Nos encantó, a pesar de haber sido masacrada por la crítica y por la taquilla, a su estreno por los Estados Unidos. Tampoco gustó en su pase por el Festival de Cannes, al ser considerada una cinta parcialmente fallida para su director, Terry Gilliam. Sin embargo, para nosotros, es la mejor película de la cartelera en la actualidad. A continuación explicaremos el por qué.
Primero, el film tiene el valor de erigirse en el testamento audiovisual de Heath Ledger, así como en el regreso de su director al territorio movedizo del lado oscuro de la razón, después de fracasar con su proyecto del Quijote y luego de desviarse de la senda de la complejidad de la mano de su simplona versión de «Los Hermanos Grimm»( la peor de su trayectoria reciente).
Con «El Imaginario», el realizador vuelve a dar en el clavo de la incorrección política, al ofrecer otro de sus famosos caballos de Troya, bajo la coartada de la explotación del star system, mientras aprovecha el trámite para deconstruirlo y sugerir no pocas ideas de interés durante el proceso.
Por supuesto, queda de parte del espectador avispado o no, descubrir la profundidad del subtexto y del guión, dentro de la aparente inanidad y superficialidad del conjunto. Pero no se preocupen, porque con un poco de esfuerzo intelectual, el mensaje secreto de la cinta puede descifrarse. Para ello, usted debe dejar sus prejuicios fuera de la sala y hacer un ejercicio de pequeña abstracción mental. Por tanto, la función no es recomendable para críticos express o espectadores impacientes, quienes abominen del hecho de pensar en la sala oscura.
De seguro, muchos irán con la idea de disfrutar de una secuela de «Dark Night», para subirle los pulgares por Facebook y por Twitter. Por desgracia, perderán su tiempo en el Blackberry, porque nada menos cerca de la realidad de la pieza.
En rigor, es casi una joyita de arte y ensayo, una auténtica rareza, un experimento incómodo y resistente, de cara a la uniformidad de los contenidos del mercado de consumo. Frente al cascarón vacío del efectismo de «Clase de Titanes», «El Imaginario del Doctor Parnassus» se revela como una obra de culto, a contracorriente de la trivialidad imperante en la industria.
Con ella, Terry Gilliam exorciza sus demonios y reafirma su poder como constructor de empresas quijotescas e imposibles, como hacer una película truncada por la mitad, debido a la muerte de su protagonista. Al respecto, su mutación apenas se siente y su ausencia se resuelve con sutileza. No perturba, aporta y se acopla orgánicamente con el resto de la película. No es poco mérito.
En segundo término, las posibilidades del lectura del largometraje, son infinitas, gracias a la habilidad de su creador para disparar conceptos duros en diversas direcciones a la vez, y con la velocidad de una metralleta sobrecargada de artillería pesada en materia de estética, ética y filosofía posmoderna.
Por fortuna, la película no se convierte en un ladrillo indigesto, y también funciona como entretenimiento para las masas( prestas al juego de la interpretación de los códigos ocultos).
Por desgracia, algunos abandonarán la función antes de culminar su desarrollo, por la calidad de sus imágenes de síntesis. Ciertamente, el entendido y el conocedor de la carrera del realizador, seguirá prefiriendo su período analógico y artesanal, por encima de su nueva fase como animador por computadora, donde la infografía de baja resolución se traga y opaca su desbordante iconoesfera neobarroca, su delirante repertorio kistch, colmado de referencias, guiños, comentarios metalinguísticos y discursos subversivos.
En plano de la forma, «Doctor Parnassus» transmite el descontento y la disconformidad del autor con su mundo contemporáneo, abocado al materialismo histérico y a la adoración de los paraísos artificiales sembrados por el poder. De ahí la lucha con el personaje del Diablo, enemigo acérrimo del anciano protagonista.
En el ámbito del trasfondo, ambos arquetipos del argumento, libran una lucha histórica, de siglos, entre las dos constantes omnipresentes en la filmografía del realizador: el humanismo y el pragmatismo, el cálculo cartesiano versus la fantasía desbordante, el bien y el mal. Lo interesante del abordaje del libreto, es la ausencia de moralismos reduccionistas y la carencia de una conclusión facilona de orden maniqueo. En dos platos, al final, el villano y el héroe saldan un armisticio y aprenden a convivir en sana paz. Una diferencia enorme, por ejemplo, con la predica binaria de la Alicia de Tim Burton, cuyo desenlace glorificaba la victoria de la niña sobre su rival directo, a través de una ejecución violenta. En cambio, «El Imaginario» reivindica la oportunidad de conciliar los polos opuestos y extremos de la existencia.
Así, Terry Gilliam retorna a sus andanzas, para rodar el encuentro y el desencuentro de nuestra locura ordinario con nuestro mundo gris, en una puesta en escena reconstruida al estilo de una muñeca rusa, de un caja china confeccionada por Luis Buñuel, ante la sombra de Federico Fellini. Por consiguiente, de un sueño derivamos hacia una pesadilla, y de allí nos retrotraemos al pasado, para comprender el desarrollo de la trama.
En la epidermis, la aventura narra la odisea de un monje, por recuperar su condición de hombre mortal, tras haber sellado un pacto con el diablo para sobrevivir por los siglos de los siglos, a cambio del alma de su primera hija.
En dicho compromiso y conflicto, el Doctor Parnassus será secundado, cual hidalgo de la triste figura, por un escudero sanchesco, incorporado magistralmente por Verne Troyer, el Mini-me de «Austin Powers». Sin discusión, la gran sorpresa y revelación de la película, más allá de las predecibles contribuciones de sus ricos y famosos, en plan de narcisos autoindulgentes enamorados de sí mismos. Naturalmente, Ledger se lleva la Palma de la actuación de relleno, a pesar de no lograr deslastrarse de su laureada caracterización para «Caballero de la Noche». Aquí vemos una continuación de su metodología «clown» para el Guasón.
Ni hablar de Jhonny Deep, igualmente encasillado, de Jude Law, incapaz de superar a su fallecido compañero de reparto, y del peor de la faena, Collin Farrell. Pobrecillo, porque no pega una desde «In Bruges». En la meca, ya es sinónimo de mala pava, pues sepultó a Michaell Mann en «Miami Vice», a Oliver Stone con «Alexander» y a Terrence Mallick a la luz de «The New World». Ahora fue por Gilliam y de broma cumplió con su cometido.
En cualquier caso, el mérito de la película reside no sólo en contar con la última participación en vida de Heath Ledger, sino en presagiar su muerte en extrañas circunstancias. De hecho, en «El Imaginario» interpreta a un millonario filantrópico en busca de redención, a raíz de ser rescatado de un suicidio por parte de la caravana circense del «Doctor Parnasuss».
A propósito, se trata de una variante abordada por Gilliam en su trabajo precedente, «El Pescador de Ilusiones», donde otro «loco» salvaba a un «cuerdo» del descenso a los infiernos de la nada y la nausea.
En paralelo, la estampa del «Doctor Parnassus» alude a la contextura del clásico Quijote reencarnado por el director, en sus títulos mayores como «El Barón Munchaussen» y «Brazil». Apologías románticas y nostálgicas del héroe romántico enfrentado a sus molinos de viento.
Por extensión, Verne Troyer representa al Sancho de la partida, siempre encargado de desmontar los planes y los castillos de naipes de su protector, por medio de una fina apelación al sarcasmo.
Por lo demás, el personaje de Verne Troyer retoma la fijación del autor por los personajes marginados, olvidados y freakis, en la tradición de sus diminutos «Bandidos del Tiempo».
Aparte, el humor negro de la cinta recuerda la veta iconoclasta de Terry Gilliam, amparada por su asociación con el grupo de comediantes del arte británico de protesta, «The Monty Phyton», empeñados en denunciar las miserias de la sociedad del bienestar, a través del arma de la risa y la cachetada liberadora.
En consecuencia, «El Imaginario» lanza sus dardos más afilados y venenosos contra «la normalidad» de una civilización occidental, alienada por las ilusiones de emancipación del mercantilismo.
Por eso, las víctimas del laberinto mortal del «Doctor Parnassus», son damas encopetadas de alcurnia, mafiosos de medio pelo, políticos inválidos de tercera en silla de ruedas, niños mimados de la meca, emblemas de éxito y pantallas de responsabilidad social, como un benefactor altruista desenmascarado al final.
Así, Terry Gilliam desafía al reinado de su entorno castrador, al desnudarlo en toda su falsedad, hipocresía y esterilidad.
En tal sentido, la película se admira como el grito de resistencia de un perfecto disidente, negado a traicionarse y a negociar con su goyesca visión de la realidad.
Para él, la única alternativa ante el descalabro de su país y de su universo, radica en la imaginación y en la fantasía. Últimos refugios y reductos para el pensamiento libre, en una época de control, represión,máxima seguridad y homogenización de las costumbres.
Por lógica, la película también admite ser leída como la historia neorrealista de un grupo de vagabundos, juglares, gitanos y mendigos, concertados alrededor de un mismo proyecto, con plena conciencia de su alcance y de sus limitaciones.
En definitiva, una apuesta sincera por el retorno de unos valores perdidos, en el cine y en el teatro primitivos.
En el desenlace, los alter egos del director nos despiden con una grata sonrisa de complicidad, para celebrar la vida de la alteridad y la inmortalidad del cine como espectáculo de sombras.
Una hermosa manera de decirle adios a Heath Ledger y de encumbrarlo en el panteón del séptimo arte, en compañía de sus mejores amigos. Al respecto, entre ellos figuran dos monstruos todavía en activo: Christopher Plummer y el increíble Tom Waits. Dios y el Diablo en la tierra del Sol de Terry Gilliam.
Para mí, una estupenda película subestimada e infravalorada.