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Un humilde siervo…

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El húmedo y caliente calabozo tiene únicamente lo necesario: nada en absoluto. Apenas un lastimero haz de luz cae desde lo alto a través del pequeño agujero que constituye su única ventana, iluminando un minúsculo punto del piso de tierra del claustro. No le hace falta a un alma enferma ninguna comodidad en sus últimas horas de mundana existencia. A la portadora de tan grotesco espíritu se le alimenta una vez al día, malgastándose –a mi indiscutible buen juicio- la pieza de pan y el tarro de agua que constituye esta única comida. Sólo resta esperar que esa no sea premiada con una rápida muerte a causa de una picadura de escorpión antes de que pueda afrentarla con mi sabia y magna autoridad…

Hay algo sublime en esto de decidir quién es digno de merecer el siguiente respiro y a quien se le revoca tal derecho. Tan sublime es esta tarea que ni siquiera a mí corresponde hacer la elección. No soy sino un ejecutor de una voluntad muy superior, de una autoridad a la que todos estamos necesariamente sujetos. No soy un vil asesino. Soy un humilde siervo. ¿Qué otra cosa podría yo hacer sino cumplir con mi deber y entregarme a él por completo? ¿Y qué otra cosa debe causar una labor tan sagrada sino satisfacción? Sí. Siento una gran satisfacción de haber sido elegido para esta tarea, y por esto pongo en ella todo mi ser, todo lo que soy. No soy un vil asesino. Siento desprecio por los asesinos viles, quienes matan a sus semejantes sólo por egoístas motivos. A ellos no deseo otra cosa que la que será su destino: una eternidad de penurias. No. No soy un vil asesino. No puede hablarse de asesinato cuando lo que se hace es aparejar la situación de la carne al ya materializado fallecimiento del espíritu. Y la satisfacción que me causa el cumplimiento de la tarea encomendada no resulta de morbosos y personalísimos instintos, sino de la tarea en sí y de su significado superior.

«Traedla», he ordenado. Y, como es lo acostumbrado, mi orden ha sido cumplida al momento. Nada se me discute. Nadie osa creer que puede contradecir mis dichos. Al final, todos compartimos la misma tarea, y si bien se me ha dado la gracia de liderarla, están mis fieles tan enteramente convencidos de su importancia y de mi autoridad que no pueden hacer otra cosa que estar prestos a obedecer mis órdenes, de la misma forma que yo obedezco las órdenes que mis superiores me han confiado.

Por su aspecto comprendo que ya queda muy poco por hacerse. Sucia, maltrecha, con el cabello alborotado y grasoso; las vestimentas rasgadas; las carnes flojas y el cuerpo enteramente delgado, es la imagen misma de la mortalidad. Ha perdido las fuerzas para ofrecer resistencia alguna. Llora incesantemente mientras la arrastran y la sientan frente a mí. Me levanto, la rodeo caminando lentamente, inspeccionando cada detalle. Tiro de su cabello bruscamente y escucho como intenta arrojar un chillido. Me ubico a su espalda y pregunto:

Guarda silencio. Es incapaz de contradecirme. Ella sabe que hablo con la indiscutible razón que mi posición me otorga. Sin embargo no deja de llorar y, acaso por descuido o con toda intención, hace que nuestras miradas se crucen. Tal insulto no puede alguien de mi altura soportarlo, así que rápidamente levanto mi brazo y la abofeteo con todas mis fuerzas. «¡Deja ya de llorar, arpía! ¿Me habéis confundido acaso con otro más de los tantos hombres a quienes habéis comprado con lágrimas? A mi no lograréis convencerme de tu supuesta debilidad de “mujer”. Todas son iguales: estáis seguras de que, mientras puedan arrojar lágrimas y entregar su cuerpo, no habrá hombre alguno que se les resista, aunque la conducta de ese hombre sea, para todo lo demás, intachable. Pero os advierto, vil bruja, que no sois para mí más que cualquier otra mujer que intenta hacer con su vida cosa distinta que ayudar a su esposo y a su familia de forma abnegada. Para nada más que tal fin han surgido en este mundo las mujeres».

Mi arremetida fue lo suficientemente fuerte como para arrojarla fuera de la silla. «Levantadla», ordeno sin elevar la voz más de lo necesario. Vuelvo a abofetearla un par de veces y percibo que mi mano se llena con la mezcla de sus lágrimas y la suciedad de su rostro. Lamo la palma de mi mano y digo:

Volvió a guardar silencio. Ha entendido al fin lo que le corresponde en virtud de su sexo inferior y de mi elevada posición: guardar silencio. Habiendo logrado calmar así sus lamentos, prosigo en tono más cauto diciendo: «Comprended, Inés, que poco o nada hay que pueda hacer para salvar vuestra alma del eterno castigo. Empero, dispuesto estoy a intentarlo. Mas sin embargo, necesito de vuestra ayuda en esta ardua tarea, y no habéis sido lo suficientemente honesta como para demostrar arrepentimiento. Al contrario, habéis caído en terca hipocresía al alegar en esta palestra una supuesta inocencia sin ofrecer ninguna demostración de la misma. Me habéis dejado una sola opción: puesto que, como he dicho, habéis sido terca como las mulas en vuestra falsa inocencia, he de trataros como a un equino en aras de obtener la verdad que os negáis a ofrecer abiertamente».

Dicho esto hago una seña a mis fieles, dándoles a entender que prosigan con el rito acostumbrado. Uno de ellos levanta a Inés de su asiento y la carga sobre sus hombros, tarea que; dada la fatiga y delgadez de ésta, se le hace bastante fácil. Tampoco fue un verdadero problema llevar el cuerpo de la mujer a la máquina, arrojarla sobre su espalda y atar sus manos y pies. Hecho esto, como era de esperarse, bastaron tan solo unos cuantos tirones para que confesara todo cuanto se le había imputado. La inmensa culpa que sintió al no poder sostener sus mentiras le llevó a arrojar alaridos y llantos ensordecedores al tiempo que sus miembros eran halados por los extremos.

¡Cuánto cambia la verdad a las personas! Los torna humildes, agachan la cabeza, y exclaman piedad. Inés vio en primera persona cómo es la máquina capaz de descubrir los engaños con los que intentó contradecirme. Cuando al fin fue liberada de su propia ruina y de las momentáneas ataduras, firmó su confesión y de rodillas ante mí solicitó repetidas veces que le dispensara. Pero ¿cómo puede pretender que contradiga yo las más elementales leyes naturales y divinas, habiendo confesado sus errores? ¿Cómo puede solicitar auxilio para su alma, cuando hace tiempo ya ella misma le ha flagelado? No. No se me ha encargado la tarea de ser misericordioso. Se me ha ordenado encontrar la verdad y actuar en consecuencia. Pues bien, bajo mi tutela ha sido encontrada una vez más la verdad, y no tengo otra opción que imponer el castigo. Castigar el cuerpo de quien ha castigado su espíritu. Tal es mi misión. Y ¿de qué otra forma podría aleccionar a quienes aún pueden salvarse que quitando la vida de quien es incapaz de hacerlo? ¿Acaso podrá la gente actuar de conformidad con los divinos designios si no se les demuestra que el castigo infernal puede comenzar desde este mundo? Inés ha de morir, eso es inevitable. Todos hemos de morir en algún momento y en algún lugar. Al menos el destino de Inés hará que otros se salven de padecerlo.

Vuelvo a sentir la inmensa satisfacción de haber cumplido a cabalidad el sagrado deber que se me ha encomendado. No soy un vil asesino. Soy simplemente un ejecutor de una voluntad muy superior, de una autoridad a la que todos estamos necesariamente sujetos. No soy un vil asesino. Soy un humilde siervo. Mi nombre es Pedro. San… Pedro de Arbués. Todas mis acciones están avaladas por la Santísima Iglesia Católica, la única poseedora de toda la verdad relacionada con Dios Todopoderoso. En el año 1867 el Santo Papa Pío IX, máximo representante de Dios, heredero directo de la labor de Jesucristo, me otorgó la canónica justicia por haber abocado todo mi ser al servicio de la Inquisición Española.

(Publicado originalmente en Fucked Up Crazyland, el 04 de noviembre de 2009).

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