La de 1984 era profunda, sarcástica,modesta, comiquísima, nos legó un personaje mítico para la historia del género,y por si fuera poco, salvó a «New Line Cinema» de la bancarrota.
La del 2010 es rutinaria,oportunista,superficial,aburrida,predecible,petulante,menos chistosa,nos presenta a un clon de Freddy para el olvido,y encima,acrecienta el poder de su infame productora,»Platinum Dunes», el oasis donde Michael Bay hace villas y castillos de arena,a costa de saquear la herencia de los clásicos del terror de los setenta y ochenta,para convertirlos en franquicias posmodernas carentes de personalidad, llenas de una desmedida ambición económica y condenadas al infierno de la intrascendencia.De hecho, nadie la recordará en el futuro.
La original costó apenas un millón ochocientos mil dólares y compensó su falta de recursos con inteligencia y pericia técnica dentro del marco de la «serie b». El remake tuvo un presupuesto de secuela ostentosa,tipo «A», cuyo acabado formal termina por contradecir, tergiversar y sepultar el espíritu independiente de la obra fundacional.
Así, la sana y justificable imperfección del pasado,busca depurarse y purificarse en presente a través de una estética publicitaria y «trendy», falsamente oscura,white trash y sórdida.No por casualidad, el responsable de acometer el proyecto es Samuel Bayer, mejor conocido por su carrera como realizador de video clips al servicio de bandas explotadas por el mercado de «la contracultura como negocio». Es el caso de «Nirvana» y «Green Day», ejemplos de la integración industrial del apocalípsis de los suburbios, por medio de las redes de MTV.
Allí entra la cámara del joven director para transformar a la disidencia y a la resistencia musical de los adolescentes marginados, en un bien de consumo con el aspecto de un comercial supuestamente rompedor e iconoclasta, aunque en realidad,inofensivo y tendiente a afianzar las bases para crear la plataforma de lanzamiento de una nueva generación de ídolos, divos y estrellas de rock.
Dicha maquinaría de filtración se tragó a Kurt Cobain y hoy engulle las esperanzas de superación y reconocimiento de los chicos de medio mundo, desde Los Ángeles hasta Venezuela. Todos quieren vivir su sueño de «American Idiot», y proyectar sus fantasías de éxito en celuloide.
En consecuencia, de la era de surgimiento de Wes Craven( entre contestaria y deconstrutiva),hemos derivado hacia la época de consolidación del evangelio de los creadores de «Transformers», obcecados por el fenómeno del reciclaje y la revisitación con fines estrictamente financieros.
Por ende, atrás quedó la remembranza y el hito de una película como «Pesadilla en la Calle del Infierno»,donde el humor negro y el arte de la ironía distanciadora, fungían de válvula de escape a una propuesta sencillamente iconoclasta y demoledora de las convenciones del pánico ortodoxo encarnado por Hollywood.
Para principios de los ochenta, el género atraviesa uno de sus peores momentos de crisis, y se encuentra en un verdadero callejón sin salida. Pero llega entonces Wes Craven con su asesino en serie, y redime al universo de lo macabro, junto con Sam Raimi, los hermanos Coen y otros memorables charcuteros de baja estofa.
Entonces,»Pesadilla en la Calle del Infierno» irrumpe en la década de Reagan, y en poco tiempo se eleva por encima de sus competidoras cercanas, al extremo de erigirse en un fenómeno de culto y de estudio para la posteridad.
Si se quiere comprender la transición del hippismo al yuppismo en el cine de terror, el documento ideal para investigar es «Pesadilla en la Calle del Infierno». Para empezar, es una metáfora de la enorme brecha generacional abierta por las heridas de Watergate y Vietnam en el inconsciente colectivo.
Los chicos arrastran, como víctimas mortales de una epidemia esquizofrénica, las culpas de sus padres por haber cometido no sólo una injusticia sino un pecado original: linchar y asesinar a un hombre, sin derecho al debido proceso, en una ejecución pública con tintes de inquisición medieval y cacería de brujas.
Posteriormente, el chivo expiatorio, ejecutado por la pena capital de una comunidad puritana, resucita de sus cenizas para internarse en la mente de los hijos de la sociedad de bienestar, y causarles la muerte como un síndrome o una enfermedad viral.
En paralelo, otros títulos contemporáneos discurrirán alrededor del mismo tópico, según la influencia de la moda del SIDA y el miedo al cambio. Paranoias bipolares propias del declive de la guerra fría. En tal sentido, reivindicamos las obras maestras de David Cronenberg, de la talla de «Videodrome»,»La Mosca» y «Scanners», enlazadas con el subtexto freudiano y geopolítico de Wes Craven.
Como ellas,»Pesadilla en la Calle del Infierno» de cuenta del agotamiento del género para los ochenta, y de la obligación de dinamitarlo por dentro, al echar mano de los resortes formales y conceptuales de la posmodernidad.
El relato ya no puede seguir contándose con solemnidad y el autor debe proceder a desmontarlo sin piedad, al hacernos consciente de sus estereotipos, clichés y lugares comunes, en una parodia quijotesca con pretensiones de cierre y clausura.
Freddy se burla de los íconos del «slayer movie» y juega a desvirtuarlos, del inicio al desenlace. Al respecto, la conclusión de la cinta es emblemática porque constituye una brutal y despiadada mofa de la fórmula del happy ending, cuando el mal es conjurado y los buenos se despiden de la audiencia con sus sonrisas de plástico.
Lamentablemente, la gracia de Wes Craven le cuesta caro y se le escapa de sus dominios, al metamorfosear en una morisqueta incontrolable para él, y manejada a voluntad por los estudios.
En cristiano, el enterrador del género y del pánico enlatado de la meca, se adapta a las condiciones de la oferta y la demanda, al punto de erigirse en su mejor publicista a tiempo completo.
Así comienza el Réquiem por el Sueño de Freddy, a la zaga y a la retaguardia de una serie de fotocopias deslucidas, a cual peor y más trivial.
Literalmente, acontece el suicidio del personaje al reducirlo al estado de un fantasma , de un zombie o de un vampiro condenado a vivir en el limbo de la pantalla grande, por los siglos de los siglos, como el empleado de una mansión del horror pagado y asalariado para asustar a la gente con sus bromas pesadas.
Su definitiva degradación y extinción sucede, como en los cincuenta con Drácula y Frankestein, al enfrentarlo con su hermano de sangre, Jason Vorhees, quien le planta cara en una estéril batalla de gladiadores populistas, en la tradición de la lucha libre de «Celebrity Deathmach», donde gane quien gane, nosotros perderemos. Malas peleas,buenas noches.
Para rematar la faena, el último eslabón de la cadena acaba de arribar a la cartelera, con la dura misión de rescatar al monstruo de la nada, el ostracismo, el vacío y el averno de la indiferencia. Sin embargo, para ser honestos, la operación lejos de lograr su cometido, se salda con un fiasco creativo de proporciones épicas, a la escala de su merecido 14 por ciento de aprobación obtenido en el ranking del portal rottentomatoes.
Del desastre, solo podemos distinguir con pinzas, el trabajo de dirección de Bayer, su intensión de humanizar al hombre detrás de la máscara de piedra, su edición video clipera y su atmósfera retro, a la manera entrópica, glam y bizarra de Marilyn Manson.
La secuencia de créditos es un lujo, las escenas oníricas también aportan lo suyo al imaginario surreal descubierto por Buñuel, y el ritmo avanza con cierta precisión a celebrar.
Por desgracia, la parejita protagónica es un desastre robado de un reparto de descarte de la saga «Crepúsculo», y además el Freedy no mete miedo, sino produce pena ajena en su disfraz de hombre perturbado con voz ronca, a pesar de los esfuerzos del estimado Jackie Earle Haley, incapaz de superar la huella de Robert Englund y a la sombra de su papel de pedófilo nominado al Oscar por «Little Children».
En Pesadilla, vuelve a incorporar a un «loco pederasta», pero despojado de la más mínima profundidad y complejidad psicológica. Es un villano unidimensional donde se proyectarán las fobias, los prejuicios y los temores avivados por el calor de las hogueras y las ollas mediáticas en boga. En vano hallaremos una explicación coherente y antropológica del delito del abuso infantil en una película plana,maniquea y esquemática como «Pesadilla en la Calle del Infierno», donde el asunto se despacha con total ligereza y se utiliza para justificar una salida aberrante y al margen de la ley, como lo es tomar la justicia por la propia mano. La teoría anacrónica de Charles Bronson y Clint Eastwood en los setenta parece recobrar carta de natalidad en el siglo XXI.
Después de todo, los chicos aprenden la lección de sus padres, y en vez de refutar sus procedimientos revanchistas, se dedican a reforzarlos en cuerpo y alma.
Por tanto, la moraleja raya en la obviedad republicana de hacer apología a la venganza y al derecho a la legítima defensa en el contexto del once de septiembre. Intrínsecamente, el film reafirma de gratis la propaganda, la mentira y el argumento de base para propulsar la campaña bélica de ocupación de Irak.
Los tórtolos del libreto reciben la luz verde y el salvoconducto de los realizadores, para exterminar a la plaga en el epílogo del show bussines, diente por diente.
Él se llama Quentin y la revive a ella con una inyectadora de insulina al estilo de Pulp Fiction, a efecto de exorcizar al demonio y traerlo de vuelta al mundo de los mortales. Pero al final, extrañamos a Tarantino y a su ejercicio de modificación de la historia oficial. No en balde, el remake nos abandona con un calco o un mal remedo del desternillante final de la primera versión.
Todo con el propósito de mantener fresca la llama de la inversión a corto plazo y abonar el terreno para la próxima secuela, seguramente en 3D.
Lo dicho: Paz a los restos de Freddy Krueger.
PD:cuesta sentir empatía por el nuevo Freddy con su máscara irreconocible de encapuchado carbonizado con acné. Cuesta no relacionar su destino al de las pobres personas linchadas y quemadas en suelo patrio, en piras colectivas de aprobación tácita y silenciosa.
Nuestro deber, como comunicadores sociales, es alertar y señalar el equívoco de aceptar tales sofismas y discursos desfasados. Atención, pues el tabú y la censura tampoco son el camino. La vía alterna es la discusión y la apertura al debate.
La idea es no naturalizar y normalizar la intolerancia como forma de resolver problemas en democracia. La sociedad civil tiene derecho a ser juez y parte, pero dentro del debido proceso. Lo contrario es retornar al reinado neodarwinista de la ley de la selva. Una auténtica Pesadilla latente en la calle de nuestro infierno. Ojo al parche, como diría Gubern.
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