¿La segunda “Punto de Quiebra” para Kathryn Bigelow? Es posible. Como aquella, “Hurt Locker” se adentra en una pequeña tribu misógina de “adrenaline junkies”, donde la acción viene a compensar las carencias de una vida miserable y sin sentido.
En una era el surf como antídoto a “La Nausea” y como escape a “El Ser y La Nada”. Muchos encontramos un norte y un consuelo en ella, a principios de los noventa, cuando las ideologías duras habían sido vencidas por la comodidad consumista del fin de la historia. Involuntariamente, fuimos arropados por la ola del deporte extremo, para superar así el miedo al abismo dejado por la muerte de las utopías, los grandes relatos y los proyectos de la modernidad. Sólo la ilusión en el verano por siempre, en descubrir la playa perfecta, en agarrar la marea del año, nos mantenía con esperanzas, aferrados a la tabla de la redención.
En la otra, versión mejorada y post 11-S de la anterior, es ahora y también el “Juego Macabro” con la muerte, asumido como un estilo de vida, para llenar el vacío de la existencia. La única diferencia es el contexto, la época y la realidad del protagonista.
A su modo, el Body de la primera, interpretado por un magistral Patrick Swayze en el papel clave de su carrera, gozaba de plena libertad de vuelo y experimentación en su mundo de emociones efímeras, egocentrismos vanos, paraísos artificiales y fantasías empaquetadas.
Por desgracia, el protagonista de la segunda carece de semejante privilegio, porque vive atado y preso a la lógica carcelaria y cuartelera de la burocracia militar, cuyo régimen lo constriñe y reprime de pies y manos, al convertirlo en una ficha o en un peón del ajedrez bélico del complejo industrial de la nueva guerra corporativizada. Lo visten con una camisa de fuerza, lo vigilan con fusiles de alto calibre y lo alimentan con un cordón umbilical. Se parece al empleado de la Nasa de “Moon” y “2001”, conservado en una incubadora del tamaño de una base de operaciones. Realidad virtual de una esfera de simulacros.
De hecho, él es como el último mohicano de la raza comanche y nómada del Body de “Punto de Quiebra”(arquetipo del rebelde sin causa), ya deglutido por las fauces del sistema. Con la edad, pasa del sueño americano por atajar y escalar la máxima montaña de agua, a sortear la triste realidad de eludir la muerte en un oficio miserable de mínimo reconocimiento social.
Es interesante la evolución del entorno geopolítico del personaje, pues derivamos del espacio idílico del océano, a la zona de inseguridad del desierto de Irak, proyección de las peores pesadillas de la civilización occidental, desde el Conrad de “El Corazón de las Tinieblas” hasta el “Apocalipsis Now” de los hijos independientes de Coppola, como el Sam Mendes de “Jarhed” y la propia K. Bigelow de “The Hurt Locker”.
En efecto, el retrato de Bagdad, según la realizadora, refuerza el cliché etnocéntrico del cine de trincheras, al dibujar el terreno enemigo como una antesala al infierno del Dante, con ecos de la poética polvorienta, sudorosa, árida y estéril del western crepuscular a cielo abierto.
Por ende, el film adopta la mirada del forastero, del invasor, del conquistador y del vaquero en pueblo fantasma, para narrar la clásica y típica historia del enfrentamiento del antihéroe individualista, del jinete pálido, ante las trampas, ataques y amenazas de la resistencia invisible o del espectro del terrorismo reencarnado en el estereotipo del fanático árabe, fase superior del indio y del esclavo reducido a la condición de caricatura deshumanizada.
En dicho orden de ideas, la cinta, de verdad, peca de superficial, aporta poco y se alinea con el discurso binario de la seguridad nacional, representado por largometrajes banales pero sintomáticos de la era Reagan como “Depredador” y “Rambo”, más allá de los complejos de mea culpa a la zaga de “Pelotón” y “Nacido el Cuatro de Julio”. Victimismo de metralleta y culatazo a lo Oliver Stone.
En todas reina y domina la negación absoluta de la otredad y la alteridad, al despojarla de identidad, razón, cultura y justificación. En “Hurt Locker”, por ejemplo, los bárbaros quedan comprimidos en un fresco de trazo grueso, en un círculo vicioso de brocha gorda, salvo por la inclusión de dos o tres pinceladas de un matiz diferente a la paleta monocolor o maniquea del guión. Específicamente, volvemos a las fotos fijas del profesor, del intelectual del medio oriente(aunque sospechoso), y del niño fascinado por el aura mediática del ocupante, destinado y predigerido para poner en evidencia el buen corazón del soldado. Una carnada sentimental, un chantaje emotivo omnipresente en la memoria del relato imperial. El patriarca John Wayne adoraba hacer de padre sustituto o adoptivo de los chicos abandonados por el tercer mundo o por el pueblo adversario, de la época del llanero solitario a su madurez como boina verde en Vietnam. Allí tampoco faltaba la presencia de un perrito a salvar de las garras del villano desalmado.
Por cierto,el perro sintetizaba la máxima fantasía de sumisión colonial. Y de regreso a casa, ocurría lo mismo, cuando la mujer aguardaba resignada la llegada del hombre fuerte, quien retornaba para recargar baterías, con la meta de reiniciar y rematar su faena inconclusa.
En cierta forma, “The Hurt Locker” reproduce el modelo antes citado, aunque lo pretende superar con dosis de nihilismo, escepticismo, pesimismo y melancolía general. Aquí la mujer sigue siendo un mal necesario, una carga, una ausencia, un marco para el lucimiento de la filosofía y la tesis del descontento masculino en estado de crisis.
Extrañamos la profundidad y la densidad psicológica, para con las representantes del sexo femenino y para con los emblemas de la alteridad, de Terence Mallick, Clint Eastwood y James Cameron, empeñados en contar la guerra a través del filtro y el compromiso de la diversidad. En “Hurt Locker” añoramos la visión descentrada y multipolar de “Avatar”.
De seguro, la idea de la directora consistía en delimitar su campo de acción, a un grupo de élite y de vanguardia de uniformados desesperados.Por consiguiente, cabe la comparación con la oscuridad misógina de Kubrick en “Full Metal Jacket”. Sea o no sea consciente la decisión, es válida la crítica a la desproporción de las cargas, así como es legítima la opción autoral de radiografiar y deconstruir al machismo en un laboratorio audiovisual de naturalización de la hiperviolencia radical, de lado y lado.
Parte de ello lo capturamos como rudo ambiente de fondo en “Hurt Locker”, a partir de un enfoque documental, no exento de cinismo e ironía. La estética de reportaje verité, a cámara en mano, gobierna la puesta en escena de facto, para adecuarse a los criterios narrativos de la no ficción hegemónica en boga.
En paralelo y en escala, “Hurt Locker” se sitúa por debajo de “Redacted”, obra maestra de su tiempo, y se establece por encima de las piezas fallidas de la gestión de Bush y Karl Rove en la meca. La película de Bigelow se emplazaría en un ámbito intermedio, a camino entre el pasado reciente del partido republicano y el presente de la administración demócrata. De ganar en el Oscar, será el reflejo, el espejo ideal de la ambigua transición de Obama, un rato con la promesa del retiro de tropas y luego una etapa con el mandato firme de barrer el piso con los talibanes de Afganistán.La imagen del desenlace es alusiva al respecto.
Todavía Hollywood nos debe la película definitiva sobre Irak. Hasta ahora el documental Norteaméricano supera, con creces, las expectativas traicionadas y abandonadas por el melodrama industrial de miras telescópicas, dunas,uranio empobrecido y balazos. Verbigracia, véase cualquier trabajo de Robert Greenwald y después hablamos de rigurosidad histórica.
No obstante, celebramos de “Hurt Locker” su coraje para desarrollar una trama implacable de completa vigencia. De ella se rescata su soberbio entramado argumental, su brillante manejo del suspenso a lo Alfred Hitchcock( con todo y su teoría del McGuffin), su desoladora belleza plástica, y su enorme capacidad para la metáfora. Difícil conseguir una joya tan polisémica y enigmática en la cartelera de hoy. De ahí su trascendencia y relevancia, a pesar de sus imprecisiones e imperfecciones.
Total, preferimos apreciarla por su capacidad para dejarnos en el sitio, con un desenlace devastador por su carácter cíclico, abierto y desconcertante. Cero happy ending para el regocijo de la platea.
La enriquecida semiótica de la película abre el debate para la libre interpretación de la figura trágica de un astronauta de “Planeta 51”, embutido en una “Escafandra y La Mariposa”, a merced de una espeluznante dinámica de supervivencia darwinista, propia de una versión extrema de un reality show, tipo “Survivor”, o de una película de terror gore como “Saw”, donde la única alternativa es o morir o matar para continuar en la competencia, en el circo romano. De “Nacidos para Matar” hemos devenido en adictos a la guerra. Una droga como la heroína de “Trainspoiting”, para compensar el hastío de los yonquis asqueados del sueño americano. Vaya paradoja. “Hurt Locker” nos confronta con un dilema complicado: escoger entre “Zombieland” y la tierra de los muertes vivientes de Bagdad. Dos parques temáticos del horror, el pánico, la esquizofrenia, la psicopatía, la paranoia y la ausencia de futuro. Es el éxtasis, es el estallido creativo de la filosofía anarcopunk. Imposible mejor resumen de la deshumanización contemporánea, del vértigo global y del vacío posmoderno, al borde de la implosión.
El Kamikaze de “Hurt Locker” desactiva bombas de tiempo, por oficio, y su ambiente laboral se circunscribe a un desierto minado, compartido con mercenarios, asesinos a sueldo, comandantes alienados e insurgentes arropados con dinamita. Como consuelo, hay un “Club de la Pelea”, alcohol, video games de destrucción masiva, amistades circunstanciales y conversaciones de sordos. Nadie sabe, nadie comprende, a ciencia cierta, por qué perdura la guerra y por qué terminaron allí.
En el diálogo cumbre de la incomunicación general, nos identificamos con la decepción y la frustración de un “marine” afroamericano, mientras reconfirmamos la sospecha del extravío del protagonista, quien luce como un joven ingenuo y perdido en un laberinto de Van Sant. “Hurt Locker” es como un “Elephant” no en ralenti, sino a propulsión a chorro.
A propósito, revisamos la teoría de Oliver Mongin en su ensayo sobre las pasiones democráticas,”El Miedo al Vacío”, reconocido por estudiar y analizar el cine posmoderno a la luz del caos y el desorden del progreso. Con una de sus frases para el recuerdo, cerramos la rueda por hoy:
Más profundamente el desierto representa un mundo utópico, ningún lugar, mundo de ninguna parte, aquello que celebra un escritor como Le Clezio.Pero la utopía produce un gran fuego, tiene la vitalidad necesaria como para convertirse en un infierno: en efecto, el desierto evoca un caminar infinito, la travesía que no conoce ni origen ni fin, ni comienzo, ni llegada.