A la novena hora con quince minutos de la noche, seríamos arrastrados a la marcha trepidante del juicio final. De repente, en el escenario aparecerían los cuatro jinetes del Apocalipsis: la guerra, la victoria, el hambre y la muerte. La potencia rítmica que no parecía ser de este mundo arrancaría, sin aspavientos, un furioso alarido que aún resuena en nuestras almas. “Que así se escriba / que así se haga / fui enviado aquí por el elegido para matar el primogénito del faraón / Soy la muerte sigilosa”. Sin piedad, sin escrúpulos. Las antorchas iluminan el escalofriante patíbulo. 30 mil personas, convertidos en vasallos de la muerte, alzaban sus brazos como hachas inclementes. El sacrificio se alzaba con la estrofa: “Muere por mi mano/ Me arrastro por esta tierra / Matando al primer hombre que nació”. Partícipes del asesinato, aclamábamos el final proscrito. Gustosos, nos sumergimos en la danza de la destrucción: “¡Die!, ¡Die!, ¡Die!, ¡Die!”. No hay escapatoria para el condenado. El tiempo se detiene. Se nos venía el final con el estribillo maldito: “Yo / controlo el aire de la medianoche, el destructor / Nacido /Pronto estaré allí, masa mortal / Yo / Me arrastro por los escalones y el piso, oscuridad / Sangre / Puerta pintada con sangre de corderos, que pasaré”. Ante nosotros se erigía el templo del dolor: Metallica. Hecho el sortilegio iniciático, sólo una pregunta lograba escaparse en aquella oscuridad: ¿seríamos capaces de sobrevivir al magnetismo de la muerte?
A la espera de la maldad
Hubimos de esperar once años para disfrutar, nuevamente y entre nosotros, a una de las bandas más trascendentales de la historia del rock mundial. Una espera encomiable que fue amortiguada día tras día, desde aquel 4 de mayo de 1999 cuando hicieron estallar la cúpula del Poliedro de Caracas. Frente a la demora de Metallica, tres cosas son importantes a la hora de valorar la paciencia del público venezolano hasta este 12/3/2010: primero, el peso imborrable de esta agrupación en el amplio espectro del heavy metal; segundo, la evolución musical que ha experimentado en los últimos años (casi llevándola al borde de la extinción); y tercero, la captación de nuevas generaciones de seguidores, sin los cuales no hubiese sido posible la revaloración no sólo de sus ya clásicos discos, sino de todo el imaginario existencial de maldad y oscurantismo que expresan sus líricas. Creemos que es ese carácter de banda clásica lo que le da a Metallica el botón de no retorno a aquel sujeto, que por cosas del destino, se asoma a su música.
Bastaba con estar en la interminable cola en los espacios de La Rinconada para comprobar los matices generacionales de los asistentes. Llegada la noche del juicio final no había otra salida que asumir los últimos trazos de la espera con la alegría redimida. Ni el inclemente calor, ni el hambre, ni el cansancio, ni algún altercado con un presunto “coleado”, ni mucho menos cualquier abuso del personal de seguridad: nada podía hacernos flaquear en la tarea de vivir en carne propia los dictámenes del desastre. Pero aún más: hasta los propios fanáticos, entre toda la desesperación que significaba tener sed en aquella rambla de tierra a las afueras del recinto, celebrarían el hecho de que la ballena -vehículo blindado de la Policía Metropolitana- esparciera chorros de agua para refrescar la tensa espera.
Luego de ingresar al campo pasadas las cuatro de la tarde y de esperar más de tres horas ante la enorme tarima de 18 metros de altura, el metal empezaría a retumbar la tierra indefensa a las siete de la noche. Por Venezuela, la agrupación Dischord ofreció su energía al público con un set de cinco temas, dejando una grata impresión en los miles de presentes. Sin embargo, la confirmación de que lo sobrenatural estaría a punto de comenzar se manifestaría media hora después: una llovizna premonitoria caería sobre el campo y parecía que ardíamos, de momento, en el azufre luciferino. Aún así, vendría Mastodom -banda norteamericana que acompaña a los cuatro jinetes oscuros en el Word Magnetic Tour- a brindarnos siete temas de un metal potente pero no tan llamativo como el de los criollos de Dischord. Cuando en las pantallas empezaban a mostrar el extracto del film El bueno, el malo y el feo de Ennio Morricone con la pieza The Ectasy of Gold, todos los espectadores teníamos la convicción de que los heraldos negros estaban listos para la destrucción. En un segundo, ya todo ardía en llamas.
Imantados por la muerte
Iniciada la ruta del desastre, Metallica trocaría la experiencia del heavy metal en orgasmo colectivo. Del juicio apocalíptico al placer musical y, por tanto, rítmico: parábola irrefutable que trocó el oscurantismo en catarsis jubilosa. James Hetfield (voz y guitarra), Lars Ulrich (batería), Kirk Hammett (guitarra) y Robert Trujillo (bajo) nos someterían a esta experiencia por más de dos horas. Y como lo demuestra el drama de Constantine -el soldado místico que somete a los espíritus condenados por Satanás- un segundo en el infierno es la eternidad. Podría decirse, mediante este símil, que las miles de almas presentes vivieron el vacío eterno en aquellas dos horas magistrales. Once años resumidos en aquellos 120 minutos: sueño del mal. Imantados por la fuerza de Metallica.
El show nos mostró, en este orden correlativo, 18 de sus más variadas piezas pertenecientes a sus nueve discos: Creeping Death, For Whom The Bell Tolls, Fuel, Harvester Of Sorrow, Fade To Black, That Was Just Your Life, The End Of The Line, The Day That Never Comes, Sad But True, Cyanide, One, Master Of Puppets, Blackened, Nothing Else Matters, Enter Sandman, Last Caress, Whiplash, y Seek and Destroy. Cada tema provocó un universo infinito de sensaciones: el precipicio, por ejemplo, en For Whom The Bell Tolls; el infierno dantesco, en Fuel; la desesperanza, en Fade to Black; la desesperación atávica, en One; la ironía malvada, en Sad but trae; el cataclismo, en Master of Puppets; la masacre, en Creeping Death; el llanto depresivo, en Nothing Else Matters; la risa diabólica, en Whiplash; el saqueo perpetuo, en Seek and Destroy…
Memorable es reseñar aquí (a parte del sonido compacto que se logró en todo el recital) el poder superlativo de la pantalla de 20 metros de ancho ubicada al fondo del escenario. Aquel aditivo impresionante no hacia otra cosa que asombrarnos a tal grado que los rostros, los gestos, los movimientos, los acordes, los golpeteos y los alaridos en los coros, se vieran como figuras diabólicas e inalcanzables. Y en verdad lo eran: no había especio para los incrédulos. Aquel que veía la pantalla en el fragor del concierto, se perdería en la impresión alucinatoria: sería poseído por la fuerza de gravedad, logrando perder la noción del tiempo y espacio. Agreguémosle a esto el papel de la pirotecnia y la brutalidad de las llamas que brotaban desde distintos puntos del entarimado. Cuando aquellas llamaradas salían desde el fondo de las tinieblas, nos derretía no sólo la carne, sino el alma. ¿Quedaban dudas de que estábamos frente al escalofriante patíbulo del juicio final?
“Caracas, tú nos hiciste sentir bien”
“¿Sienten esto? ¿Sienten lo que yo siento?”, fue una de las tantas frases que James Hetfield, vocalista y guitarrista de la banda californiana soltó con una energía envidiable. Era ese sentir a lo que todos nos vivimos: la cúpula con el desastre, el orgasmo con la muerte. No debe faltar aquí, en esta reseña, la fuerza desatada por cada uno de esos cuatro jinetes del Apocalipsis.
Lars Ulrich dejó extasiados a todos con la fuerza con que aún azota la batería. Cuando la enorme pantalla enfocaba su rostro, no sólo reflejaba los altos decibeles con la cual golpeaba sus bombos (una de las más potentes del rock mundial), sino también la gestualidad indiscutible de la violencia. ¿Quién a esta altura no siente cómo retumba, en el pecho, el sonido brutal de los redoblantes de Ulrich? Sonido rabioso que no se borrará fácilmente. “Metallica no debe esperar 11 años más para volver”, dijo Ulrich en la despedida memorable.
Robert Trujillo demostró que hace un excelente trabajo con las cuerdas del bajo. De origen azteca, Trujillo agitó, como un animal que devora su presa, la fiereza con que se debe tocar ese instrumento en el mundo del heavy metal. Es difícil borrar la imagen de Jason Newsted, anterior bajista de la banda: son evidentemente, estilos muy diferentes. Sin embargo, Trujillo sigue demostrando a todos los fanáticos que tiene la fuerza y el carisma de sobra para que el bajo siga sonando brutalmente en la agrupación californiana. “A patear traseros, Caracas”, fue la única frase que soltó Trujillo en un español no muy fluido.
Kirk Hammet, con la sencillez que siempre lo ha caracterizado en tarima, hizo lo suyo con la guitarra. Monstruoso virtuosismo, el californiano dejó maravillados con sus solos en toda la presentación, y se paseó de izquierda a derecha mostrando sus hermosas guitarras y sacando de ellas lo máximo. Agitando su melena, a más de uno hizo llorar con el inicio de Nothing else matters, iluminado por los poderosos faros; o delirar hasta la saciedad con pasajes de One, Sad but trae y Master of puppets. Quedó comprobado entre nosotros que Hammet está entre los mejores guitarritas de la historia musical. “Muchas gracias, Venezuela”, diría con una sonrisa, poco después de lanzar al público decenas de uñas como piezas de antalogía.
James Hetfield llevó la batuta de la masacre en todo el espectáculo. Es muy difícil encontrar, en estos actuales momentos, a un frotman de la calidad y entrega de Hetfield. Y no solo eso: es una de las voces más temibles del heavy metal. “He oído un par de cosas sobre Caracas y algo de eso es que no les gustan las canciones muy pesadas”, dijo a mitad del recital, como queriendo retarnos. “¿Quieren algo heavy?, ¿Están listos?”. Y con el insuperable “¡Yeah!”, grito saliente desde lo más profundo del Hades, nos arrastraría hasta los oscuros abismos. La malicia sigue siendo la característica más potente de Hetfield: es la chispa iracunda que lo hace legendario. Se despediría de nosotros colocándose la bandera venezolana en su espalda, y con ella recorrería todo el escenario en su último adiós.
Metallica: la artillería magnética sigue
Extasiados, habíamos disfrutado tanto la experiencia del dolor y de la excitación, que ya nada ni nadie podrá sorprendernos con nuevas prebendas. Ya hemos vivido el dolor eterno, el placer del mal. La duda del comienzo quedó salvada: habíamos sobrevivido al magnetismo. Pero con una particularidad: la sobrevivencia nos condujo, en el mismo instante que se apagaron las luces, a cultivarnos más en la potencia rítmica de Metallica. Una sensación que, efectivamente, nos conduce a nuevos acercamientos, a nuevas revalorizaciones existenciales. Death Magnetic (2008), el más reciente disco de la banda exaltada al Salón de la Fama del Rock, es una muestra a la recuperación musical de los cuatro jinetes de lo que fue el ocaso de St. Anger (2003). “Volviendo a la forma”, a la sabia del Kill’Em all, a los riffs maquiavélicos de Master of puppets, y a la fortaleza del …And Justice For All. Metallica se explaya sobre sí misma y en nosotros, demostrando hoy más que nunca que la furia del heavy metal apenas comienza. El hambre, la muerte, la victoria y la guerra: fuentes poderosas que hacen de la artillería de Metallica una de las más sólidas de nuestra contemporaneidad. La artillería continúa.
CAM
2010.
http://carlosalfredomarin2010.blogspot.com/