La sacudida

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Los problemas empiezan al nacer, en el propio parto, cuando el niño es arrancado de su placentero letargo y forzado a respirar el aire del mundo con golpes y palmadas; es el temblor de la vida que se inicia lo que le hace llorar y lo que le hará llorar durante los años que le queden por respirar. En la infancia, los problemas se disfrazan de juegos, pero los disfraces no duran más que unos pocos años, pronto nos quedan cortos y tenemos que cambiarlos una y otra vez hasta que, eventualmente, no hay remiendo posible que los ensanchen. Con cada disfraz el niño llora, y continúa su llanto por la presión de sus disfraces que se aferran con fuerza a su cuerpo creciente hasta su adultez, y aún sus lamentos no cesan sino que se esconden tras la madurez.

En el hogar de la pareja Ferreiro los llantos ya se ocultan tras la treintena de años, más los de una criatura que viene en camino para continuar el baile pueril de los disfraces. Con nueve meses encima, es probable que Carmen dé a luz en cualquier momento a una sana hembrita cuyo nombre todavía no ha sido decidido.

Carmen y Francisco –su marido– viven en una casa estrecha de dos pisos heredada del difunto Sr. Ferreiro, quien se había hecho rico muy joven jugando a los dados, pero que había perdido casi todo llorando en su más triste vejez hasta contar sólo en su patrimonio con la casa que lo vio morir. De modo que ahora Francisco, hijo insigne, tenía que destruirse la espalda para mantener a su familia con las deudas propias de una casa marcada por el azar. Poco quedaba de los Ferreiro en verdad porque Francisco era el único descendiente y ya su madre había muerto oportunamente cuando el Sr. Ferreiro comenzó a perder toda su malhadada fortuna. Por el lado de Carmen, poco se sabía de sus padres y hermanos ya que la habían repudiado injustamente por casarse con la semilla de un vicioso que acabaría por perderlo todo, como muy bien le profetizaron.

No obstante, no es adecuado decir que los Ferreiro eran pobres ni mucho menos: antes del embarazo, Carmen tenía una excelente posición ejecutiva a la que pensaba regresar una vez que culminase su permiso, y Francisco había mantenido dos empleos por varios años ya y estaba acostumbrado a trabajar muy duro. Vivían cómodamente, por dejarlo de esa manera, y no se preocupaban demasiado por la tacha que el Sr. Ferreiro le había dejado al apellido. Una cosa sí era constante en el hogar del matrimonio, y esa era la rutina. Dentro de las cortas paredes de la casa se podía escribir una bitácora invariable que no cambiaba ni los feriados; la rutina mantenía a Carmen feliz en su tiempo de ocio y calmaba a Francisco cuando llegaba exhausto de trabajar. La rutina mantenía al rastro de los Ferreiro unidos y contentos con su vida porque dentro de la casa se sentían como infantes antes de nacer, ignorantes de los problemas del mundo exterior pues sabían que nada podía convertirse en adversidad alguna si se mantenían dentro del detallado plan familiar.

En el día que precedió a la noche de los nacimientos, Carmen no se cansó de repetir la frase «hoy va a temblar», que Francisco asociaba erróneamente con la muy común paranoia del cercano Armagedón. Ya entrada la tarde, el esposo se cansó de la absurda advertencia de Carmen y le dijo que se fuera a acostar, que el embarazo la estaba haciendo delirar. Ella acató automáticamente y se fue al cuarto, aún segura en su corazón de que ese día iba a temblar.

Lo curioso del asunto es que Carmen actuaba como si fuese cualquier domingo normal porque su temor a romper la rutina (y destruir así la estabilidad de la familia) era mayor al de ser sorprendida por un terremoto. El miedo podía convertirse muy fácilmente en una de esas adversidades de las que tanto se escondían detrás de su plan, y Carmen sabía muy bien que era preferible que la naturaleza interrumpiera la rutina a que lo hiciera ella sólo por una fuerte corazonada. Además, no sabía qué tan poderoso sería ese temblor, solamente que ocurriría en algún momento de ese día.

Al anochecer, Francisco se quedó en la sala viendo televisión mientras su esposa trataba de dormir. De vez en cuando podía escucharla diciendo en murmullos nuevamente «hoy va a temblar» y él sonreía sin imaginarse cuán ciertas eran esas palabras. Él se había creído su absurda idea de que se trataba de «delirios del embarazo» y nada más.

Carmen no estaba preocupada conforme se acercaba el final del día y se agotaba el rango de horas en que ocurriría el temblor, ella estaba acostada y feliz pensando en su hija. Pero sus pensamientos volvían sin cesar a la sacudida de esa noche y se imaginaba cómo sería. ¿Se romperían cosas? ¿Se inundaría la casa? ¿Se incendiaría? ¿Dolería? Tenía muchas amigas que habían experimentado un temblor y que le habían hablado un poco sobre el dolor del terremoto. En un rato se quedó dormida y Francisco fue a acostarse también. Serían poco para las diez de la noche y la pareja no dormiría tranquilamente por más de una hora. Francisco se despertó cuando notó que su mujer no estaba a su lado y la vio parada junto al lecho sosteniéndose el vientre.

—¡Está temblando!—dijo con histeria.

—Amor, no está temblando—respondió Francisco casi en sueños—, ven y vuélvete a acostar.

—¡Está temblando!—chilló nuevamente y con mayor fuerza, comenzando a llorar como una recién nacida; luego gritó de dolor. Y entonces, en efecto, estaba temblando.

Francisco se levantó de inmediato y se resbaló en las fuentes rotas de su mujer. Se paró entonces con la doble preocupación de salvar a su amada parturienta cuanto antes. La agarró de la mano y la sacó de la habitación, pero entonces se enfrentaba con la dificultad de las escaleras. Pensó que era mejor que Carmen bajase primero, dos pies por escalón. Con todo moviéndose a su alrededor era aun más difícil para una mujer a punto de parir bajar todos esos escalones que el Sr. Ferreiro les había dejado como una maldición.

Ya abajo, Carmen podía ver, como en una pantalla dañada y húmeda, la puerta removiéndose en su marco. Francisco fue quien se la abrió y la empujó hacia afuera, pero la puerta se cerró detrás de ella, dejando a Francisco encerrado dentro. El llanto, los dolores y los gritos se intensificaron y no la dejaban darse cuenta de que ya no estaba temblando. ¿Ya no estaba temblando? Más bien allí no estaba temblando. Su casa era lo único que se movía en aquel terremoto; ni los vecinos ni la calle se sacudían y no había nadie fuera de sus hogares más que ella, sola. Sólo su casa, con sus dos pisos y su estrechez, se controvertía como un epiléptico. Los cuatro minutos que precedieron la salida de Francisco fueron de puro desconcierto para Carmen. Gritaba su nombre con fuerza pero no podía entendérsele nada por las lágrimas y los gemidos de dolor. Nunca había sentido con tanta certeza lo realmente largos que son los segundos. Al final del cuarto minuto, Francisco Ferreiro salió del temblor y tropezó con fuerza contra su mujer en lo que pareció ser un abrazo.

Se volvieron hacia la casa para que el hombre viese el extraño caso del temblor: la vista de su casa sacudiéndose le hizo llorar como su esposa, cual si aquélla fuese la primitiva e infame palmada en la espalda. Viendo el hogar así, éste fue envuelto en una luz más intensa que el sol entre leves nubes, y creció y creció hasta obligarles a cerrar los ojos, aún abrazados. Una vez abiertos de nuevo, la luz había decrecido hasta desaparecer como la estática en un televisor, llevándose con ella a la casa entera. Continuaron llorando pero con más fuerza al ver su antigua vida –la rutina, el plan, el cuarto del bebé– ser apagada. Pocas cosas sobrevivieron del hogar de los Ferreiro, las más leves ahora caían del cielo como cenizas de un volcán.

Todo este anormal asunto había apartado sus mentes del hecho de que Carmen estaba pariendo. Se había tenido que acostar en la calle para poder dejar salir los humores que se atosigaban en su vientre y que precedían la llegada de la nueva niña Ferreiro, la que todavía no tenía un nombre decidido. Francisco se arrodilló junto a ella e hizo el rol de partero, no teniendo una casa en donde resguardarla ni un teléfono con el que llamar a una ambulancia; también pudo perfectamente haber despertado a los vecinos, pero la situación era demasiado apremiante como para dejar a su mujer pariendo sola en la calle frente al lugar en donde estuviera su casa hacían sólo unos pocos segundos antes. Vio cómo salía el bebé –de pies a cabeza– y, al final del segundo nacimiento de esa noche, se quedó sosteniendo a aquella criatura sin saber qué hacer con el apéndice que todavía la conectaba al cuerpo de Carmen, hasta que finalmente chilló y lloró; en ese momento, una araña muerta (que probablemente había vivido en el hogar de los Ferreiro antes de la sacudida) caía del cielo con una delicadeza impropia para las cosas que caen.

Este bizarro fenómeno de la naturaleza ha sido perfectamente documentado desde hace siglos –si no milenios– y es más común de lo que suena. La soledad de la anónima infante Ferreiro es la misma que la de sus padres en este mundo nuevo en el que no tienen nada más que su recíproca compañía. El problema con estos increíbles temblores es que nunca nadie recuerda haberlos sentido, cuando en realidad nadie podría estar vivo si no fuese por ellos.

Animus a Nemo,

Abril de 2010

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