Yo estaba solo cuando recibí la inesperada noticia de que un amigo mío, de esos que se mantienen desde la infancia, había muerto. Y, solo como me enteré, fui a su funeral en una ciudad lejana a donde mi amigo se había mudado hacían ya varias décadas, y en donde no lo había visitado en poco más de diez años; pero una amistad como la nuestra no se vería afectada por distancias como aquéllas.
Al principio me negaba a consentir lo que se me decía por teléfono –me había llamado su hija, una suerte de ahijada mía– pero tuve que aceptarlo una vez que ella me repitió varias veces la información. De inmediato preparé una maleta con todo lo necesario para algunos días y me fui al aeropuerto; ni siquiera me molesté en dejarle una nota a mi mujer ni a mis hijos, pensando que la urgencia de la muerte era más poderosa que la incertidumbre de mi familia.
Tras varias horas de vuelo llegué en punto para asistir al funeral a la hora que se me había indicado por teléfono. Calculé por un momento el tiempo que me tomaría llegar al cementerio y me di cuenta de que no me alcanzaría para dejar mis cosas en un hotel, por lo que pedí un taxi y fui directamente a la funeraria con todo y mi valija. En el camino le pedí al conductor que se detuviese en una floristería para comprarle un ramo a la fresca tumba de mi amigo. Yo sabía que, si fuera yo mismo el muerto, él haría lo mismo. Compré gran variedad de flores unidas en un extravagante ramo y me monté en el carro pensando que no sería suficiente.
Ya en el cementerio, me sorprendí de la majestuosidad y grandiosidad del edificio en donde se llevaban a cabo los funerales. Era tan alto que ocultaba del sol a ciertas parcelas completas; la estructura en sí misma era maciza, de grueso concreto y con pocas pero grandes ventanas; había un inmenso portal de vidrio en el centro tras el cual podía señalarse el espacioso interior. En la entrada había mucha gente de luto llorando a sus propios muertos, y entre ellos esperaba encontrar a la hija de mi amigo, pero no la vi. Decidí entrar cargando con mi maleta en la mano izquierda y sosteniendo el ramo con la derecha. El interior parecía ser aun más grande que la fachada: a pesar del cemento de las paredes, la luz podía entrar con gran intensidad, permitiéndome ver la innumerable cantidad de nichos a cada lado de un ancho pasillo de mármol negro, cada uno con un velorio en progreso. Como no veía a la familia de mi amigo, decidí acercarme a uno de ellos para averiguar si alguien sabía en dónde estaba su urna.
—Lo siento, no sé de quién me habla—me dijo una triste señora que lloraba en la entrada del primer funeral—. Pregunte aquí al lado a ver si saben algo.
Viendo la tristeza de la mujer que me había hablado, me acerqué a su muerto y me conmovió su visión: no había visto un cadáver maquillado de esa manera en años. Tomé una pequeña flor de mi ramo y la coloqué cuidadosamente entre sus manos enlazadas, derramando una lágrima por aquel lívido desconocido. Fui luego al segundo nicho y le mencioné a un hombre el nombre de mi amigo.
—¿Quién? No, no lo conozco, pero creo que aquí junto está el encargado de información—me respondió con la calma viril de los dolientes. Asimismo, me acerqué al ataúd y dejé una flor –una rosa, esta vez– a la mujer que había muerto allí tan joven.
Continué mi camino de la misma manera y nada que aparecía mi amigo, ni encontré rastro de su familia ni del encargado de información. En cada urna iba dejando una flor, más bella según más me conmoviese el muerto correspondiente, y no me daba cuenta de que me estaba quedando sin ofrendas para mi amigo. Cuando ya había dado toda la vuelta a la funeraria con maleta en mano y me quedaban sólo tres flores, hice mi pregunta de rutina a una muchacha joven que lloraba a su padre.
—Sí sé quién es—me respondió, para mi profundo alivio—, pero él no existe.
—Yo sé que ya no existe, más bien vengo precisamente a visitar su inexistencia—le repuse al momento. Ella se quedó un tiempo pensativa y me señaló al lado con un pañuelo en la cara. Para calmarla, le di una de las rosas que me quedaban y le ofrecí mis condolencias.
Fui al penúltimo nicho como de costumbre, y me acerqué a una anciana que estaba sentada en la cabecera del ataúd de su marido, veterano de guerra. Dejé primero la flor sobre el cuerpo y le pregunté después por mi amigo.
—Cariño—me dijo entre lágrimas—, ese hombre no existe.
—Lo sé, ya me han dicho eso… vengo a visitar su inexistencia.
—No, querido, no me estás entendiendo—dijo con seriedad, secándose la cara con sus manos arrugadas—: ese hombre nunca existió.
Me molesté con la mujer, le grité que era una falta de respeto y me dirigí con mi última flor al último de los velorios, seguro de que allí estaría mi amigo. Pero me equivoqué, pensando que quizá no era en aquel cementerio en donde él sería enterrado. Por no perder el viaje que había hecho por todo el edificio, lancé mi pregunta final a un hombre gordo que estaba recostado de una pared lateral.
—Perdón, ¿y usted quién es?—me dijo. Le respondí con mi nombre e hizo un gesto de saber exactamente lo que estaba sucediendo: yo me emocioné ante aquella leve sonrisa— No, ya entiendo. Lo siento mucho, caballero, pero usted no existe.
El hombre me dio la espalda y salió del compartimiento, seguido de todo el resto de los plañideros. Me quedé con la boca abierta frente a una anciana que yacía en calma en un ataúd que había estado cerrado cuando entré. Vi cómo todos los dolientes de la funeraria pasaban por el nicho compartiendo miradas cómplices entre ellos y hostiles para conmigo, señalándome con los dedos e intercambiando sus lágrimas por crueles carcajadas, haciéndome sentir como el extranjero que realmente era. Lancé mi última rosa al cuerpo frío y me senté junto a él con la cabeza mirando hacia el suelo entre mis manos. Lloré por esa mujer como si fuera mi propio amigo, ahora inexistente, como si la hubiera conocido… como si hubiera sido mi propia madre o mi esposa. Lloré por las flores que le había dado a cada muerto y por la rosa que no me quise quedar ni para mí mismo. Cuando levanté la cabeza me encontré solo en aquel cementerio desconsolado, y vi en un jarrón que yacía como yo junto al ataúd mi ramo entero, como si hubiera sido dejado allí por mí y para mí mismo, para adornar mi estadía por el resto de mi inexistencia. Y me asusté al ver que el ataúd de la anciana desconocida, como yo ahora estaba vacío.
Animus a Nemo,
7 de diciembre de 2009