I
No es de extrañar que cuente esta historia ahora, cuando un montón de nubes grises llegan a la ciudad y encaraman sobre ella los peores augurios. Pasó algo similar con el cuento que voy a contarles, uno que parece sacado del realismo mágico de Gabriel García Márquez, pero sin su esfuerzo fabulador sino más bien ánimo por el suelo o ánimo de se nos viene el mundo encima.
Qué se sentirá ser poderoso, quizás pensaste alguna vez mi estimado Gabriel. Es probable que nunca lo dijeras en voz alta para no hablar más de la cuenta en un mundo bipolar amenazado por la guerra nuclear. Eran otros tiempos Gabo, es cierto. Debí haberlos vivido en carne propia para saberlo, también es verdad. Pero el realismo mágico, esa etiqueta que te colocaron para describir tu maravillosa forma de escribir también nos esculpió a quienes vinimos después. Esa sonrisa que compartiste con el héroe de Sierra Maestra y el precursor de Kosovo nos cayó como rayos a los hijos de tus letras. El aplauso a Clinton o la crítica a Castro -que no fue ni mucho menos pública- a lo que vino después de Sierra Maestra y antes de Kosovo nos moldeó, y lo vimos como parte de una contradicción tuya que nunca asimilamos, pero que seguro se hizo por las famosas razones de Estado.
Entonces nosotros, hijos malagradecidos del Boom, hijos crecidos en la Latinoamérica post-Boom, salimos corriendo del poder al ver como se le dejaba hacer. Corrimos porque queríamos alcanzar el centro comercial, y en la carrera recibimos un disparo por la espalda, un tiro que nos dieron para quitarnos un par de zapatos.
Qué carajo importa ya.
El hecho es que la historia que quería contarles llegó a mis oídos gracias a mi primo Víctor Hugo. Le sucedió a un amigo suyo el día que volvía de dar clase en la facultad de Farmacia de la Universidad. Mi primo Víctor es un tipo sencillo, nunca ha leído Cien Años de Soledad y no tiene pretensión alguna de aplauso, al menos no del tipo que le gusta tanto a Bill, del reconocimiento que desvela a Castro, por seguir con el ejemplo. Víctor Hugo sólo quería ganarse el pan explicando isómeros y radicales en las aulas, creando hidróxilos y alcanos en el laboratorio de la Universidad. Pero él también era, casi sin quererlo, un hijo pródigo del Boom latinoamericano. Y el hijo que sale corriendo para que no le roben los zapatos casi siempre recibe un tiro en la espalda, pero nunca nada menos que un peinillazo.
Pues bien, Víctor Hugo recibió un peinillazo. Eran las cinco y media de la tarde de un martes de abril. Marcelo, un colega que daba clases en la facultad de Letras, llevaría a mi primo hasta la estación de metro más cercana. Marcelo tenía un destartalado Fiat Uno, pero eso a él no le importaba porque su felicidad se basaba en hablarle a sus alumnos sobre Julio Cortázar . Marcelo y Víctor Hugo conversaban sobre el precio del tomate y la cebolla, sobre lo caro que resultaba hoy en día salir a comerse unos tortelinis en la tavola calda de Rinaldo, ese cocinero turinés que prepara la mejor pasta casera de toda la ciudad. Caminaban en dirección al automóvil cuando sonó el teléfono de Víctor: verás mi amor, yo voy todos los martes al cine, es una costumbre que me encanta, y hoy no tengo quien me acompañe. No te prometo una buena película pero te pago la entrada, ¿vienes?
Mira Natalia, estoy un poco cansado, respondió Víctor, esta clase fue muy jodida y me duele la espalda. Pero chico lo de la espalda lo arreglamos, una vez que termine la peli nos venimos a mi casa, abrimos una botella de vino y yo te hago un masajito en la espalda.
Así si Natalia, es que tengo mis encantos muchachito, deja entonces que tome el autobús hasta tú casa, perfecto, y de ahí salimos para la función de las nueve. Maravilloso, y yo mientras te espero meto al horno unas berenjenas rellenas para que nos llevemos algo en la panza.
Marcelo intuyó lo que pasaría; Víctor Hugo comería berenjenas y todo lo que Natalia le sirviera. Luego quizás harían el amor sobre la mesa del comedor.
Los dos amigos se despidieron con inusual afecto. Se dieron la mano y luego, sin pensarlo, se abrazaron. Nunca antes lo habían hecho. Pero hoy sucedió así, sin más. Quizás lo hicieron porque el precio de la cebolla había subido. Tal vez por honrar el recuerdo de los tortelinis que preparaba Rinaldo. O pudo ser la brisa que se paseaba por la ciudad, una brisa rencorosa y repleta de saña, brisa que cobraba las facturas ajenas a los hijos pródigos del Boom latinoamericano.
Aquella tarde iba cayendo en forma de ladrillos. La luz estaba en ese punto intermedio entre el día y la noche, esa frontera en la que dudas si prendes los faroles del carro o los dejas apagados. Marcelo llamó a su papá: tenía ganas de verlo, sacarlo de casa y llevarlo a pasear un rato.
– Papá baja por favor, llegaré al edificio en dos minutos, le dijo Marcelo a su padre a través del teléfono celular. Que si papá, estarás de regreso temprano. Anda hombre, ya sé que estás en pantuflas, pero verás que al salir te distraes un rato.
Mientras Marcelo convencía a su padre, Víctor Hugo se sobaba la panza sentado en el sofá de casa de Natalia. Mientras ella se duchaba para salir al cine y justo después del primer masajito en la espalda de la tarde, Víctor Hugo recorría con la vista el apartamento. Era pequeño, sin grandes pretensiones, atiborrado de libros y con un afiche pegado en la pared de sala donde aparecía el Ché conversando con Camilo Cienfuegos. ¿Por qué Natalia tendrá este afiche aquí?, se preguntó Víctor Hugo. Quizás se trataba de un recordatorio de rebeldía perenne. ¿Pero por qué quiere seguir siendo rebelde? Seguramente para sentirse un poco más viva, un tanto menos jodida. Esa foto de icono revolucionario convertido en icono pop le daba fuerzas a Natalia para sostener el ticket del estacionamiento donde dejaba el automóvil en el que iba a comprar la novela que recién había sido merecedora de un importante premio literario en España. Ay España, pensó Victor y en su mente aparecí yo, que un día me vine a limpiar mesas por seguir un sueño de ser poeta. España, tan lejos y tan cerca. Mercado de jóvenes escritores y los que no escriben nada, pero que también quieren una vida moderna y un pantalla plana en las salas de sus casas. Hogar de los intelectuales de izquierda que beben vino y se van de tapas al centro de la ciudad, donde seguro que no reciben peinillazos ni tiros por la espalda, a menos que anden de tontos pidiendo independencias o la exhumación de los muertos de la guerra.
Natalia salió del baño y sonrió al ver a Victor mirando fijamente la foto del Ché. Me visto y nos vamos, dijo.
II
¡Pero cómo vamos a apoyar a Chávez!¡Si ese tío es un gorila tropical!, gritaba José María mientras agitaba la copa de coñac que sostenía con su mano izquierda. Si hombre, tienes razón, le respondió Mario desde su butaca de fina caoba barnizada. Yo que soñaba con un presidente amigo, moderado, culto, y vienen los venezolanos y nos salen con este chalado. Con los buenos ejemplos que tenemos en Chile, en Colombia, hasta en el mismo Perú de mis recuerdos está este guevón que será de todo menos castrista, dijo Mario con sobriedad. Claro, pero es lo que trato de decirte. Estaría bien que dijeras algo en tu artículo de este domingo para El País, no sé, una invitación al noble pueblo de Venezuela, a la comunidad internacional, a la OEA, yo qué se, para que se anden con cuidado con esa amenaza continental. Y también dices algo sobre Jaime Baily.
Son las dos de la tarde en el restaurante “El Abuelo” de Toledo. Para Mario no es fácil soportar a José María. Es un hombre graciosillo, si, pero también espeso, grueso de tragar por momentos. José María hablaba mucho más ahora que el coñac lo había envalentonado: fondos de inversión, fondos de inversión de alto riesgo, las islas Azores y por qué fui a las Azores, que si la ministra, ¡Uy es que ese acento Mario, ese acento francés me vuelve loco! Pero en la mente de Mario las palabras rebotaban y en su lugar se dibujaba la cara de Julio Cortázar. Mario envidiaba un poco la paz en la que debía estar descansando Julio, añoraba el coraje que tenía para decidir lo que nunca decidía porque ya le venía a la cabeza como un hecho incontestable, el compromiso que tenía consigo mismo, que era como decir un compromiso inevitable y no obligado por la culpa un poco cristiana de quien mira con más cariño Madrid que Arequipa, porque en Madrid está la Real Academia y El Prado, tienes el Reina Sofía y a la Reina Sofía, tienes a los hijos de Cervantes que son y serán siempre hijos agradecidos. Además, por mucho que yo la quiera, por muchos honores y condecoraciones que reciba, Arequipa no será nunca nada más que Arequipa.
III
A esa misma hora, pero del lado izquierdo del Atlántico en el mapamundi, Marcelo estacionaba el Fiat Uno frente a casa de su padre. Enseguida se subió el viejo, más parecido a un epitafio que al fornido hombre que le dio la vida. Y aunque el reumatismo y la diabetes lo estaban consumiendo a mordiscos, el anciano conservaba una sonrisa energizante, llena de instantes vitales. Hijo, gracias por animarme, dijo con voz algo cansada. Tú mamá amará sus cintas de colores, dijo desvariando. Las ha querido desde siempre, desde antes de conocernos le encantaba flotar en esa seda china que brilla hasta en la oscuridad. A tú mamá no hay azul cielo que se le escape, ni rojo escarlata que se le atragante, quizás algún turquesa que intercede cuando nos bañamos en Isla Larga, pero amarillos, naranjas, violetas y hasta grises se pasean por su mente cada día. Yo creo que tú mamá puede ser mandona, orgullosa y necia, pero nadie puede acusarla de binaria. ¿Tú me entiendes hijo? Claro papá, creo que has dado en el clavo, ese cóctel de medicinas que te estás tomando te tienen más poeta que nunca, dijo Marcelo. Un día de estos me meto una de esas pepas y me inyecto una buena dosis de insulina, de esa que te recetó el doctor, y viajo contigo al mundo del Prozac y los versos. Verás como nos vamos a divertir.
Ambos soltaron una buena carcajada.
Marcelo tomó la autopista Francisco Fajardo a la altura del distribuidor Ciempiés. El velocímetro marcaba ochenta. El reloj las seis y cincuenta y nueve. En la radio sonaba “El fin de la infancia” de Café Tacuba. Marcelo se reía de sus recuerdos, de la burla de sus amigos por escuchar a esos niños bien chilangos. Su cabeza se llenó de violines y chasquido de guitarras. Pensó en Carlos Fuentes, quien ahora prologaba las biografías de magnates poderosos. Pidió a Dios un poco más de vida para su padre. Pidió también por si mismo, rezó por no parecerse a ninguno de esos canosos que terminan alabando al poder. Viejos masca buches, pensó. Dios, no permitas que termine haciendo lo mismo que esosjalabolas. No me dejes caer en la tentación. Líbrame del mal.
El viejo permanecía en silencio en el puesto del copiloto. Con una expresión tranquila, casi angelical. Se había quedado dormido. Marcelo lo miraba con el rabillo del ojo, queriéndolo desde su locura senil, que ya se lo había llevado a pasear hace rato, cuando de pronto sintió un cambio de luces por el retrovisor, escuchó un giro de ruedas y en seguida un motor acelerando. Su corazón comenzó a latir más rápido. Cuando tuvo tiempo de percatarse vió a su derecha, justo al lado de la ventana donde estaba su padre, como desde un Mercedes Benzcinco hombres, que parecían bien comidos y bien vividos, incluso alegres, le disparaban tres veces a su papá, y la bala que lo mata porque le atraviesa la nuca, se le encaja a él en la costilla, cerca del homoplato.
El viejo cae en las piernas de Marcelo, y él ni siquiera puede despedirse porque está maniobrando para no estrellarse. Cuando logra frenar el Fiat Uno ayudado por la defensa, observa como el Mercedes Benz desde el que dispararon a su papá frena también, y un hombre se baja y empieza a caminar hacia él pistola en mano. Son las siete y dos minutos. La cara del hombre no era de furia sino de aburrimiento. Marcelo se abrazó a su papá porque sabía que también iban a matarlo, y en ese momento Dios, que como dice una buena amiga, es un viejo jodedor, decide que llegue la patrulla de la policía de tránsito, encienda la sirena y el asesino la oiga, de media vuelta y no lo mate.
IV
Una herida, un chorro de sangre, el olor de la pólvora, el grito de la carne punzada, una tripa que sale, ¿qué es una tripa que sale?, pensaba Natalia. Es la mierda que nos heredaron las letras de los grandes y los mediocres, las bocas de los arribistas, los papeles que manosean los funcionarios. Y yo que tuve que ver morir a mi gente, que trago monóxido de carbono cada mañana que llego tarde al trabajo, que soporto el bautizo y re-bautizo de las calles con nombres de próceres que igual que hoy, ayer mataron por sed de oro y propiedades y luego le colocaron el título de libertad de la patria. La patria del coño de su madre. Me cago en los perdona vidas, en los poetas flojos, en los narradores y las narradoras de la clase media que, como yo, no tienen nada que decir, narradores y narradoras aburridos y mal educados, oficiantes de palabras que no significarán nada ni antes ni después de que nos metan en una caja de madera y nos echen la tierra sobre las tetas, estas tetas que dan de comer todos los días a los mala cama de siempre, a los me vengo en dos minutos. Estoy harta, harta de venir al cine todos los martes en la noche con tipos como Víctor Hugo. No sé por qué me sigo juntando con estos poca monta, hombres que no tienen nada en la bola, que sólo quieren alabanzas, que les digan que siempre serán jóvenes, cada vez más ricos y quizás inmortales. Desean congresos que hablen sobre ellos y sus nuevos descubrimientos, desean salir en el noticiero de las ocho de la noche o en la entrevista de la contraportada del periódico. Matarían por una foto de libro, sólo quieren que sus madres muertas se sientan orgullosas en sus sepulcros.
V
Y Marcelo, mientras tanto, pedía al policía que vino a ayudarle que llamara a su mamá desde el teléfono de su papá, que su papá tiene guardada a su mamá en la memoria del teléfono como el número 1, que ese celular ahí en la guantera es el de su viejo, que pulse la tecla 1 y la mamá va a contestar. Y su papá ya se había ido, ya volaba más allá del cobijo de su esposa, treinta y tres años de casados que no son tantos y que tampoco fueron admirables ni un camino de rosas pero fue el camino que ellos habían elegido eso sí, ese camino que ahora era infierno porque entonces ella contestó la llamada que decía “Papá” y oyó una voz desconocida, una voz que no sonaba a papá porque era muy ronca y muy seca, y que le decía mire señora a mi me da mucha pena llamarla para decirle que su esposo, su esposo bueno ha sido asesinado por unos desconocidos que le dispararon desde un auto en movimiento, no puede ser, y su hijo fue herido de bala en el tórax y ahora está siendo llevado de emergencia al hospital, ¡No! ¡Me muero!, yo lo lamento señora pero usted tiene que hacer acto de presencia para reconocer el cadáver, pero cómo, cuándo, quién, por qué, no poseo esos detalles señora, pero no es el primer caso que atendemos con este modus operandi, y ya no pudo seguir diciéndole nada porque la señora empezó a llorar, y alguien la ayudó para que no se desmayara pero la tensión bajó, las lágrimas fluyeron sin parar y allí ya no hubo vida sino muerte y desconsuelo, tragedia y parálisis, que mira que ninguno de los novelistas del Boom, ni sus hijos que somos nosotros, hemos querido pero si buscado. Y después el policía cuelga el teléfono del difunto y se lo mete en su bolsillo, revisa la cartera y roba los billetes que le quedan, un dinero que se llena de oscuridad en el bolsillo derecho del pantalón del servidor público. Mientras Natalia y Víctor Hugo miran la película, Mario reposa el almuerzo en su casa, el Gabo masca sus memorias y Fuentes piensa en poemas tontos para autores que él cree pasarán a la historia, y sobrevivirán el juicio de los tiempos, y serán eternos como todos los Fuentes y Cisneros y Slim y Vargas Llosa y García Márquez y Borges y Brice Echenique y Asturias y Uslar y todos, todos los que en el Gran Futuro serán llevados por mensajeros alados hasta las puertas donde se guarda el Conocimiento Universal, mientras los médicos luchan por levantarle la presión a Marcelo y que no se nos muera el muchacho, y él mismo lucha en medio de su delirio por no morirse, y dar al menos sus clases de Análisis Literario en la facultad, sin saber que a su padre muerto lo sacan del Fiat Uno, lo ponen en el piso de concreto de la autopista Francisco Fajardo, desde las ocho de la noche del martes hasta las seis de la mañana de un miércoles de abril, cuando por fin llega la furgoneta de la morgue porque ha sido un día muy movido, doce muertos durante la noche carajo -dice el conductor mientras se seca el sudor de la frente con un pañito-. Me tocó manejar para arriba y para abajo, un enfrentamiento entre bandas rivales que dejó cuatro cuerpos regados, dos ajustes de cuentas y cuatro maridos muy borrachos, o muy drogados, o las dos cosas, pagando sus frustraciones contra sus pobres mujeres que salieron escoñetadas por todos lados y dónde está el occiso, preguntó al policía de caminos. Allá lo tienes y apúrate que ya se está haciendo cola y tenemos que descongestionar el tránsito, pero chico ¿no me vas a dar nada para comprarme un cafecito?, coño tu jodes demasiado, anda, toma y apúrate en levantar a ese muerto, pero y éste señor qué cuenta tenía pendiente, oye no sé pero con éste ya son tres los casos que nos reportan: no les roban nada pero le vacían la pistola encima, dijo el policía mientras movía la mano para que los carros que venían por la autopista circularan por al derecha. La semana pasada una señora venia por aquí mismo, se detuvo en el puesto de la patrulla donde yo trabajo y nos dijo así, con la cara pálida, que unos hombres en un carro lujoso la venían siguiendo. La señora estaba muerta de miedo y nosotros le dijimos que se quedara ahí, con nosotros, el tiempo que quisiera. Ella esperó una hora, pero se equivocó, se montó en su carro y volvió a agarrar la autopista. A los dos minutos se oyeron tres tiros. La mataron por el puro gusto de matarla.
El chofer de la morgue miró con un dejo de extrañeza al policía que siguió hablando sin parar, como queriendo desahogarse por todo lo que sus ojos habían visto. Respiró profundo, y dándose fuerzas a si mismo, bajó la camilla de la parte de atrás de la furgoneta. Quién sabe qué diablo se nos metió en el cuerpo, pensó el chofer mientras se acercaba al occiso, metía sus manos debajo de las frías axilas y lo arrastraba hasta subirlo en el destartalado cachivache, mientras a esa hora ya Fidel se había levantado y escribía un articulito para el Granma, Chávez dictaba las líneas que saldrían publicadas en los periódicos de la mañana, Obama chequeaba los mensajes de su Blackberry, Uribe apenas bostezaba sus primeras órdenes al secretario, Zapatero aún dormía y Cristina se revolvía placidamente en sus cobijas de la mañana porque ninguno de los Boom tuvo nunca el valor de decirles a la cara que se fueran a la mierda con sus ansias de poder y con su completa ineptitud recubierta de amenazas. Que se fueran al mismísimo carajo con sus ideologías disfrazadas y dejaran que algún otro se ocupara de trabajar porque a sus hijos no les disparen por la espalda, ni les vacíen la pistola desde algún carro en movimiento, mientras ellos van tranquilos y seguros a sentarse en sus sillitas de terciopelo.
FIN