giro del momento entre las sombras y el viento, en una sabana repleta de animales mugrientos y/o pulgosos y/o ponzoñosos.
Poco a poco fue claro para ella, que ese sapo le estaba entregando su visado para la alta cultura de algunos de los hoteles más literarios de Europa.
Lentamente, separados por montones de cables, antenas y satélites, la princesa comenzó a ser una reina que decretaba la intensidad de la verde envidia en la cara de sus amigas, mientras atestiguaba la metamorfosis que hacía florecer una cultura griega y oriental en un agente literario, que además de tener un muy tupido bello pectoral, lucía una ansiosa sonrisa de príncipe sin princesa.
Rápidamente llegaron a un acuerdo: El príncipe y la princesa haría una gira conjunta, no estaban excluidos del trato, los asuntos literarios. Pero eran solo una excusa para estudiar a profundidad otros más directamente relacionados con la comedia de la reproducción humana y el reflejo de sus simulacros en los espejos que habitan algunos techos.
También acordaron escribir a cuatro manos y diez y ocho huecos un poema sobre el eco del deseo, cuando es amortiguado por almohadas de seda y plumón del pecho del pichón del ganso silvestre europeo.
Ambos besaron sus teléfonos cuando terminaron de hablar, completando sus respectivas metamorfosis.
VABM 1-dic-09
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