Cuento leído ayer 18 de mayo, en el marco de la V Semana
de la Nueva Narrativa Urbana
«¿Why don’t you wrap your lips around my cock, babe?»
The Doors. G – L – O – R – I – A.
Robert presumía que ocurriría lo de siempre, lo que había ocurrido en los tres años que llevaban saliendo: besos en la puerta, manos sobre la franela, pezón erecto, gemido débil, erección tensando el blue jean, manos sobre el culo; y al amagar con desabrochar la camisa, el melindre de ella, el alejamiento, el llamado a la espera, la prudencia y el respeto; pero se equivocó, Paola, al igual que él, se había cansado de las masturbaciones.
En algún momento de la vida las chicas se envalentonan, sacan coraje de donde no lo tienen o de donde no sabían que lo tenían, y toman al afortunado, le manosean el pene erecto y ansioso, le tocan el glúteo y lo halan hacía ellas, dejan que la humedad se apodere de sus pantaletas y abren las piernas, el alma, los brazos, los prejuicios.
Esa noche gloriosa, Paola dejó que Robert recibiera el premio a tres años de paciencia y respeto. Tres años de caricias furtivas, manoseos desesperados, y alguna que otra discusión que se resolvía con un “si esperamos, será más bonito”.
Paola lo arrastró, se dejó manosear como nunca en el ascensor y pasó su pierna derecha alrededor de la cintura de Robert —su gordito bello—, el chico que había sabido esperar, a diferencia de Andrés, Raúl, John y otros desesperados que le habían abierto la blusa e intentado bajar el pantalón, luego de una noche de rumba en Friday’s o una jornada de cine mediocre en La Cascada.
La erección de Robert le terminó de quitar el miedo a Paola, y allí, en el trayecto interminable rumbo al piso dieciocho, el único asustado era Robert, que casi se vino de la emoción.
Entraron. Ella no encendió la luz y dejó de besarlo, para tomarlo de la mano y dirigirlo al cuarto. Lo empujó hacia la cama y se le sentó a horcajadas sobre la cintura. Sin pensarlo, y sin las ternuras que usaba cuando pasaban una hora besándose en el sofá, le bajó el cierre y exploró su sexo, tomó el pene y se regodeo con las manos en la tirantez de Robert, comenzó a frotarlo y él se vino inmediato.
Él gritó, algún oído exquisito aseguraría que gimió; ella no pudo evitar reírse y sentirse feliz de poder controlarlo, después de todo, llevaba meses siendo intimidada por los arranques de libido de su novio adolescente, que lograba, a veces, hacerla sentir mal por ser tan mojigata.
Mientras él se recuperaba de la vergüenza, de la eyaculación y del susto; ella empezó a degustar las gotas de semen que habían quedado en su mano. Ya sin inhibiciones, se acercó al rostro de Robert y lo besó, mordisqueándole el labio un poco. Le dijo que no se preocupara, que la noche apenas empezaba. Bajó hasta el miembro asustado, vencido, sobresaliendo moribundo del pantalón, con la liga del interior ovejita apretándolo un poco, y lo acarició con la lengua. Luego, lo tomó con las manos y, al sentir que volvía a la vida, cuando supo que tanto él como Robert estaban dispuestos a seguir con la fiesta, se lo tragó completo, de un solo envión, y obligó a Robert a asumirse en toda su masculinidad.
Robert, sintiendo la inminencia de la realidad, supo que debía portarse como lo había fantaseado mil veces. Luego de un par de minutos disfrutando de la garganta, la lengua y labios de Paola devorando su miembro, él tuvo el coraje de halarla por el pelo, tomarla por la cintura y echarla sobre la cama para montarse sobre ella y quitarle la ropa.
Lo hizo torpemente, con miedo; había practicado mil veces con una muñeca inflable, con una almohada grande, incluso con una prima que le enseñó a besar y a tocar por encima de la ropa, pero aun así, nada te prepara para desnudar a una mujer por primera vez.
Prendió la luz, tratando de ponerla nerviosa. Pero ella, con la expresión de mujer atrevida que había ensayado muchas veces en las pijamadas con Shelly, Andrea, Marianna y Mónica sólo podía reír ante los desesperados intentos de Robert por no dejar traslucir su pavor. Al verla así, tan poderosa y tan poco necesitada de él, con esa seguridad absoluta que tienen las mujeres cuando descubren que somos nosotros los que no podemos vivir sin ellas, él, simplemente, supo que no la satisfacería y que perdería su virginidad así, con miedo, con nervios, y al igual que el doctor Juvenal Urbino antes de morir, sintió que no estaba listo para eso, pero ya no podía arrepentirse.
Todo fue rápido y malo. A ella el rostro se le constreñía más y más, mientras él trataba de estimularla. No supo mordisquearle el pezón, con ese punto medio entre la aspereza y la dulzura del que gustan las mujeres cuando uno excursiona en las montañas de grasa que gobiernan su torso. No supo lamer los labios que sonríen al revés, se le olvidaron las pornos que veía en casa, y también las prácticas con guayabas y patillas que hacía en la cocina. Le aterró meter el dedo atrás, y hasta se asqueó cuando ella, dueña absoluta de sus portentosos glúteos, se puso a gatear sobre el colchón, mostrándole sin rubor el ojo del mismo culo que solía tocarle encima del blue jean, pero que así, desnudo y abierto, le parecía un trasero extraño y desconocido.
Lo peor fue al entrar en ella, fue como ir a una selva inhóspita y peligrosa. Él no pudo concentrarse en la calidez de estar allí, adentro de la chica que exhibía en La Cascada, la que le envidiaban sus panas, la que provocaba miradas libidinosas hasta de su papá, que una vez, medio en broma, le comentó que se la birlaría. Se volvió nada. Ella propuso cabalgarlo, él aceptó, o se resignó; ella empezó a moverse y él se vino otra vez.
Paola pudo traerlo a la vida una vez más, pero no quiso, se aburrió y lo besó con cariño. Robert se fue molesto de su casa. Paola no lo extrañó, humedeció su índice y medio derecho y terminó el trabajo, mordiendo una almohada para acallar los gemidos que ella podía producirse mejor que Robert.
Nunca más volvieron a verse. Robert dejó de llamarla y alteró su rutina para nunca cruzarse con ella, simplemente estaba asustado. Y estuvo asustado mucho tiempo hasta qué, de manos de la amable Norma, una showgirl que ofertaba sus servicios en internet, aprendió a poseer mujeres y no sólo a imaginar que lo hacía.
Durante varios años, específicamente hasta el día de su vigésimo cumpleaños, Robert nunca experimentó un miedo similar al de aquella noche. Esa segunda vez, llegó con algo muy banal: un Nintendo Wii.
Hay cosas que no tengo claras en torno a esa noche, pero sí estoy seguro de que antes de despertar ese día, en el ínterin entre el sueño y el despabilamiento, cuando escuchó el sonido del celular, Robert, regresó a esa colita. Llevaba varias semanas soñando con ella, imaginándola en todos sus detalles. Desde como se sentía la piel que la cubría, hasta a que sabía el sudor que brotaba de sus poros, en especial, cuando Nelly se metía el hilo dental de algodón y se recubría las nalgas desnudas con el shortcito blanco que gustaba usar para tomarse las fotos que subía a Facebook.
Respecto a esa colita, todo comenzó en una tarde de ladilla. Robert paseaba por la carnicería de adolescentes que había logrado recopilar en su perfil de Facebook. En tan sólo mes y medio de haber abierto la cuenta, ya almacenaba unos 600 contactos. 417 de ellos pertenecían a chicas menores de veinte años, que aceptaban su invitación de amistad llevadas por la foto en blanco y negro que decoraba su página.
Robert salía bien. Con unos converse originales, un jean con rotos de fábrica, una franela negra de Nirvana y una mirada perturbada, había logrado constituir el lugar común perfecto para seducir carajitas.
En las tardes siempre era placentero matar la ladilla viendo las fotos. Robert pasaba horas deleitándose en los álbumes: “en la playita con los panas”, “yo más lenda”, “en la yapla”, “me”, “solo yo”, “beia con mis amigas”, “locuras en el Sambil”, “un día diferente en el Ávila”, “en el club”, “posando”, “en mi cuarto”, “joda en el liceo”, y demás títulos cargados de esa extraña necesidad de impostar la espontaneidad y la irreverencia. Todos los álbumes contenían imágenes de adolescentes regodeándose en sus cuerpos recién crecidos, manoseando sus tetas con fingido descuido, mostrando el culito debajo del short o descubriéndolo en un afortunado hilo dental hundido en el ecuador de esos culos, quizás, pensaba Robert, jamás penetrados.
En sus otros contactos, los masculinos, sobraba el reggaetón y el rock-emo. O eran chicos con guayas de mentira posando como gángsteres malvados, o eran oscuros con maquillaje y caras de tristeza. Las galerías de fotos de los chicos solían repetir títulos como: “en la rumbita de anoche”, “modernos en Barrabar”, “con unos qlos”, “los pana de la uni”, y la infaltable galería “puro style”, atestada de poses robadas de los pósters promocionales de Wisin & Yandel. Robert les empezó a pasar de largo luego de varios días usando la red social, le aburrían las naturalidades fingidas, excepto la suya.
Aprendió a convivir con los especimenes de Facebook. Pronto, comprendió que debía montar sus álbumes imitando la misma estética de los demás. Igualmente, abrió una cuenta en Twitter y la vinculó con su perfil de Facebook. Desde el blackberry actualizaba su status, con frase como: “me voy este fin de semana pa’ la playa con una jevita que me levanté en Friday’s hace dos noches”, “la vida es dura, pero hay que vivirla, superando las tristezas”, “cada vez que el amor golpea hay que saber recuperarse, como los boxeadores”, “esta semana subo más fotos”, “me di los besos con Karina”, “llevo una semana sin tirar y estoy caliente”, “anoche tuve la rumba de mi vida y estoy enratonao”, “siento que la vida no tiene sentido. Por favor, ayúdenme”. Cómodamente acostado en su cama, vestido con su mono de dormir, viendo una película en el cable o escuchando música en su Ipod, Robert se iba creando una personalidad virtual: dura, irreverente, atrevida, a veces deprimida, indiferente a la política y exitosa con el sexo opuesto. Todo era un juego, uno muy productivo y divertido, hasta que llegó esa colita.
Yo no creo que Robert entendiera el significado de la palabra fetiche, tampoco estoy seguro de que supiera, al menos hasta ese día, que cultivaba el fetiche de las adolescentes con culitos parados sobresaliendo de shortcitos blancos, pero de lo que sí estoy convencido es de que en ese momento Robert sintió la erección más poderosa que haya tenido. Así me lo contó él, y yo no lo dudo ya que él siempre ha sido honesto conmigo, o al menos lo fue, cuando éramos los mejores amigos del mundo.
El único problema era que el perfil, perteneciente a Nelly Ranaldi, era privado. Así que Robert envió la petición de amistad, temeroso de que no aceptara. Hasta ese momento nunca había temido un rechazo. Lo bueno de Facebook es que las mujeres son infinitas y los rechazos, a diferencia de los que ocurren en una disco, o en cualquier otro espacio de la vida física, no son definitivos; bien sea porque repitas la solicitud con un intervalo suficiente como para que la reticente se olvide de tu primera petición, o porque decidas seguir intentando con otros perfiles. Al final todas son iguales: jevitas de entre catorce y veinte años desesperadas por ser desvirgadas.
Nelly se conectaba desde un cyber, de eso estuvo seguro Robert cuando pasaron tres días y ella no había respondido a su petición. No era que lo había rechazado, era que cada vez que volvía al perfil aparecía la maldita frase en blanco difuminado: esperando confirmación de amistad. En el mundo virtual la incertidumbre puede ser infinita, basta que no aceptes ni rechaces una petición de amistad. Así es internet, las discusiones siempre quedan a la mitad, las amenazas vuelan a través del sistema y se quedan perdidas, escudadas en sus anónimos que nunca las cumplen. En los blogs, siempre esperarás la respuesta de ese autor pedante que malredactó un artículo que te dejó inquieto. En las redes sociales, siempre te quedará la duda de saber cuanto de real y cuanto de exageración hay en la chica quinceañera que dice haber perdido su virginidad a los doce años, y que gusta intercambiar por el chat las frases cursimente explícitas que seguramente no se atrevería a decir, y menos practicar, en la vida real. Pero claro, tú nunca lo sabes, y ese no saber es lo que te hace entrar otra vez y seguir viendo.
Pasó una semana y a Robert lo mataba la duda. Presumió que ella había visto sus fotos y no había gustado de él, pero recordó que si Nelly era de las que condicionaba su aceptación de amistad a la impresión que le causaran las fotos de quien le solicitaba agregarla a su lista de contactos, el primer álbum con el que se toparían sus ojos sería “en Cuyagüa con unos bróderes”, y en esas fotos salía bien. Poco a poco, de tanto imitar la rutina de Marcos y la mía, Robert iba formando músculo y algo de contextura. Además, ese día el bronceado era perfecto cuando empezamos a usar la cámara digital. Robert se veía duro y dorado, vistiendo sus bermudas Oakley y portando sus Ray Ban originales, recién comprados en México por su hermano, que acababa de llegar de un congreso de odontología en Guadalajara. Eran buenas fotos, lo suficiente para convencer a cualquier teenager poco exigente.
Finalmente, en el momento en que veía las fotos de una chica tukki, apareció en el borde inferior derecho de la pantalla la notificación que anunciaba Nelly Josefina Ranaldi Gómez ha aceptado tu petición de amistad. Robert se fue directo al perfil de ella para curiosear en sus imágenes.
Pasó a las fotos y entró al primer álbum: “siempre beia”. Las imágenes se lo confirmaron: esa colita era la más bella que había visto. Unos glúteos enjutos pero carnosos, y redondos, perfectos. En todas las fotos, Nelly posaba con un short transparente que dejaba mirarle la pantaleta de algodón, hilo o cachetero según el caso.
Hoy, todos somos fotofílicos, imaginófilos, camarocéntricos, retratoinómanos, bifanderianeros.
No le fue difícil convencerla, a punta de flores virtuales y aplicaciones optimistas, de verse un día. Al pasar tres semanas todo iba bien, pero todavía no se la había cogido. Durante los veintiún días en que la esperaba a la salida del Liceo, la llevaba a la heladería frente a la Iglesia de los mormones, la sacaba al cine y pasaban una noche de cervezas y fútbol en la pantalla gigante de American Droostore, Robert, sólo podía pensar en el momento en que le tocara penetrar esa colita. La imagen de ella, en cuatro, esperando ser asida y secuestrada en su postura más innoble, no lo abandonó. Soñaba, deseaba, se tocaba a diario y, en las últimas semanas, se despertaba turbado y no podía pararse de la cama si no era masturbado, medio satisfecho, y también, medio frustrado por la espera.
Esa mañana lo llamé al celular, había quedado en llamarlo para ir a comprar las cosas de la fiesta. En la noche, nos reuniríamos en el solar de las residencias Inon, a celebrar su cumpleaños. Él atendió, y noté en su voz la tensión de los hombres con deseos contenidos, sin verlo, supe que había soñado con ella, y que mi llamada le había interrumpido un sueño, no importa cual, seguramente en cualquier contexto en que se encontrara soñando estaba ella, con su colita virgen esperando por él y su sexo, ahora experto y desinhibido.
Antes, cuando los adolescentes lloraban en sus cuartos y no a través de fotos enmarcadas con Layouts-Emo en Myspace. Antes, cuando en Facebook no se propalaban los estados civiles y se cambiaban los status cada dos minutos. Antes, cuando nadie podía comunicarle al mundo la minuta de sus actividades cotidianas en Twitter. Antes, en una época cercana en años, pero que vista a través de los ojos digitales, resulta prehistórica y arcaica; como si los años digitales representaran, al igual que los caninos, siete años humanos. Bueno, en esos tiempos cretácicos, los hombres debían imaginar más. El solo ver a una mujer en traje de baño podía tardar meses, hasta que una invitación a la playa se concretara.
Hoy, todo se resuelve con un “vamos a la play ste fin d semana vienes?”, “Grax la pase cool sta noche t nvio un super kiss”, “ya subi las fotos en FB de cuando fui pa choroni velas”. En todo caso, sirven también los mensajitos en cadena: “Me gustaría ser tus lágrimas y tus sonrisas para estar contigo en las buenas y en las malas”. Noventa y un caracteres, y ya alguien se encargó de la ortografía por nosotros. A un clic de distancia está la importancia, Facebook, nos recuerda el cumpleaños de todos, incluso de quienes no conocemos. Basta un: “Feliz cumpleaños, bro”, para quedar bien. En ingles: “Happy Birthday, have a good time”. En ingles irreverente: “Apio verde 2 yu”. Sólo unos tecleos y no me olvidé de ti, seguimos siendo panas, incluso aunque nunca lo hayamos sido realmente.
A veces, cuando pienso en las ventajas de vivir en el Siglo XXI, cuando considero que en los noventas había que enamorar a las chicas para poder cogérselas, me da tristeza la generación anterior a la mía. Es decir, pobrecitos, toda esa adolescencia guardada, subyugada y sometida a la tiranía de la televisión y los teléfonos inalámbricos que sólo te permitían despegarte unos metros de la pared. Ahora todo es tan simple: hoy estoy triste y me quiero morir, déjame ir a http://www.myspacelayouts.com, hacer clic en las categorías Dark o Emo y bajarme el background negro con corazones rosados que me permite predicar mi depresión. Hoy estoy molesto, afortunadamente, la misma página tiene una categoría Punk y una Rock, donde están los layouts de Nirvana, The Ramones, The Clash, Green Day o Iggy Pop; luego de cargarlo, quito la canción I Kissed a Girl… de Katy Perry, y cuelgo una más acorde con mi humor, no sé, seguramente en el perfil de Nine Inch Nails hay algo lo suficientemente ruidoso como para expresar la rabia que tengo porque el sistema me oprime; ah, y debo cambiar mi mood, la última vez que me conecté lo puse en ‘enamorado’, debo cambiarlo a ‘enojado’ o ‘decepcionado’, lástima que no haya uno que diga ‘arrecho’.
Dame mi máscara que me voy a conectar a Internet.
Luego de un rato charlando, bebiendo chicha y mirando las películas quemadas que vendían en el ‘local itinerante’ frente a la juguetería, le pedí que fuéramos al Central. Se lo solté cuando me describía, por enésima vez, que esa colita era única, no se parece a ninguna otra, no es un culo, es una colita y, verga pana, yo estoy enamorado en serio de esa jevita, me decía Robert antes de lamer la leche condensada que flotaba sobre el vaso de chicha, coronado con canela espolvoreada.
Mientras bajábamos al Central Madeirense le aconsejé que matara ese queso de una vez. Cógetela, le dije, ¿qué más le puede decir uno a un amigo obsesionado con unas nalgas? Méteselo sin pensar, así debe ser, y lo abracé como a un hermano. Entramos al Supermercado y, mientras él se alejaba a buscar un carrito para las botellas, yo me quedé escaneando a las cajeras. A mí me encantan las cajeras del Central, Doris, la más bella, siempre me mira con indiferencia.
De los estantes con botanas echamos dos bolsas grandes de Doritos, una de Ruffles con crema y cebolla, y una de Platanitos. Fuimos al área de licorería y echamos las botellas de Smirnoff que humedecen las gargantas de las sifrinas con tendencias abstinentes, las de Absolut Vodka para los gallos que se la tiran de malotes, dos de Whisky para los viejos y sus amigos de la Federación Médica, una de Jerez para el club de doñas que acompañan a nuestras madres, seis cajas de Solera verde, y cuatro carteritas de Anís Cartujo. Éstas últimas para nosotros, Asier, Pepe, El Chino, El Negro, El Gordo, Robert y yo. Aunque Rosaura, la gorda lesbiana que trabaja en la librería Atlántis, también se da con el anís.
Salimos del Súper y fuimos a mi casa a cargar las listas de reproducción. En una rumba, Robert y yo renunciamos a nuestros gustos y cargamos, resignados, las listas con puro mp3 de Wisin & Yandel, Daddy Yankee, Caramelos de Cianuro, alguna baladita de Mariana Vega para apechugarse con las sifrinas, y algo de trance mal hecho, para los que no saben nada de música electrónica.
La fiesta fue tipo normal: güisqui con fresco, musiquita mala, pavos bobos hablando de carros con sus amigotes, mamitas ricas ladilladas, esperando que sus novios —los pavitos— dejen de hablar güevonadas y se decidan a atenderlas. En una esquina, los perdedores, incluyendo el gordito dientón al que siempre invitan a las fiestas por lástima, aunque el pana nunca sepa como integrarse.
Hubo un tiempo en que despreciaba esas reuniones, hasta que comprendí que las chicas, ésas que te buceas en las calles y que sólo son tuyas en fantasías, disfrutan de esos encuentros. No hay nada como ver a una de las descerebradas sanantoñeras bailar al ritmo del horrendo reggaetón, recostando su muslo en tu entrepierna y soltando alguna vacía incoherencia, de las que forman el ¿lenguaje posmoderno? de las chicas que me gustan, de las que deseo, de las que procuro llevar a la cama en fiestas. Porque las otras, a las que les gusta el rock y ‘lo alternativo’, a ésas no te las llevas a la cama nunca, ésas no son predecibles y suelen ser exigentes.
A la hora, me había instalado a hablar con Patricia, dime paty, mi rey. Me contaba de Luis Eduardo, su ex, un estudiante de ingeniería de la Católica, que la había dejado por una flacuchenta de un barrio de Los Teques, medio tierrúa, según me decía, cantandito las palabras. Al rato, cuando sonaba la canción de Los Caramelos que tiene muchos adjetivos esdrújulos para definir a una chica, la alejé del bululú de gente. Nos apartamos, refugiándonos detrás de la reja que alejaba la terraza de las escaleras, nos dimos un beso.
No mentiré diciendo que nos dimos unos besos, porque no es verdad, pero sí nos besamos un poco, un besito para romper el hielo, le dije, y ella sonrió, antes de abrir su boca y acoplarla con la mía. Cuando haces que ella sonría y se incomode un poco más que tú, logras difuminar la natural superioridad femenina, por un rato, claro.
Volvimos al grupo de gente normal, los que no estaban con los pavos soberbios, los perdedores, o las mamis ladilladas. Ahí, en esa especie de oasis rumbero, estábamos sentados María, Andrea, Gustavo, Rosaura, Asier, Pepe, El Chino, El Negro, El Gordo, Robert y yo. Seguramente hablábamos la misma intrascendencia de los otros invitados, pero entre amigos, la intrascendencia cobra una importancia inusitada, como si el hablar paja con gente querida fuera más importante que hablar cosas trascendentes con gente insignificante.
Ahora y siempre sonaba, ése era un tema de una banda venezolana que yo llamaba, cariñosamente, Coldrancho, por ser una imitación barata de Coldplay, y bueno, en realidad lo hacía porque el cantante declaró una vez, en un insólito arranque de sinceridad, que eran la versión venezolana de la banda de Chris Martín. El punto es que sonaba Entrenós, cuando llegó un tipo alto, con la quijada atravesada por una chivita horrenda, similar a la de Dave Navarro.
Él y yo nunca habíamos sido presentados, pero yo sabía quien era ese tipo. Robert había estado hablando de él, en las pausas que le permitía hablar de la colita de Nelly quién, por cierto, por alguna razón no había llegado a la fiesta, ni respondía a las desesperadas y desesperantes llamadas que le hacía mi amigo.
Se llamaba El Jefe, y era el jefe de una secta de santeros que operaban en la OPS.
Es común verlos: visten de blanco y se pasean por el Centro Comercial OPS con sus celulares en mano, hablando a decibeles molestos, haciéndole saber al mundo que ellos también poseen teléfonos móviles y camionetas Vitara. Sienten una enorme predilección por ésa marca.
Robert me dijo que él no estaba metido en eso, pero que se había leído un libro yoruba que le parecía interesantísimo. Además, había visto como bajaban a un santo de la corte del malandro Ismael. Es increíble, pero no te asustes, yo no me voy a meter en eso, me dijo esa tarde de chichas y recuerdos, frente a la vitrina de la lencería, al lado del cine al que entramos gratis muchas veces cuando éramos chamos.
El Jefe se quedó en la puerta de las escaleras, la de los besos con Paty, y desde allí, hizo una seña a Robert para que se acercara. Le dijo algo y bajaron al apartamento. Yo quise seguirlos, pero me sentía intruso. No lo he mencionado hasta ahora, pero desde hacía días, entre la colita de Nelly y los devaneos santeros de Robert, empecé a sentirme desplazado.
Suele pasar eso con tus amigos de infancia, no sólo con los que se alejan y que, luego de un tiempo sin verlos, te resultan extraños. También ocurre con los que crecen contigo, en algún momento, cuando sientes que puedes predecir lo que dirán o harán, te sorprenden y descubres, con la misma perplejidad con que un hombre a punto de ser convertido escucha la palabra de Dios, que esa persona ya no quiere tener nada que ver contigo. A veces ocurre al revés, y eres tú el que se da cuenta de que a tu lado está otra persona, distinta, desconocida, no sabes si mejor o peor, pero ciertamente ajena. Las personas conocidas cuando se alejan, o cuando se acercan demasiado, son las que nos resultan más extrañas.
A los minutos bajaron todos y salieron del edificio. Robert llevaba, mal camuflada debajo de la chaqueta azul con calaveras blancas, la pistola de su papá. Yo la conocía desde hacía meses, a Robert le daba por llevarse el hierro de su padre cuando salíamos a rumbear. Se sentía grande con ese pistolón en el cinto. Una vez, estando en Beer World, unos tukkis sacaron sus revólveres y amagaron con tirotearse. Robert, echado bajo la mesa en que nos habíamos resguardado, casi sacó la pistolita pero, la nena con la que andaba liado por eso días, le impidió accionarla.
No se molestó en cabecear una despedida como las que cabeceaba cuando nos encontrábamos en la calle y él iba con sus amigos santeros. Ese cabeceo se convirtió en un sello de su ligero alejamiento de mí, un sello que decía: te reconozco y aun así te ignoro, pero como te aprecio te ignoro con dulzura. Yo no soy cursi ni sentimental, por eso nunca le reclamé el cabeceo, pero, una vez que me cabeceó en la Avenida Perimetral, yo le lancé una mirada fija, esperando con ella traslucir mi desencanto por su distanciamiento.
En la mañana, después de la fiesta, me levanté excitado y debí hacerme una paja antes de salir de la cama. No hice nada con Paty, porque no pude concentrarme en ella. Mi mente estaba en Robert y en descifrar donde había ido con los santeros. Paty, hace unos días, me comentó que si se la hubiese pedido esa noche, me la daba. Pero ahora, cuando ya han pasado unos tres meses de aquel suceso, ella empezó a salir con un estereotipo, con un lugar común sanantoñero, uno de esos tipos que de tan predecibles parecen los extras de la ciudad, el relleno de San Antonio, o los personajes secundarios de un cuento escrito por un novato mediocre.
Llamé a Robert a eso de las tres de la tarde, él no me había texteado nada y eso era extraño porque Robert usaba, al igual que todos nosotros, los sms como forma de acercarse a los que ya no quería tener cerca. Así que cuando le daban las crisis de alejamiento, cuando quería estar con ellos y no conmigo, solía mantener el delgado hilo de la hipocresía digital siempre activo; enviaba mensajitos cadena, o uno de los mensajes automáticamente guardados en su buzón, pero nunca dejaba de hacerlo. Después de un cabeceo, se excusaba en un sms: “Disculpa bro. Es k ando apurad. Sorry”
Me atendió mi madre, al oírla noté que no había pasado la noche en casa. Cuando llegué, la noche anterior, encontré el cuarto matrimonial cerrado por lo que asumí que estaba dormida. Mi madre me puso al corriente. Sin darme muchos detalles me dijo que Robert había matado a alguien y que la familia había emprendido camino hacia Táchira, para sacar al muchacho —así lo llamó— hacia Colombia y de allí a España, donde tenían familia.
Mi mamá los ayudó en todo. Vendió el apartamento y les envió el dinero. Yo aproveché una de las visitas que mamá debió hacer para embalar unos adornos, y le robé la laptop a Robert. Siempre había querido esa computadora, no porque no pudiera comprar una así, sino porque en ella reposaban las miles de fotos que Robert se descargaba en las tardes que perdía disfrazado en la World Wide Web. Yo no tengo Facebook, así que me daba curiosidad saber que le atraía tanto a Robert de esas imágenes.
Como ya dije, hay cosas que no tengo claras en torno a esa noche, lo que sigue, me lo contó Robert, semanas después, cuando ya estaba en España y me había pedido que nos conectáramos por Skype, para conversar sobre lo ocurrido y para pedirme un favor.
En los interines de los rituales que El Jefe y Robert hacían en una hacienda de Los Valles del Tuy, al Jefe y a mi amigo les gustaba jugar. Antes lo hacían con un Playstation, pero Robert quiso comprar un Nintendo Wii. Al Jefe le gustaba el Tenis de Wii y el Bowling, Robert le seguía siendo fiel a Mario Bros. Al plomero italiano, gordito y bigotudo, lo conoció gracias a mí. Fue durante mi cumpleaños número siete, que habíamos hecho sin fiesta, acompañados de unas pizzas. La señora Julia, mi mama, Robert y yo echados en el cuarto, jugando con el Nintendo americano que me había regalado papá. Pusimos el primero de los juegos incorporados, y desde ese día, siempre al salir de clases, nos juntábamos en mi casa para ayudar al fontanero europeo a entrar en los tubos correctos, saltar sobre los Kuppa, recoger las monedas necesarias y comerse los hongos y flores para hacerse más grande, más rápido y más letal, en su camino hacia el rescate de la princesa.
El Jefe tenía unos sobrinos, santeros aprendices igual que Robert. A veces solían ir hasta el cuartico donde guardaban la consola, y jugaban con Robert. Pero una noche en la que Robert no los acompañó a Los Valles del Tuy, al Jefe se le ocurrió la pésima idea de prestarles el Wii para que se lo llevaran a casa y lo tuvieran por una semana. Los chicos quedaban comprometidos en devolverle la consola antes del domingo, porque ese día, horas después de la celebración de su cumpleaños, Robert volvería.
Alguien me aseguró una vez que los santeros usan un método ancestral para convencer a los incautos de su patraña. Es un método qué, cuando lo escuché por primera vez, me costó creer que Robert fuera tan idiota como para haber caído tan fácilmente. Es simple: al bonachón se le hace tomar licor antes de cada ritual, si se niega se le dan excusas, la más común es que los espíritus no pueden entrar en cuerpos fríos, así que el anís, el ron o la caña clara, los calienta lo suficiente para que los espectros se acerquen con confianza. Como ya habrán deducido, el licor en cuestión viene adulterado con algún alucinógeno.
De cualquier forma, eso explicaría la reacción de Robert cuando el Jefe llegó a la fiesta a explicarle que sus sobrinos habían dañado la consola. Incluso, según me contaba, congestionando la bocina de mi ordenador de tanto gritar, él se encontraba tan alterado que no fue a matar a los chicos. En realidad, me decía desesperado y gritándole al micrófono, yo iba a cobrarles, güevón, a cobrarles el Wii. Cuando llegué fue que no pude pensar, apenas vi al menor, al que le dicen Chowi, le descargué tres balazos. Tú sabes, me dice ahora con tono relajado, buscando comprensión y conmiseración de mi parte, que yo siempre había querido dispararla. Lo hubiera hecho aquella noche, en Beer World, pero la puta ésa me lo impidió, si lo hubiera hecho, todo habría quedado como un tiroteo entre marginales y nunca me hubiesen buscado, y a lo mejor tampoco hubiese muerto nadie.
Cuando lo vi ahí, tirado en el piso, con el ojo destrozado, y con aquel chorro de sangre saliéndole del cráneo sentí, por segunda vez pajúo, la inminencia de la realidad, me decía Robert, ya no sé como definir en qué estado.
Claro, te entiendo, le dije por el Skype, tranquilo que yo te entiendo. Pero era mentira, yo nunca lo entendí y nunca lo entenderé. Si fue el perico en la botella de Anís que el Jefe le dio para que se calmara, cuando lo vio engorilado y dispuesto a coñacear a sus sobrinos, o si fue un plan maestro ideado por El Jefe para salir de sus sobrinos qué, según me contó un pana periodista, asignado a cubrir el caso para un periódico local, lo estaban robando, no lo sé. Pero sea como fuere, jamás lo entendí y jamás lo entenderé.
¿Qué quieres, hermano?, ¿cuál es el favor?, le pregunté, me duele reconocer que con lástima. Mira, me dijo, tienes que hablar con Nelly. Explícale, que me entienda, que sepa que no soy un asesino. Dile que los periódicos mienten, que no me entrego porque mi papá es un hombre incómodo por el trabajo que hace en la Federación Médica, y que por eso siento que no voy a tener un juicio justo. Dile que la amo, en serio, que no es sólo la colita, es toda ella. Es lo que es, su sifrinería, su ánimo de disfrazar donde vive, sus jueguitos soterradamente sensuales, sus besos, el como me prometió que esa noche de cumpleaños me daría el regalo más importante y que lo haría porque me quería en serio. Díselo, me dijo llorando frente a su computadora, dile que la recordaré siempre y que desearía que no la hubiese cagado como lo hice.
Un abrazo, nos veremos pronto, voy a viajar a España a verte y a hablar de todo con calma, mi pana, le mentí y sentí un déjà vu: volví al liceo cuando todos nos prometimos qué nos llamaríamos, qué siempre seríamos amigos, qué la amistad seguía más allá de esas cuatro paredes.
Cerré la sesión de Skype y lo bloqueé del Messenger, también arranqué la hojita de papel de la agenda de la casa en la que mamá había anotado el teléfono de ellos en España. No quería saber más nada de mi amigo, incluso dudé en si hacerle o no el favor. Pero al final decidí hacerlo, justo al final, como ocurren las cursilerías en las películas, los arrepentimientos que llevan a los protagonistas a tener un último gesto de humanidad. Al final, como el junkie que despierta y ve a Ewan Mc Gregor llevándose el dinero y decide hacer silencio para dejarlo escapar, opté por cerrar bien el capítulo de Robert. Para olvidarlo tenía que despedirlo bien, y eso sólo lo haría luego de mentirle a Nelly.
Solo la había visto en persona un par de veces, en fotos, cientos. Robert se había bajado todas las imágenes de todos los álbumes de Nelly. Nunca he sido un fetichista de nalgas, así que la primera vez que la vi, cuando detallé el trasero que tanto perturbaba a Robert, noté que sí, era un buen culo, pero tampoco lo suficientemente bueno como para volverse loco. Las mujeres por las que me vuelvo loco tienen algo que las hace únicas, no son sus tetas, ni sus culos, ni sus cucas. Es algo más. Un detalle único, algo qué, cuando despierte a su lado, me resulte distinto en el recuerdo de la anterior. Paty, por ejemplo, tenía un tatuaje en el hombro izquierdo. Cuando la besé, tras las rejas, sólo pensaba en lamerle el tattoo, lástima que desperdicié la oportunidad que tuve de hacerlo.
Nelly accedió a recibirme luego de muchas llamadas, no quería saber nada de Robert. Yo la convencí de que la dejaría tranquila si hablaba conmigo, sólo una vez.
Ya había pasado un mes, y los periódicos habían hecho de Robert un monstruo. Archivo Criminal, en su versión internacional, le había dedicado un capítulo, llamándolo El Asesino del Facebook. Publicaban reportajes predestinados a ocasionar un “¡ave maría purísima!” en quienes los leyeran. En la otra computadora, la que no me robé, encontraron el respaldo de las fotos que estaban en la portátil. Con eso, le inventaron un expediente de pedófilo. El crimen en sí, fue olvidado. La prensa se concentró en su supuesta pedofilia y empezaron a publicarse moralinas contra el “uso indebido de Internet, por parte de niños, niñas y adolescentes”.
Era perfecto: chico insensible de clase media-alta asesina a un joven por dañarle un aparato de videojuegos. Los chavistas podían regodearse en condenas al consumismo insensibilizador, y los opositores hacer letanías sobre la inseguridad. Mala suerte para Robert, le tocó asesinar en el momento impreciso, en la mala hora de la demagogia desatada.
Los 30 días de flagelo público hicieron efecto en Nelly, pensé apenas me abrió la puerta de su casa de bloques. No le acepté el café que me ofreció, tampoco los ponqués, sólo me senté a su lado para exponerle la excusa de mi amigo. Pero ella no me dejó, apenas se sentó en el sofá, hizo posición de Buda, y al hacerlo, dejó caer sus cholas y quedó con los pies desnudos, a tan solo centímetros de mis manos.
El fucking Robert tenía razón. Es cierto. Esta tipa es perfecta, tiene el culo perfecto y los pies perfectos.
Robert es un asesino y tú deberías dejar de llorar por ese güevón, le dije cuando deduje que no me perdonaría a mi mismo irme de esa casa sin intentar algo con ella. Nelly asintió y me explicó que su dolor no era de despecho, o quizás sí, un poco, pero que lo doloroso era qué Robert era el elegido. Mira, me dijo, yo nunca le di cuca a nadie, no porque quiera llegar virgen al matrimonio ni nada parecido, sino porque quería dársela a alguien arrecho, y Robert era así. Esa noche estaba muy nerviosa, por eso no llegué temprano, me estaba armando de coraje para ir donde él y dársela, como se lo había prometido.
¡Increíble! Una foto con tristeza en blanco y negro uplodeada a Facebook, te hace arrecho. Y lo peor, es que Nelly tiene razón. Ser cool, arrecho, melancólico, malandro, tukki, rapero, roquero, vintage, nostálgico, inteligente, intelectual, bruto, vacío, profundo, technoboy, moderno, indiferente, punketo, es fácil, sólo hay que llenar un perfil, tomarse una foto, caletrearse dos o tres frases, saber donde están los emoticones correctos y ya está, somos lo que queremos.
El problema es que yo no estaba frente a mi computadora, sino frente a ella, frente a ella descalza, en Shorts, recién bañada, oliendo a crema con esencia de manzana, con los pezones resaltados por la franela de licra. Allí, en el sofá, debí sonar como lo que soy: un idiota. Pero qué importa, supongo que algún día nos cansaremos de tanta impostura virtual y volveremos a ser los idiotas que siempre fuimos.
El punto, es que sonando como un idiota, le dije: yo también soy arrecho, ¿sabes? Y le tomé el pie, ella sonrió y ladeo su cabeza hacia la izquierda, esperando el beso. Yo la besé y, rápidamente, sin trámites, y sin tener tiempo de fingir algún mood, simplemente, le quité el short, me abrí el cierre del pantalón para sacarme el güevo, la puse en cuatro paticas, y se lo metí…
Al día siguiente, me abrí una cuenta en Facebook.
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