La de los ochenta fue de un éxito moderado y respondió al ascenso de la «Serie B» bajo el andamiaje de una superproducción clase «A». Consecuencia directa del triunfo de «La Guerra de las Galaxias» en la industria. No por casualidad, el guionista Paul Schrader la definió en los siguientes términos: «Star Wars creó la mentalidad del cómic de gran presupuesto.»
En adelante, se acrecentó el poder de los productores sobre los directores, tras el fracaso económico de los grandes autores de origen americano: Coppola, Hopper,Friedkin, Cimino y Bogdanovich, por no hablar de Altman y Scorsese( igual a la deriva a principios de la era Reagan).
De aquella generación prodigiosa de los setenta, sólo sobrevivieron los dos más comerciales: Steven Spielberg y George Lucas, al amparo de sus franquicias y sus juguetes de ciencia ficción.
Eran tiempos de renacimiento de la guerra fría y de reforzamiento de sus doctrinas infantiles de concepción bipolar,de la mano de los arquitectos de la nueva derecha del Partido Repúblicano, donde curiosamente se darán a conocer los mismos protagonistas de la administración de la familia Bush.
Así empieza la hegemonía de las ideas conservadoras, dentro y fuera de la pantalla. En efecto, la meca deroga, casi de facto, el progresismo de años anteriores, en beneficio de la simplificación de los argumentos, desde la perspectiva del maniqueísmo binario en boga, de buenos contra malos.
En tal sentido, «Guerra de las Galaxias» se interpreta como la máxima proyección de la fantasía de la «Cold War»: aniquilar al enemigo común, al adversario del bloque opuesto, en su estrella de la muerte, con un rayo láser.
De igual modo, George Lucas echa mano de la mitología griega y de los análisis de ella por parte de Joseph Campbell, para construir la base arquetipal de su trilogía, aunque en el plano de la adaptación y de la recreación de la historieta gráfica posmoderna. Es decir, de una forma poco ortodoxa y nada literal.
A la inversa, «Clash of The Titans» renunciará al esfuerzo creativo de cambiar nombres y contextos, para apostar por lo obvio, lo predecible y lo tradicional: extrapolar y reencarnar, ya sin medias tintas, a las figuras y personajes de la imaginería griega, pero según la óptica de los géneros de explotación, como el folletín,el melodrama, la aventura épica y el peplum.
Sin duda, el ánimo reaccionario influye sobre la manera de interpretar la mitología, al amoldarla a los intereses del establishment del momento y del espectador de a pie.
De hecho, Laurence Olivier incorpora a Zeus, con acento y actitud de patriarca benevolente, para conjurar una simbólica sublevación del matriarcado feminista, liderado por la vengativa Tetis, en alianza con su descendiente maldito, Calibos, personificado como un “pimp” afroamericano, de nariz ancha y pelo crespo, rodeado por una corte de lacayos primitivos, tipo Kiko disfrazado de Trucu Tru o Pepeto López de Papupapa. Uno de los múltiples fallos de la chapulinesca “Clase de Titanes” de los ochenta, al compás de los rollos eternos de la “civilización” y la “barbarie”.
A propósito, sus costuras machistas, racistas e imperialistas fueron respectivamente borradas y atemperadas en el remake del 2010, para no herir susceptibilidades.
La corrección política hizo de las suyas, al canjear la conspiración de faldas y de minorías manumisas del ayer, por la confrontación de machos del Olimpo entre Zeus y Hades, a la usanza de los duelos de magos de “Harry Potter” versus “Voldemort”.
Aparte, dos desnudos frontales y parciales también resultaron suprimidos por las tijeras de la censura contemporánea. La madre de Perseo aparecía como dios la trajo al mundo, así como la princesa Leia de la función. En “La Furia” del 2010 no se asoma ni un mal pensamiento pecaminoso. Los pacatos directivos de la Villa del Cine, la aprobarían por apegarse a los dictámenes pudibundos de la Ley Resorte.
En la de los ochenta, Perseo acepta mansamente su condición de aspirante a la corona y no tiene mayor problema con Olimpo. Lo mismo su pueblo. Como lo dije, todo se reduce a la confabulación personal de una mujer insatisfecha.
La moraleja es simple: los mortales deben asumir con resignación su estado de inferioridad, bajo el resguardo de su élite protectora. En una lectura más rebuscada, la película podría comprenderse como un mensaje de los padres de la corona Británica, hacia sus retoños de la tierra de las oportunidades. Abiertamente, la película invitaba a cruzarse de brazos y a no revelarse contra el imperio, desde la colonia.
En la del 2010, al menos hay una amenaza de resistencia general, y un ánimo por hacerle contrapeso a la balanza de los dioses. Por desgracia, las batallas y las luchas por la soberanía son abandonas en el final, para hacer una tregua con la corona de Zeus. Subrepticiamente, se la da espacio al descontento de la generación Obama, en el apogeo de la contrademocracia y la animadversión por la monarquía de Wall Street, pero para aplacar sus iras y augurar por la salida negociada con la jerarquía.
En síntesis, la primera versión de «Furia de Titanes» es como una pieza de animación de la Disney, con seres de carne y hueso. Los dilemas morales son los clásicos, así como las metas dramáticas de los protagonistas. Regresamos al terreno elemental de los villanos de caricatura enfrentados a los miedos y complejos del hombre común, con la esperanza populista de vencerlos en el happy ending.
Naturalmente, la respuesta del público es inmediata y ecuménica, porque se apela a sus sentimientos más básicos y primigenios. No se le incita tanto a pensar como a darle rienda suelta a sus pasiones reprimidas de violencia, amor, victoria y reconquista.
Por tanto, es lógico entender el por qué de la repercusión de «The Clash of Titans» en los ochenta, cuando los estragos de la derrota de Vietnam seguían frescos en el inconsciente colectivo, y la audiencia clamaba por su derecho a la revancha, aunque sea en el cine.
Por eso, la meca respondió al llamado durante la década, a través de la imposición de una serie de películas de baja definición conceptual y alto rendimiento en el box office, en la búsqueda de saciar las expectativas de la demanda de consumo.
De tal modo, se inaugura la tendencia de la «pop corn movie», enarbolada como tabla de salvación de la industria, por el dúo de Jerry Brukheimer y Michael Bay, quienes cambiarán el devenir del negocio, para bien y para mal, al privilegiar lo corporativo por encima de lo estrictamente artístico y personal. Por ende, el interés de la obra va recaer en el tamaño de su campaña de marketing, en lugar de la calidad de su contenido.
Ejemplo de ello son las prototípicas y sintomáticas «Beverly Hills Cop», «Cazafantasmas», «Top Gun» y sus secuelas en «Armagedon», «Con Air» y «Bad Boys».Verdaderos sucesos y fenómenos generacionales auspiciados por la burbuja «del parque temático audiovisual». Cine blando donde la forma se traga al fondo, a merced de una cascada de efectos especiales.Lo demás es historia.
La corriente se desinfla y se deconstruye entre finales del siglo XX y principios del XXI, pero el atentado del once de septiembre le inyecta nueva sangre a la ecuación antes descrita. El pánico y el terror social traen de retorno a los héroes mesiánicos de una sola pieza, ante la necesidad de conseguir abrigo y seguridad.
Por consiguiente, los emblemas de coraje y valentía resucitarán de sus cenizas, en la ficción y en la realidad, para devolver la confianza del espectador en la utopía de la república democrática, herida de muerte.
En definitiva, allí entra con oportunismo y comodidad, el propósito de hacer un remake de «Furia de Titanes», conservando su texto original y apenas modificando su envoltorio de lujo, gracias a la tecnología de punta.
El resultado es un film descompensado e irregular, cuya interfaz digital lejos de superar el logro de su antecesora, lo reivindica. Aquí se revela como un facilismo de la tecnocracia informática. En cambio,el trabajo de los ochenta, a cargo de Ray Harryhausen, se rescata con nostalgia, por su carga de sensibilidad artesanal, y por tratarse del último grito de resistencia de una disciplina acorralada por los estudios. Fue el canto del cisne y la obra maestra absoluta del procedimiento animado del stop motion.
Por el contrario, la «Furia» de 2010 traiciona el espíritu de la «Clash» de 1981, para asestarle una puñalada por la espalda, con la punta acerada del formato 3D.
Lo peor de todo es la completa falta de identidad del subproducto, en su clara intención de parecerse a «Avatar», con la única diferencia de ubicar su puesta en escena, no el futuro, sino en el pasado.
Del azul derivamos al marrón, en medio de una andanada de postales y viñetas descoloridas de orientación kistch.
La mayoría del metraje sucumbe a la dictadura de la pantalla verde, mientras la historia pretende justificar la «lucha de clases» de Perseo contra la tiranía de los Dioses aristocráticos.
Ambos polos apuestos se atraen en la trivialidad de sus pensamientos, en el acartonamiento de sus actuaciones y en la prefabricación de sus diálogos predecibles.
En lo personal, yo hubiese resumido toda la grasa del libreto en una sola frase lapidaria, al estilo de Twitter: Liberen al Kraken. Y así nos ahorramos el trámite de aguardar por hora y media, para ver por dos minutos al fulano Godzilla con cara de Cloverfield, aliento de Tiranosuario Rex y merienda de King Kong.Para apaciguarlo le ofrecen a una princesa anodina, a quien nadie tendría el reparo de sacrificar en aras de conseguir la paz social. Pero Perseo la salva en extremis y de manera inverosímil, en cuanto el Kraken se entrega como una mansa paloma, a la espera de ser sacrificada. Jack Sully le muestra la cara de Medusa y lo convierte en polvo, para luego llegar a un arreglo con los dioses, por debajo de la mesa, donde todos quedan contentos y felices, como en el reinado de «Sherk».
Por supuesto, nadie descarta el arribo de una segunda parte. Ni siquiera Liam Nesson se guarda el secreto en la torpe secuencia del epílogo. En suma, una perdida de plata y un desperdicio de energía saldado con un acabado de utilería, un mensaje de restauración conformista y un puñado de secundarios para el olvido, como un Chewbacca con cara de piedra.
Semeja a una parodia de época de Saturday Night Live.No hará falta replicarla satíricamente en youtube o en la revista MAD.
La pretensión del director de ser irónico con su pasado, naufraga.Saca al buho por mero guiño y Sam se burla de él.Lástima porque el buhito era de lo más divertido.
Lo dicho: una excelente excusa para redescubrir la película original y compararla con su pésima revisitación en el 2010. En especial, el encuentro con Medusa, la historia del Pegaso, el erotismo «softcore» y el pasaje nocturno con el pajarraco espectral de Calibos, hacen de la primera versión, un diamante en bruto del arte naiff, no exento de lirismo y genuina belleza.Precisamente, lo desechado en la mecánica y floja adaptación del 2010. Otro efecto de la escritura automática del cine contemporáneo.