“I see in Fight Club the strongest
and smartest men who’ve ever lived.
I see all this potential.
And I see it squandered.
Goddamn it, an entire generation pumping gas.
Waiting tables.
Slaves with white collars.
Advertising has us chasing cars and clothes.
Working jobs we hate
so we can buy shit we don’t need.
We’re the middle children of history.
No purpose or place.
We have no Great War.
No Great Depression.
Our great war is a spiritual war.
Our great depression is our lives.
We’ve all been raised on television to believe
that one day we’d be millionaires and movie gods and rock stars.
But we won’t.
We’re slowly learning that fact.
And we’re very, very pissed off.
– First rule of Fight Club is…”
Leí por ahí en un tumblrlog que somos una generación arruinada –somos, dígase quienes nacimos en los 80s, y estamos entrando en la mal llamada adultez o ya entramos de lleno al rollo del quince y último-, y que en particular esta generación enfrenta la ruina en Venezuela debido a la política de estado que termina por coartar de manera progresiva nuestras oportunidades de prosperidad, de autonomía e independencia económica e ideológica.
No puedo evitar estar de acuerdo, aunque no sólo lo llevo a lo local, a lo particular –a mi propia pelazón por así decirlo- sino que veo que los diferentes estados y sus mecanismos de control social tienen un eje común, el de esclavizar a la fuerza laboral actual y futura. Ya sea por medio de un sistema de dependencia económica en un ciclo de consumo y explotación que –como hemos comprobado estos últimos años- termina limitándonos de tal manera a la vez que nos exige e impone estándares inalcanzables, que acaba con su propia calidad de sostenible, al recortar la inversión y remuneración pero al encarecer la supervivencia hasta que lleva a su propia fuerza propulsora a la ruina, nos lleva a la ruina.
O los estados controladores que mantienen cierto grado de estabilidad al controlar cuanto aspecto de la vida de sus ciudadanos crean pertinente, limitan las libertades personales, la participación política, el cuestionamiento de sus acciones, todo en nombre del progreso, y que, al fallar, echan la culpa a cualquier factor foráneo, a la inmigración –que es parte importante de su fuerza laboral-, a lo intercultural, al mélange racial, etc. Y así desvían la mirada acusadora de los pocos responsables en el poder y canalizan la animosidad hacia cualquier minoría –racial, cultural o ideológica-, promueven el odio y perpetúan su dominio.
O bueno, como en nuestro caso, en el que el estado mantiene un fin utópico político y social que parece no incluir a la sociedad actual, que de manera progresiva convierte aspectos básicos y críticos de la calidad de vida en dispensables, todo en pro de ese fin último, ese estado de conciencia que olvida fomentar en lugar de imponer. No hay fin que justifique cualquier medio, pero el camino que hemos tomado parece indicar lo contrario; esto sumado a la falta de coherencia entre discurso y acción que nos hace dudar de que ese fin utópico, ese ideal sea sincero, por lo que todo lo que podemos perder en el camino se vuelve injustificable.
Todo parece indicar que nuestra sentencia es la de la dependencia, ya sea por la deformación de valores y prioridades producto de la cultura de consumo que nos condena a una existencia de aceptar menos de lo que merecemos para costear todo lo que no necesitamos y no podemos pagar; o por la coacción de toda insurgencia, búsqueda de alternativa y propuesta de cambio por medio de la ilusión de estabilidad y seguridad, el autoritarismo de un sistema punitivo o la aniquilación de cualquier medio para activar el cambio.
Así que como lo veo nuestro exterminio no es total, sino ideológico. Las armas con las que nos someten no son necesariamente de fuego sino de miedo, dependencia y mercadeo. No necesitan acabar con nosotros, sino con nuestra facultad de escoger, decidir y juzgar.