James Cameron pertenece a una estirpe de realizadores americanos signados por el mito fundacional del cine megalómano, donde el tamaño sí importa y es equivalente a una serie de prácticas industriales asumidas por el sistema de estudios desde el siglo XX: la imparable carrera por la inflación de costos, el derroche hiperconsumista de recursos para justificar una gestión de éxito, la búsqueda depredadora por acrecentar los márgenes de ganancia, la explotación de nuevos mercados, la expansión de las plataformas conquistadas en pasado, la competencia darwinista, el imperialismo cultural y la globalización de las fronteras, sin reparar en límites morales, éticos, estéticos y antropológicos.
De ahí procede, naturalmente, la primera gran contradicción de la película, entre sus medios titánicos y sus fines románticos de reivindicación de la otredad, lo pequeño es hermoso, la comunión con la madre tierra y el paraíso perdido.
En tal sentido, el film puede ser acusado de vehicular una ideología culposa e hipócrita, inherente al credo neoliberal de la libre empresa en sus campañas publicitarias de responsabilidad social.
“Avatar” sería, entonces, la punta de lanza de Hollywood en su proyecto de desligarse, sólo en apariencia, de la filosofía conservadora, tecnocrática, deshumanizada, mecanicista, turbocapitalista y usurera del eje Wall Street-Pentagono-Washighton; una tríada mafiosa sindicada de hundir a la economía de Estados Unidos en la depresión, bajo el mandato fallido y corrompido de George Bush.
Y digo sólo en apariencia, porque en realidad, nada cambia, más allá de una muy buena política demagógica ilustrada a la perfección en la pantalla mundial. Mejor publicidad, imposible.
La meca sigue siendo una fábrica de ilusiones al servicio del vil metal, y ni siquiera el mensaje de conciencia de “Avatar” podrá redimirla de su destino marcado por las corporaciones hegemónicas y monopólicas del gremio.
Hubiese sido interesante estrenar el largo, para deslastrarse del yugo de la Fox y compañía, en beneficio del circuito alternativo. Por desgracia, no es el caso. Por defecto, el lanzamiento de la cinta sabe especular con los deseos reprimidos del colectivo, en un tiempo de crisis, paro y reducción de personal, cuando la gente quiere ver derrotada a su plutocracia semifascista, así sea por dos horas en una sala oscura. Los ingenieros sociales entienden el problema de fondo y lo condensan en 24 cuadros por segundo, a la luz de las expectativas traicionadas del pueblo frente al poder.
Es un clima de descontento y de rabia contra la máquina, paradójicamente instrumentalizado y aprovechado por los responsables directos de la recesión. No en balde, Hollywood cotiza sus acciones en la bolsa de valores, y ambas se llevan el gato al agua, sin dejarle un centavo a sus contribuyentes( los espectadores quienes pagan el precio de la entrada).
Después de todo, la maquiavélica democracia del séptimo arte funciona así. Y no la inventé yo, ni es un producto de mis alucinaciones conspirativas o paranoicas.
Por ello, llama la atención el subtexto de “Avatar”, un alegato a favor de la resistencia de las etnias oprimidas por la bota colonial de un país invasor.
Y no es chiste, es la cruel verdad. Si Chavez viera “Avatar”, pegaría el grito al cielo de la emoción, al identificarse con la gesta heroica de los Navi en su lucha por la soberanía de su territorio. De hecho, casi parece o luce como el subtítulo de “Zamora”: tierra y hombres libres.
En consecuencia, el evidente metamensaje de “Avatar” nos invita a mirarla con cautela, al margen de haber flechado nuestro pequeño corazoncito de comunista utópico. Pero el oficio demanda y exige marcar distancia con el objeto de análisis, por encima de pasiones y entusiasmos epidérmicos de primera vista.
Por ende, continuaré con mi lectura de fondo, en lugar de ceder al chantaje del consenso ecuménico, de la glorificación por la propia glorificación y de la redundancia de la información consagratoria.
Si quieren disfrutar de una interpretación condescendiente, abandonen el artículo de inmediato. Si les interesa cotejar resultados con un punto de vista diferente, alternativo o heterodoxo, los invito a pasar adelante.
En la superficie, “Avatar” se inscribe en una tendencia anglosajona de larga data, la de revisión del fenómeno bélico a través de una infraestructura genérica o transgenérica de último cuño, por el estilo de “Star Wars”, “Apocalipsis Now” y “El Señor de los Añillos”, cuyos dramas se encargan de reescribir la historia en función de los códigos de la tragedia, el western, la ciencia ficción y la épica colosal.
Por ejemplo, “Avatar” recuerda las obras maestras del lejano oeste, en su vertiente “pro-india” a la manera revisionista de “Danza con Lobos”, por citar un caso reciente. A propósito, la crítica gusta calificar de “mea culpas” a dichas expresiones audiovisuales, surgidas al calor del exterminio y segregación de las tribus originarias del norte.
Por lo visto, “Avatar” tiende a cargar con semejante estigma, al decantarse por encumbrar a los llamados “salvajes” en perjuicio de “los civilizados”, justo ahora cuando se invierten los roles para justificar la intervención del medio oriente, a fin de “erradicar la plaga del terrorismo”.
Mutatis mutandis, “Avatar” se concibe para responder a la doctrina Bush, de satanización de la disidencia y de la resistencia violenta.
En efecto, la película proyecta un escenario de guerra asimétrica, donde David vence a Golliat, donde la artillería pesada cae rendida a los pies del guerrero local, armado apenas de su astucia, de su corazón valiente y de su arco y flecha, en una representación diferida e idealizada de una guerra de secesión a muerte. El desenlace es idéntico al de Vietnam, y a su modo, nos prepara ante el inminente anuncio de la retirada de las tropas americanas de suelo iraki.
Aquí, la capacidad alegórica del realizador es acertada y reduccionista a partes iguales. Por un lado, atina en el blanco al radiografiar el esqueleto del nuevo complejo militar industrial, cuya división del trabajo subordina a la ciencia a la tiranía de los intereses comerciales aliados con el andamiaje de destrucción militar, cada vez más limpio, sofisticado, cibernético, burocratizado y corporativizado, en beneficio de las compañías mercenarias del ramo. Todo un autoguiño, un autohomenaje y una autoparodia al clásico del director, “Terminator”.
Por el otro, al cineasta se le escapa de las manos el control de su delirante imaginería barroca, al momento de configurar a sus “personajes positivos”, carentes de malicia. Un ejercito de los cielos y de puros dechados de virtudes, en comunión con la flora y la fauna, cual comuna hippie centralizada alrededor de la paz, el amor y la armonía con el entorno hostil.
Algo difícil de digerir y de aceptar como propuesta de tercer milenio, si consideramos el absurdo de regresar a la tierra, al estado natural, cuando el urbanismo del planeta no sólo es imparable sino preferible a vivir en una selva a merced de enfermedades, plagas y penurias. No lo digo yo. Es una tendencia universal.
Por lo demás, la promesa idílica de Cameron o su plan de salvataje global, despierta innumerables suspicacias, al confrontarse con la siguiente cadena de hechos.
Número uno, el fracaso del socialismo real y su conversión en distopía totalitaria.
Número dos, las visiones pesadillescas de la literatura y el cine, sobre el retorno a la vida en el bosque bucólico de Walden. Léase y véase: “Rebelión en la Granja”, “El Club de la Pelea”, “The Beach”, “Into the Wild”,“El Señor de las Moscas” y “The Mosquito Coast” , todas ellas antítesis de las teorías rousseaunianas y marxistas esgrimidas por Cameron en su caricatura high tech, con enfoque de video game.
Número 3, el triste legado de la guerrilla antes y después de instalarse en el poder. Recuerden Colombia, Perú, Nicaragua ,Cuba y Libia. Por tanto, es lógico mantener reservas a la hora de deglutir el banquete ofrecido por el dueño de los fogones.
Nada extraño viniendo del creador de “Titanic”, con su fardo de lucha de clases. En su descargo, cabe rescatar el empeño del cineasta por invocar el espíritu de la diversidad por medio de un empaque animado, inspirado en el kistch de tradición occidental, en el manga japonés y en el diseño gráfico de orientación anarcopunk.
Se trata de una iconografía sacrílega emblemática de los reciclajes posmodernos, al límite de la cursilería new age de la serie “B”, de “Flash Gordon” a “Barbarella”, con ángeles mesiánicos caídos del cielo, amazonas a caballo y un bestiario fantástico extraído de alguna viñeta de Moebius o Rudi Giger.
De igual modo, el realizador es consecuente con dos de sus obsesiones como narrador: consolidar la imagen de la mujer fuerte de nuestros días como protesta viril a la dominación masculina, e investigar la relación de hombre con la tecnología de punta.
Cameron repite la experiencia con Sigourney Weaver, después colaborar juntos en “Aliens”, mientras aprovecha el físico de Michelle Rodríguez para darle continuidad a su fetiche de Sarah Connor, incorporado por Linda Hamilton.
Por su parte, el arquetipo de la Weaver no esconde su parentesco con la Dian Fossey de “Gorilas en la Niebla”, en cuanto las dos encarnan la seducción de la óptica etnocéntrica por la alteridad absoluta, magnificada con ojos de turista fascinado por la distinción de las especies diferentes. Allá eran los simios del África, acá son los humanoides de una galaxia superior, en un espectro no muy lejano al de películas contemporáneas como “Sector 9” y “Planet 51”.
La luna Pandora resguarda un mineral codiciado por el hombre, y su caja del tesoro se destapa para castigar el pecado de la avaricia, con la fuerza y la energía de un relato bíblico.
En la fábula moral, la conexión de los buenos con su medio ambiente, provoca el milagro de la purificación de la raza durante el combate, al dar al traste con las pretensiones de los villanos de la partida, personificados por un Rambo con señas de identidad neonazi y por un yuppie de corbata, mangas arremangadas y gomina en el cabello, como si fuese el hijo del Gordon Gecko de Oliver Stone. Por cierto, Giovanni Ribisi hizo el mismo papel en la joyita “Boiler Room”.
Por último, el salvador de la patria porta la llama de la esperanza, al garantizar el mestizaje de los clanes en conflicto y el futuro de su especie híbrida en un desenlace catártico, medio predecible. Verbigracia, se le resucita al amparo del típico happy ending, a la zaga del populismo ramplón y folletinesco de “Titanic”.
En paralelo, la mutación del protagonista compendia las reflexiones del autor acerca de la inteligencia artificial, la realidad virtual y el second life, en la era de las comunicaciones multimedia y las redes sociales.
Por lo general, Cameron cumple con esbozar esquemáticamente lo ya planteado por “Matrix”, “Tetsuo”, “Neuromancer”, “Ghost in The Shell”, “A Scanner Darkly”, “Existenz” y “Blade Runner”, aunque aportándole sus dosis personales de investigador en la materia.
Lamentablemente, el maniqueísmo retorna por sus fueros para polarizar la visión del emisor entre dos fracciones antagónicas: la tecnofobia y la tecnofilia. Es decir, la tecnología, según Cameron, no es necesariamente mala o buena. Todo depende de quién haga uso de ella. Asunto discutible, por decir lo menos.
Para culminar, el largometraje cierra con un canto interestelar a la conservación, a la convivencia y a la tolerancia, no sin antes haber pasado por un río de sangre, sudor y lágrimas.
¿Es la violencia y el ojo por ojo una salida legítima para alcanzar la paz?¿Es poco cinematográfico sellar el armisticio con la firma de un tratado de no proliferación?¿Es insólito apostar por un acuerdo negociado?
¿Vale pena tanto sacrificio en vidas?¿Vale la pena tanto dolor?¿Patria, socialismo o muerte, venceremos?¿Son ellos o nosotros?
Por eso, en conclusión, “Avatar” me resulta un arma de doble filo. Un peligroso boomerang capaz de revertirse contra sus propios creadores. Remember Frankestein.
Lo dicho.
Lina Ron, Mario Silva y Eduardo Galeano la aprobarían con gusto, para desgracia de Cameron.
Bin Laden también.
Es el problema de poetizar al sedicioso.
Cuidado la transmiten quemada por Avila Tv.
Es el problema de zanjar la discusión con un golpe de timón.
Es el problema de vender la rebelión como un manual de autoayuda, para naciones y planetas ocupados.
Por lo pronto, el mundo sigue su curso irreversible hacia la nada y el vacío.
Lastimosamente, “Avatar” no podrá hacer nada para conjurarlo. Si acaso, ofrecerá un salvavidas o un colchón de amortiguamiento para sus financistas, de cara a la competencia de youtube, la piratería y el internet.
Otra película grandota para paliar la extinción del negocio de la exhibición.
Por ahora.