No quería ir a esa fiesta de disfraces. Me parecía un poco pendejo disfrazarme a los diecinueve años. La última vez que me disfracé fue de Aladin a los siete, pero no era el Aladin príncipe con su fastuoso traje blanco, sino el hindú pobre semidesnudo con pantalón de mujer y chaleco morado sin camisa. Como pasaba frío pidiendo caramelos en la calle. Ya eran las once de la noche y no quería pasar el viernes solo en mi casa. Agarré una chaqueta de viejo que había heredado de mi papá, que no es que se haya muerto, sino que la chaqueta es horrible y me la había dado. Luego fui a su cuarto, agarré la primera gorra que encontré y me la puse hacia atrás, era azul y decía en letras amarillas “Juan”, el nombre de mi padre. Ya estaba listo. Me monté en el carro y arranqué.
Llegué a la fiesta. Era la casa de una amiga de la universidad y había bastante gente. Prendí un cigarrillo. Entre las luces apagadas y la intensidad del reggaeton me costaba reconocer a mis amigos. No me estuve con pendejadas y fui directo a la mesa donde estaba el ron antes de terminar la vuelta de reconocimiento. Me serví el primer trago, el cual acompañaba con el cigarro. De lejos me reconoce la mamá de mi amiga y se acerca a saludarme. Aprovecho el tiempo mientras se acerca y planeo mi voz más simpática para decirle lo linda que está la casa y toda esa clase de idioteces que las mamás como ella quieren oír. No me importó fingir, gracias a ella estaba tomando ron. Preguntó de qué era mi disfraz. Le dije que era de Enrique Mendoza, el ex gobernador de Miranda. No se rió. Creo que hasta la pude haber ofendido. Sólo me respondió:
– “Por lo menos se ve cómodo” Y me dio la espalda.
Mientras exhalaba el humo del cigarro las tripas me vibraron. De inmediato recordé que hace unos días estuve delicado del estómago. La combinación ron y cigarro no fue lo más astuto. Interrumpí mi monólogo interno al ver a mi ex novia. De lejos parecía divertirse. Pero demasiado, más que cualquier otra persona. También coqueteaba por acá, por allá, por ahí también. No sabía de qué palo ahorcarse, o para ser preciso, qué palo tirarse. Se acerca como si fuese primera vez que me ve en la noche, y me da el saludo afectuoso más falso que había presenciado. Me preguntó de qué era mi disfraz:
-“Enrique Mendoza” le digo.
-“¿Entonces porque dice Juan tu gorra?” contestó ella.
-“Blanca Nieves no tiene tetas plásticas y yo no te digo nada.” le dije sin alterarme.
Así pasó la noche. Mitad del tiempo que hablé fue explicando mi disfraz. Por lo menos quedaba mucho ron. Lo suficiente como para perder la cuenta de cuanto había tomado. El estómago me reclamaba intermitentemente, pero no parecía nada grave, por lo que seguí fumando. Pero llegó un momento en el que me cagué. No literalmente, es que me eché un peo y pensé que me había cagado. Ya la gente se estaba yendo, yo era uno de los últimos. Decidí entrar al baño para cerciorarme que todo estaba bien, y así parecía. Y ahora solo, con los pantalones por los tobillos y la poceta abierta, quise sentarme y acabar con todo esto. Pero como era de esperarse, no había papel. Ya la dueña de la casa estaba despidiendo a los últimos y había apagado la música. Hubiese sido muy poco sutil pedirle papel. “No pasa nada. -me dije- Tu aguantas hasta la casa”. Salgo del baño con disimulo y me despido de ella y su mamá. La cagada -en sentido figurado- fue cuando, al salir, una compañera de clases me pide que la deje en su casa. No podía decirle que no. Vivía cerca de mí y aparte es de esas compañeras que todos le tienen ganas.
Nos montamos en el carro. Pongo la música alta y por supuesto bajo las ventanas. Creé un ambiente turbio para cubrirme las espaldas. Ella me dice que es más seguro estar con los vidrios arriba, pero hice como si no la hubiese escuchado mientras tarareaba una canción que no sabía, pero daba la sensación de que estaba distraído. En su camisa se entrevía un escote que presionaba los pocos botones que tenía puesto. Me hubiese encantado que se me ocurriese alguna frase barata de galán en ese momento. Definitivamente eso hubiese salvado la noche, por lo menos tendría un buen cuento para mis amigos y unos puntos más de autoestima. Que se me hubiese ocurrido un “yo me he pillado los cambios de luces que me haces en clases”, un “siempre he sentido una vainita ahí”, un “desde que te vi en clases te quise dar un beso” o hasta un “hay algo eléctrico entre tu y yo”. Cualquier comentario que diese pie a algo. Pero no podía pensar en otra cosa que en una poceta. Ella se me acercaba y se me insinuaba con algunos comentarios. Agradecía su empeño, pero sólo una cosa me importaba en ese momento y no era ella. El asunto se ponía peor con cada policía acostado que pasábamos. Quería soltar un peo, pero era demasiado arriesgado. Ya estaba agonizando, sentía un dolor punzante en mis intestinos, hasta que por fin llegamos a la puerta de su edificio. Ella se tarda recogiendo su cartera y se queda sentada en silencio.
-“Bueno, chao.” le digo.
-“Chao, gracias por la cola.” Dice ella.
-“De nada.” le respondo. Pero sigue sentada sin moverse.
Por dentro gritaba “¡bájate puta de mierda, me cago!”. Pero me controlé y me volví a despedir de ella, ahora sí se estaba bajando. No había terminado de cerrar la puerta cuando arranqué. Casi de inmediato sentí que se quebró algo en mi interior. Ya veía mi casa, pero no iba a llegar. No tendría tiempo de abrir la puerta y llegar al baño. Era de esas situaciones hipotéticas que uno se cree demasiado bueno como para que le pasen. Yo me creía invulnerable, me creía superior, pero mis intestinos me dijeron: “O te paras ya y cagas en la calle, o te cagas encima huevón.” Me orillé y frené casi en seco. Apagué las luces y mientras me bajaba los pantalones salió el primer envión. Me había cagado encima. No mucho, pero me había cagado encima. Cagarse a los diecinueve sin duda era más pendejo que disfrazarse a los diecinueve. Mis interiores estaban pesados, parecían unos pañales. Me los quito cuidadosamente y los lanzo con más cuidado aún al jardín de una casa vecina. Un mal lanzamiento hubiese significado una ducha de materia fecal. Eran las cuatro de la mañana y no pasaba casi gente. Sí pasaba alguien, me agachaba detrás de mi carro y me escondía con éxito. Pero ahora tenía otra cosa que resolver, y de nuevo me tuve que tragar mis palabras. Me parecían absurdos los cuentos de mis amigos que a falta de papel higiénico usaban sus medias, pero sí, se podían agotar todos los recursos y llegar a ese punto. Unas medias de algodón hubiesen hecho todo más fácil. La fina seda de mis medias no era muy absorbente, por lo que hizo el trabajo deficientemente.
Me subo los pantalones, me amarro la chaqueta a la cintura y me monto en el carro. Era una lástima. Tanto aguantar para cagar en la orilla.
Juan García Gutiérrez
uhm me agrada… no esta mal… se deja leer…
Agradable lectura. Refleja fielmente la edad del personaje (¿autor?) al narrar de manera fresca y divertida un episodio acaso un tanto penoso y desagradable. No me refiero aquí únicamente al escatológico desenlace, sino que incluyo también las conversaciones sin sentido y me imagino los incómodos silencios al explicar de qué iba el disfraz, etcétera.