El incienso intenso me despierta sin alteraciones, aun no se si es de día, mi pies descalzos se confunden entre si y caigo torpemente; no comprendo las formas de mi nuevo hogar pero no temo por que el abismo ya lo conozco y no lo siento como algo frío o lacerante, al contrario mi soledad nunca ha enfermado y me ha abandonado.
Me mantengo tan apegado a lo que soy, que no necesito de algún inútil fulgor que separe mí imaginación de las sombras que me sirven de sabanas cuando la brisa gélida sopla desde la lejanía maldita de las voces ruínes y tediosas.
El agua corre profusamente a mi izquierda, siento la frescura de sus gotas salpicando y removiendo el lodo de mi rostro, mis manos impacientes rápidamente se bañan de ese manantial de dios, ignorando el ardor de las frescas cicatrices que dibujan grotescas estrellas en ellas. Que haces cuando puedes sentir su calor y su abrigo pero no le puedes reconocer ni agradecer…siempre ha estado allí, los años me ayudaron a conocerlos y probar desde sus emanaciones el matiz que se desplaza por sus siluetas apaleadas.
Pero lo obvio llego muy temprano, y acabo con el resplandor que me alimentaba,
que sacudía mi cuerpo para revivirlo en los días donde el frío de mi escondite me aletargaba.
Pasó la noche y ellos no han vuelto,
han despegado para sentirse perfectos
dejándome a mí en el recuerdo
de un lugar moribundo
que están olvidando sin esfuerzo.
Me obsequiaron sus lagrimas carentes de sal en su rápida huída, también un ser vivo que no respira en el centro de mi cama, para guiar mi destino en un oscuro cuarto que ya no posee ventanas ni puerta de salida. Era un pajarito muerto en mis manos que no concibo, en mi olfato de animal salvaje, frente a mis ojos sellados por una cicatriz repugnante.