En el antiguo edificio de Los Tribunales, en la esquina de Pajaritos, una venganza de un ex científico del IVIC se llevó a cabo. A mediados de los años setenta, el horno microondas enchapado en fórmica y plástico negro, la revolución tecnológica de la hora de la merienda fue convertido en un instrumento capaz de mandar a un empleado público a otra época. A un punto específico de la historia que era marcado cuando este introducía la vianda llena de caraotas y giraba la manilla para indicar los minutos de cocción.
Esta no era como las máquinas de tiempo hollywoodenses. Ah, ah. La opción de viajar al futuro no fue programada. Inteligente maniobra del hombre de ciencias para impedir toparse con el mismo juez, oficinista, secretaria en la nueva sede de la avenida Panteón.
Transcurridos treinta y cuatro años, tres decoradores de Feng shui, Herminia, Iñaki y Mercedes, fueron contratados para remodelar las instalaciones y envolver aquellas oficinas en la llama violeta, percatándose del anacrónico artefacto cuando Iñaki comenzó a jugar con él.
En plena mofa el interiorista de la energía positiva notó una singularidad, aquel asador mecánico que lucía como un féretro tenía nombres de países, ciudades, además de los indefectibles números para poner la hora. Curioso por saber cómo funcionaba esa perola –si es que todavía funcionaba–, rotó como un buen tahúr el anillo metálico, sorteando España: Madrid, 19 minutos, 45 segundos, ciclo de rostizado y, desapareciendo en el acto frente a sus colegas.
Herminia y Mercedes, con el maxilar que les llegaba al rodapié, se estrujaron los ojos incrédulas. ¿Podía ser eso posible? Ambas salieron corriendo y viraron la manija sin ningún éxito, hasta que a Mercedes se le ocurrió seleccionar el mismo país, la misma cantidad de minutos; apareciendo frente a ella su amigo bañado en sudor, tosiendo de tanto correr, porque lo habían confundido con un miembro del maquis en la España de Franco. Era asombroso, ¡aquel armatoste los podía transportar al período cronológico que quisieran!
Mientras Iñaki decidía si tomarse una foto con un terodáctilo, olerle las pelucas a la primer fashion icon: María Antonieta, o colarse en el taller de Da Vinci para develar el misterio de la Mona Lisa, a sus amigas no las tambaleaba la duda.
Ningún episodio de la era humana encandilaba a Herminia. Nada de Stonehenge, Petra, el Coloso de Rodas, impedir que La Malinche le tradujera a Cortés, ella estaba clarísima: le daría vueltas a la manilla sólo para tirarse a Jim Morrison. Aunque fuese un polvo de gallo en el backstage de un antro de mala muerte de California.
En cambio Mercedes —quien tenía controlados su niveles de fósforo y era mucho más tradicionalista—, soñaba con vivir la época dorada de los llanos venezolanos. Ser una Doña Bárbara cabalgando a trote calmado sobre las espigas doradas, en el período donde la modernidad y el tradicionalismo se fundieron con supuesta avenencia.
Entre tanto sus amigas se comían las uñas fantaseando, Iñaki dispuso de nuevo del microondas sin que nadie se diera cuenta, configurando con pulso exaltado: Italia: Florencia, 15 minutos, 03 segundos.
Una nube de monóxido de carbono desapareció y al evaporarse logró verse a sí mismo, y a pesar de la asfixia, vestido como un sirviente en un taller espacioso. Perplejo miró para los lados y en una esquina, al lado de una ventana, atisbó una tabla frágil de madera y sobre ella un óleo en el que un anciano pintaba un paisaje alpino. Alguien llamó a la puerta y Lionardo le gritó, ordenándole que fuera a ver quién era. Iñaki, con unas mallas anaranjadas que le daban comezón y una túnica corta del mismo color amarrada con un cinturón, obedeció en un acto reflejo.
Una mujer de estatura media, cabellera larga, oscura, y su criado, un joven apuesto, entraron al estudio, y si algo hacía que Iñaki se mordiera los labios de puro gozo era un italiano; no en vano se mudó a Santa Mónica durante el mundial Italia ‘90. Da Vinci habló por un rato con la dama, a la que llamó «condesa». Se levantó del asiento, le pidió permiso y se dirigió a la recámara contigua, la del lado izquierdo, para buscarle un velo. Al entrar a la habitación encontró a Iñaki semidesnudo con Giovanni, el escolta de la condesa, mientras la dama, sentada en el sillón, dirigía cómplice su mirada hacia los dos amantes, lo cual hizo brotar de su rostro una complaciente y picaresca sonrisa. Si bien en ese momento el maestro pudo acusar al par de plebeyos de sodomía, le dio por tomar maravillado el pincel y comenzar a pintar el hipnótico gesto de La Gioconda. Luego de terminar el fresco, y como era de esperarse, sacó a Iñaki a patadas.
Amoratado fue traído a tiempo por Herminia, quien impaciente esperaba posar sus manos sobre el Rey Lagarto. Le echó un ojo a su amigo: dos brazos, dos piernas, una nariz. Estaba completo. Se volteó y, ¡zas!, ya estaba en Los Ángeles, 1967.
«You know the day destroys the night / Night divides the day/ Tried to run/ Tried to hide», sonaba en una disco abarrotada de gente, psicodelia y LSD. Pam, Patricia, la zorra con maravilloso corte de pelo de Nico, Janis Japlin, las fans, todas esperaban en la primera fila a que el vocalista de The Doors depusiera el micrófono y bajara de la tarima. Tarde comprendió que había retrocedido cuatro décadas para encontrarse con lo más parecido a su ex marido; sin embargo ella tenía una ventaja: había visto las películas, documentales, leído todos los libros sobre Morrison, por lo que sabía que esa noche él saldría por la puerta trasera.
Se interpuso en su camino, lo haló por la camisa y descendió el cierre de ese endemoniado pantalón de cuero negro. Enredada en el falo, los besos y cabellos del poeta rebelde sintió tocar el cielo; fue eso o el viaje de ácidos que estaba atravesando.
Abrochándose el sostén y viendo como corría un grupo de caballos púrpuras en la tormenta, fue conducida de regreso por Mercedes, quien en su afán por manipular el horno no se percató de que había marcado: Venezuela: Barinas, 19 minutos, 54 segundos, en vez de Barinas, 19 minutos, 45 segundos; yendo directo a Sabaneta.
Nada de cielo rosado, osos hormigueros, apenas una casa modesta rodeada de monte. Una cándida señora con vestido por debajo de las rodillas y cabello negro ondulado partido de lado, le abrió la puerta y le pidió que pasara. Se llamaba Rosa Inés y creía que ella era la muchacha que recomendó Misia Matilda para cuidar a sus nietos mientras ella iba al mercado a comprar las legumbres. Mercedes, para no delatarse, no pronunció palabra, sólo asintió con la cabeza.
«Son dos lochas por hora», le dijo la doña antes de pisar calle.
El más pequeño era esquelético y con una incipiente burbujita que no tenía sentido alguno en su frente, no cabía duda de que el nieto de la señora era el niño más feo que Mercedes había visto en su vida. Pero ya va, pensar así era malo; incluso en otros tiempos. ¿Qué clase de católica que le metía al feng shui era ella? «¡A abrir esos chakras! ¡Todo es cuestión de percepción y de luz. Y aquí está oscuro!», se decía ella, sólo que el agñá chakrá lo tenía tapado, o se lo tapó la criatura cuando reventó a llorar; cuando separó colérico sus labios obesos porque un hipo lo estaba importunando.
Con tal de no ser testigo de esa monstruosidad, arrancó de su blusa un hilo colorado y se lo puso en la frente. No dejó de sorprenderle el resultado; Huguito no sólo había cesado el escándalo, también como que le lucía el rojo.
Semidormido, colocó al chiquillo en la cuna y salió a contemplar el paisaje, el estilo de vida de la gente, lamentablemente en el descuido el niño se despertó y se cayó de la cuna, clavando la cabeza en una ponchera de peltre. La doña llegó justo en ese instante y al ver a su nieto aturdido, que de su mollera salía un chichón gigantesco, que más que chichón parecía el cuerno de un unicornio, soltó las bolsas llenas de verduras y miró a Mercedes con furia. Mercedes dio tres pasos atrás y una nube de carbono con chispas la desvaneció para su suerte, trayéndola de nuevo al antiguo edificio de Los Tribunales. El viejo microondas había explotado por el exceso de uso.
A la mañana siguiente, después de jurar no revelarle a nadie la experiencia, Herminia tuvo que vérselas con el análisis antidopaje de su grupo de gimnasia. No hubo persona que orinara en ese frasquito por ella. Iñaki se reía a carcajadas de las disparatadas hipótesis en torno a la sonrisa de la Mona Lisa, y Mercedes tomaba un bien merecido descanso, recostada en su sofá, viendo televisión:
—¡Patria, socialismo o muerte! ¡Venceremos!
– ¡Jesús, María y José! ¡¿Qué hice?!
Imagen: Afrum (White), de James Turrell.