Éramos el combustible de la máquina trituradora de hombres, aquella que devora almas para producir juguetes, baratijas e inútiles innovaciones tecnológicas. Aprovechamos la explosión del consumo para apilar capas de grasa alrededor de nuestras cinturas y convertir nuestros niños en paranoicos obsesos por la vida de la estrella de turno.
Nuestros padres bajaron del ascensor social con títulos universitarios, créditos inmobiliarios y un frigorífico repleto de embutidos importados. Revelaron un horizonte infinito ante nuestros ojos, ilimitadas posibilidades de superar nuestra condición de aborto a través del estudio, la creación o los negocios.
Luego llegó la política y lo destruyó todo.
Se filtró, con su manto de podredumbre y traición, por las rendijas de las puertas. Se arrastró por el suelo de las casas, trepó los muros y se deslizó por las cabezas hasta infectar los oídos de las personas. La comezón se convirtió en ardor; bocas que se torcían para llenarse de insultos que volaban junto a las gotas de saliva encima de la mesa familiar.
El legado de nuestros padres se hizo añicos en menos de una década.
Los políticos de todas las tendencias eructaron plácidamente antes de limpiarse los dientes con nuestros diplomas universitarios. Sólo aquellos que besan el anillo pueden salir a la superficie a respirar. Las nalgas obesas aplastaron nuestros proyectos, ahogando el grito de una generación que sólo aspiraba a publicar sus libros, rodar sus películas y exponer sus fotos, como lo hiciera la anterior. Los comercios se derrumbaron, los negocios familiares sintieron cómo las bases cedían ante el constante roer de los dientecillos de la inflación.
Somos vagabundos. Somos sobrevivientes. Somos los incrédulos que abrazamos los ideales de nuestros padres y vimos cómo un puñado de oportunistas estrangulaba nuestros sueños hasta convertirlos en polvo.
Somos los mesoneros de Europa, Estados Unidos y Oceanía. Somos putas que nos vendemos por un crédito estable y un automóvil último modelo. Somos los que dejamos de pensar en nosotros para pensar en mí. Somos el público pasivo de la crucifixión de nuestras esperanzas.
Observamos cómo todos nuestros ídolos fueron traicionados por sus pies de barro y estallaron frente a nuestros cansados ojos.
No tenemos proyecto que defender. No tenemos ideal que honrar. Somos la generación estafada, engañada, presa en el círculo vicioso de la decepción. Nuestra historia es la historia de los fracasos humanos: muros que caen para construir otros más prominentes, Estados que niegan nuestra libertad todos los días, leyes económicas injustas e incomprensibles.
No nos levantaremos de las cenizas simplemente porque no tenemos nada por lo cual luchar. Solamente seremos los testigos de esta debacle. Sólo queremos verlo todo venirse abajo, ver su puto mundo resquebrajarse como la galleta de nuestros sueños entre las manos de los políticos.
Burn, Babylon, Burn…