La tripulación no estaba convencida de levar anclas, pero el gesto temerario del oficial de mando y su aguileña mirada que no se despegaba del negro horizonte, hicieron que el almirante Cabello diera la orden de zarpar. La verdad todos creían que al hombre se le habían corrido las tejas dieciséis años atrás, cuando hundió el primer barco y salió a enconcharse en el camarote. A partir de entonces en el puerto circularon todo tipo de rumores, desde un complejo de Tritón hasta el llanto desolado de sus hombres frente al tarro de cerveza, al saber que un delfín, de esos amistosos y fastidiosos que persiguen ferries en la isla de Margarita, fue quien salvó y trajo al Capitán Hugo de vuelta a tierra. Rumores o no, la Balandra Revolucionaria desamarraba una vez más bajo rayos y gotas inmensas su cadena del muelle, mientras los costeños, seguros en sus casas, ligaban con cada sacudir de pañuelos que el rey del naufragio regresara al fin cargado con los tesoros, alimentos y enseres prometidos.
La Balandra Revolucionaria no era más que una chalana con aparejo, timón, una flota de doce oficiales; un cañón oculto, guacales por bodegas y la altivez del junco de Zheng He. Era la expedición venezolana que había recorrido más millas en toda su historia. Se hizo a la mar en diciembre de 1998 y en sus quillas se denotaban las más fascinantes aventuras.
Bajo el mando de la nave estaba el Capitán Hugo vestido con un recio uniforme de terciopelo escarlata. Lo acompañaban el almirante Cabello, el vicealmirante Rodríguez Chacín, el contralmirante Chacón, los tenientes Ramírez, Carreño, Maduro; subtenientes Varela, Barreto, Bernal, Lara, Lucena y el cadete Silva.
Iban todos apretujados, esperando atentos las instrucciones de aquel hombre adherido al timón, de aquella efigie que acarreaba juramentos y que al voltearse, desvelaba en su frente una deformación cutánea y rugosa, que a la luz de la luna alumbraba más que un candil.
—¡Marinos! ¡Seguiremos la Ruta de la Empanada!
— Muy acertada decisión mi capitán, porque en los guacales no se consigue carne —certificó el teniente Carreño—. Si también pudiéramos seguir la Ruta del Pollo, la Leche, el Azúcar; la gente del puerto lo recibiría con los brazos abiertos.
— Yo no sé, yo voto por la del Turpial. ¡Es que es amarillita con negra! ¡Preciosa! —interrumpió el subteniente Lara.
— Nada de eso —respondió el lobo de mar—. Anoche tuve una visión. En mi sueño era un humilde camarón y Poseidón me pedía que subiera a su tridente. Sobre sus caballos blancos cabalgábamos olas, señalándome el rumbo a seguir. Cuando me bajó de su cetro y mis diminutas patas se asentaron en la arena, me ensanché y mi cuerpo se convirtió mitad hombre, mitad pez. Lo vi. Lo vi. ¡Ése es el camino! ¡Poseidón está con nosotros!
Un súbito silencio se adueñó de la chalana. Lo marineros estupefactos, inmóviles se miraban los unos a los otros, forjando una sonrisa servicial, al unísono que entre dientes y con los ojos brotados se decían:
— Sácame a Poseidón pa’ darle un besito.
— Si pregunta, se acabaron las hojas de coca.
— ¡Este viaje nos llenará de glorias! —continuaba el discurso con su acalorado verbo, el capitán—. Recuerden que a nuestro lado también reposa el coraje de Arturo Prat Chacón.
— ¿Pero ése no fue quién peleó en la Guerra del Pacífico? —inquirió el almirante Cabello.
— ¿Fue ese? Bueno, entonces nos escolta el arrojo, la osadía del Leander.
— ¿Pero el barco de Miranda no salió de Nueva York e iba lleno de doscientos gringos?
— ¿Ustedes han visto?, ahora según el almirante Diosdado a mi lado no está el espíritu de ningún sudamericano aguerrido y revolucionario.
— Mi capitán, si quiere le pide al vicealmirante Rodríguez Chacín que le preste el ánimo de la embarcación de reconocimiento de El Amparo — replicó burlón el subteniente Barreto.
— ¡Ramón! ¡Chico, no seas rencoroso! ¿No ves que te están echando broma? ¡Suelta esa pistola!
Calmado el vicealmirante, la Balandra Revolucionaria siguió su curso sobre las furiosas aguas del Cordonazo de San Francisco. Quedaba una vez más claro que en las premoniciones del capitán no aparecía el Observatorio Cajigal.
La tempestad iba mellando poco a poco en el ánimo de la tripulación, mientras que en el puerto, la población al saber la noticia, se preguntaban el por qué, ¿por qué mientras los demás buques surcaban mares apacibles, encallaban en playas paradisíacas, en muelles atestados de comercios, abiertos a la compraventa, el de ellos siempre tenía que ir derecho al tifón? Por qué siempre ese designio.
Mientras tanto, sobre la cubierta, todos trabajaban para mantener la Balandra a flote; aferrándose a la idea de que pronto pasaría el temporal –o rezándole a los nuevos billetes del Indio Guaicaipuro, Negro Primero, por si acaso–. Lamentablemente las olas se iban elevando cada vez más y por los intersticios de la proa comenzaba a filtrarse el agua. Toda la tropa corrió a tomar sus posiciones, pero un buen número, misteriosamente se concentró en el estribor.
— ¡Capitán! —bramó repentinamente el cadete Silva, mostrando los treinta y dos dientes—. ¡Hallé un refugio! ¡Tenemos escotilla!
— ¿Cómo, si la excelsa Balandra Revolucionaria solo tiene una cubierta? —expresaba la hinchada figura carmesí, despegando por primera vez sus pupilas de los confines náuticos—. ¡Imbécil, es un hueco! ¡Se hunde el barco! ¿Desde hace cuánto estaba ese hueco ahí, Cabello? ¿Ah, Carreño? ¿Y tú cuántas cubetas de agua habías sacado Chacón? ¡Poseidón mesmo! ¡Exijo un reporte de la situación!
Con cuaderno en mano se apersonó en un abrir y cerrar de ojos el Vicealmirante Cabello.
— Hay dos noticias, una buena y una mala. ¿Cuál quiere escuchar primero?
— ¡La que sea!
— Bueno, la mala es que nos estamos hundiendo. La buena es que tenemos suficiente combustible como para hundirnos veinte veces más.
— ¡La Balandra Revolucionaria es invencible! ¡No ha nacido palito de agua que la abata! ¡Marinos, tenemos que capear la borrasca! ¡Maduro, ve la dirección de la aguja náutica y escoge el curso a seguir!
El teniente obedeció sin pensarlo y se paró al frente de la bitácora. Observó con detalle el curioso tronco, la brújula parecida a una olla de presión, la cosita que tenía adentro. Apretó botones, intentó darle vueltas a las pelotas de hierro, pero nada de nada.
— Capitán, disculpe que lo interrumpa, pero, ¿usted no sabe que el toche este lo único que entiende son de cauchos, semáforos y las paradas de Altamira y C.C.C.T? —dijo cayéndole a bofetadas al teniente Maduro, la teniente Varela.
— ¡Nos vamos a morir! ¡Nos vamos a morir! ¡Cardenal Castillo Lara, Club Hebraica de Caracas, estatua de María Lionza, todo fue echando broma! —gritaba fuera de sí el subteniente Lara.
— Teniente Lucena — demandaba el teniente Ramírez en medio de la confusión y el griterío—. ¿En qué guacal están los salvavidas? ¡Saque los chalecos salvavidas! ¡Lucena!
— Olvídelo teniente, ella no se lo va a poner hasta que el capitán lo haga. El capitán muere con su barco y la que lleva los cuadernos de cálculo y trazados de posición — pronunció persignándose el teniente Carreño.
— ¡Dastren doz tanquez! —gritaba por su parte, desesperado el contralmirante Chacón.
El subteniente Barreto, encargado de la operación, corría de proa a popa, llevándose las manos a la cabeza sin saber qué hacer.
— ¡Dastra dos tanquez!!!!!!!!!
Mirando el subteniente Bernal al confundido navgante.
— ¿Erez zodo, bruto, ademaz de godo? ¿No entiendez? ¡Qué dastres dos tanquez!!!
A punto de agarrar escondido una de las defensas que estaban guindando, lanzarse al agua, flotar sobre ella y así salvar su vida, el subteniente Barreto se paralizó al sentir la luz de un barco de gigantescas proporciones iluminar su carnosa anatomía.
— ¡Un corsario imperialista se avecina!
Se trataba del buque de guerra «Exxon Mobil Mister Danger», archienemigo, sabido mercenario que venía a cobrarle cuentas a la Balandra.
— ¡Tropa, tenemos que resistir! —clamó a todo pulmón el Capitán Hugo, mientras Barreto cual sirena ya chapoteaba en el mar.
El navío lentamente se fue acercando. Todos abrazados cerraron los ojos esperando desesperanzados la colisión, todos menos el Capitán Hugo, quien con fósforo en mano para el mechero del cañón y parado heroicamente sobre el espolón, recordó su sueño con Poseidón y sus antenas de camarón.
Texto publicado por Irina López el 18 de marzo de 2008 en La tierra del cacao.