Los buenos y los mejores

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«Lo que une a esa gente no es más que su derrota y los reproches que se hacen mutuamente»

—Milan Kundera, La insoportable levedad del ser

Latinoamérica ha sido siempre el intento frustrado de algo, de cualquier cosa: intento frustrado de evangelizar a los indios y esclavos importados (aún peor que subsista la santería –a los ojos de los que pretendían la evangelización– es que haya absorbido efectivamente al cristianismo sin cambiar en lo más mínimo); intento frustrado de expandir imperios (triste España) y de crear otros (¡ay, Bolívar!); intento frustrado de independencia; intento frustrado de libertad; intento frustrado de desarrollo; intento frustrado de utopías socialistas; intento frustrado de ser Estados Unidos; intento frustrado de ser Europa; intento frustrado de ser ejemplo para el mundo en cualquier ámbito, así sea el más insignificante… ¡y alguien que me detenga por favor!

En cambio se me hace demasiado difícil encontrar un éxito latinoamericano fuera de la literatura (la del boom solamente, porque la de hoy da vergüenza) y del brutal surgimiento de Brasil (y a Brasil lo cuento con muchas reservas ya que cada día es más notable la distancia que nos separa de este nuevo continente autónomo). Y es que no las hay. Latinoamérica no es más peso que África para el mundo porque aportamos entretenimiento y exotismo a las gentes desarrolladas: «allá fueron nuestros criminales en galeras, indeseados e indignos, a fundar el «nuevo mundo»», «nunca la esclavitud se había visto tan clara después de Roma como allí», «menos mal que nos quedamos aquí a soportar guerras civiles y mundiales y no a pasar de revolución en revolución sin que se revolucionase nada», «prefiero una vida feliz y plena aquí que un pobre clima templado», y cosas por el estilo dirían de esta tierra.

A los pocos países que tenían potencial de desarrollo los agarró el populismo de izquierda. De repente creyeron que lo que había funcionado al principio en la Unión Soviética nos caería de perlas acá, que comprendíamos a la perfección las leyes de la Historia ¡y que ahora le tocaba a los latinos, carajo! La presunción arrogante de creer que estábamos listos para seguir filosofías políticas y económicas modernas cuando saltamos del feudalismo a la contemporaneidad en un solo chorro de petróleo nos dejó en aquella parálisis cerebral en la que vivíamos y que afectuosamente llamábamos «siglo XX», cuando pensamos que teorías que llevaban siglos cocinándose en Alemania –y que llevarían todavía muchos años más para posarse positivamente sobre Europa– eran perfectamente aplicables aquí: «esto de comunismo suena lindo, y con la cantidad de pobres ignorantes que tenemos resulta un carro seguro para gobernar»; «¡oye, mira esto qué bueno: social-democracia, es como el capitalismo pero disfrazado de socialismo para que se lo traguen las masas!»; «aquí todos creerían en cualquier cosa que simpatice con sus santos: sea, pues, el social-cristianismo»[1]. Ya hablo aquí concretamente de Venezuela, de la que repito con certeza lo que ya escribió Neruda: «…no habían fundado la tierra donde yo me puse a nacer.».

El siglo XXI

Ya con el advenimiento del siglo XXI, creímos erróneamente que aquello del «nuevo milenio» era con todo el mundo, y con nosotros también. Apenas empezábamos a darnos cuenta de que realmente nos habíamos comido varios cientos de años de desarrollo antes de empezar a hablar tan rimbombantemente de «siglo XXI latinoamericano», y eso lo habían descubierto los pocos seres loables del continente, que ya se habrán ido a progresar solos, afortunadamente para ellos.

En Venezuela, este siglo[2] se inició con un socialismo que nuestro país no había visto antes. No ha funcionado, no funcionó y no va a funcionar por la sencilla razón de que todavía no se han puesto de acuerdo en qué es lo que tiene que funcionar. En el fondo no es más que otro caudillismo-totalitario-autocrático-demagógico-populista-irrespetuoso-de-los-derechos-humanos-con-rasgos-de-extrema-izquierda, y ya hasta me siento estúpido teniendo que repetirlo y criticarlo como hacen todos, se ha tornado hasta aburrido. El punto es que, como con todo caudillismo-totalitario-autocrático-demagógico-populista-irrespetuoso-de-los-derechos-humanos, surge siempre una oposición que, afortunadamente, en Latinoamérica ha tendido a ser exitosa y con buenas promesas de futuro (otra cosa es que se desvirtúen eventualmente con el advenimiento de otro caudillismo-totalitario-autocrático-demagógico-populista-irrespetuoso-de-los-derechos-humanos); no ha sido esta la experiencia venezolana.

La primera Oposición fue relativamente buena hasta el 11 de abril, decayó el 12 y se derrumbó definitivamente el 13. Desde entonces hubo intentos frustrados de revivirla, y fue en este período cuando se volteó por completo el siglo XX en cuanto a las teorías políticas bananeras, me explico: ya no es social-cristianismo sino cristianismo social, y (la más notoria y simpática) ya no se habla de social-democracia sino de democracia social; ambos términos igualmente indeterminados y absurdos que el bolivarianismo, mal llamado «socialismo del siglo XXI». Con esto, los líderes residuales de la Oposición agonizante trataron de resucitarla después del fiasco Carmona, pero el fracaso fue sonoro.

No fue hasta el 2007, exactamente hace tres años, que el electrochoque del Movimiento Estudiantil convirtió esas cenizas en fénix, débil pero presente; lo cual es la verdadera motivación de este ensayo. Hoy se cumplen tres años de esta Oposición renacida y, desde entonces, más muerta que nunca.

¿Por qué? Los jóvenes que tuvieron las bolas de hacer algo no tenían el cerebro para comprender lo que estaban haciendo. Venían envenenados por la aberración institucionalizada conocida como partidos políticos, que tristemente existen hoy todavía. Realmente, concepto más obsoleto que el de partidos políticos es difícil de conseguir… quizás el de soberanía… Históricamente, la cosa ha sido así en Venezuela: siglo XIX-revoluciones, siglo XX-partidos políticos, siglo XXI-¿?[3]. El hecho es que los partidos, aún con inexplicable vitalidad, no aguantaron ni el brindis para comerse al Movimiento Estudiantil que se les había servido tan espontánea y oportunamente. En dos años y medio lo consumieron por completo y lo convirtieron en comandos, grupúsculos, secretarías juveniles y/o estudiantiles, dependiendo de qué tan descarada sea la mentira de que sus líderes son o no estudiantes.

La cuestión de la Asamblea

Y así llegamos a mi líder favorito, hoy inexistente desde el punto de vista del Movimiento Estudiantil (el ME entendido como criatura política autónoma, si es que lo sigue siendo): Ricardo Sánchez, el Prescindible. ¡Tan sólo pensar que este error mental pudiera ser incluso suplente de diputado me destruye cualquier esperanza para el futuro! Es alguien a quien, pidiendo dinero en la calle para la campaña de la Oposición y toda su parafernalia de la unidad, no debía habérsele dado nada. Alguien que todavía es carne (¡y vaya carne!) de especulativas conversaciones en la universidad sobre cómo hizo para graduarse, de qué se graduó al final, y si era realmente un estudiante o no. A él se debe la virtual desaparición del Movimiento Estudiantil: fue el último gran bocado (¡y vaya, qué gran bocado!) de los partidos políticos arruinados, y ya sus sucesores (como Roderick Navarro) caen como un mero digestif en sus voraces estómagos. Dejarlo como compañero de fórmula de cualquier candidato no es más que un insulto a los estudiantes que estudiamos, y si tuviera la mala suerte de tenerlo en mi circunscripción preferiría abstenerme antes que vender mi integridad, mi ética, mi solidaridad con mis compañeros y mi orgullo a alguien que es infinitamente inferior al estudiante promedio en aras de la unidad democrática.

Que sería lo mismo que haría si hubiera tenido que votar por uno de los presos políticos, sobre todo por los comisarios. No es que no me parezca injusta su situación: todo lo contrario; es simplemente que todavía considero que el Poder Legislativo es algo sagrado que no debería ser tocado por un simple policía, especialmente cuando su candidatura está motivada, no por sus cualificaciones, sino por una desesperada estrategia jurídica para sacarlo de la cárcel. Para mí, en cualquiera y todo caso: mérito supera a la lástima.

En cuanto a la reciente situación de Enrique Mendoza vs. Mesa de la Unidad Democrática vs. Carlos Vecchio y la solución borgiana no diré nada. La mera enunciación del caso habla por sí sola de la pobrísima mentalidad política del venezolano. Tan sólo me limitaré a lapidar otra máxima para la cuestión de la Asamblea: experiencia supera carisma.

Mérito y experiencia: nada más hace falta. Yo no quiero que mi diputado sea popular, yo no quiero que mi diputado se lleve bien con sus electores, yo no quiero que mi diputado sea bonito: yo quiero que mi diputado sea bueno y capaz. Hasta ahora, ninguno de los candidatos cumple con estos criterios y ya es demasiado tarde para que salga uno nuevo cosechado a tiempo antes de las elecciones. Pero, ¿para qué engañarse, si al fin y al cabo la Oposición no va a conseguir la mayoría en la Asamblea? La maquinaria estatal ha cogido momentum y ya es sólo cuestión de tiempo para que se empiece a hablar en la academia totalitaria socialista, no del bien y del mal, sino de los buenos y de los mejores, como con Stalin.

Rodny Valbuena Toba,

28 de mayo de 2010


[1] Nótese que todas las teorías políticas que llegaron en el siglo XX fueron sólo las que contenían la palabra «social» en alguna parte del nombre… y es que es una palabra muy bonita, realmente.

[2] Ojo: no es lo mismo «siglo XXI en Venezuela» que «siglo XXI en el resto del mundo».

[3] La lógica sugiere que algo más moderno que las revoluciones ha debido sustituir a los partidos políticos a inicios de siglo. Sin duda no se trata de las instituciones financieras… ¿tal vez serían los medios de comunicación? El conflicto ideológico-político no es ya entre partidos: la guerra es Globovisión vs. Medios del Estado.

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