Algo extraño presintió Octavio Mendoza cuando en las cercanías del edificio del diario donde trabajaba el tráfico se había trancado completamente y las cornetas y los gritos de los conductores de autobuses, que sacaban la cabeza por las ventanillas para pedir paso se confundían en aquella amalgama sonora que, mezclado con el rugido de las motos, solía ser la música de la ciudad. Treinta minutos le costó estacionar el auto cinco cuadras antes de llegar a su destino. Caminó sin prisa a sabiendas de que aquel caos era ahora parte del escenario cotidiano: un día normal y apacible era sólo un vicio capitalista. Al desembocar en la tercera transversal pudo ver la razón del quilombo.
El escenario podría describirse como medios círculos concéntricos con el punto central en el edificio donde funcionaba el diario. En el primer arco un grupo de manifestantes, como una horda de babuinos parlantes, pintaban graffitis sobre las paredes, tanto del edificio del diario como en los aledaños, quemaban cauchos, lanzaban piedras contra los ventanales de vidrio y hasta bombas lacrimógenas, mientras un par de motos con encapuchados y parrilleros portando armas largas se desplazaban de una esquina a otra, se detenían por instantes, apuntaban hacia los pisos superiores y luego continuaban su ensayado desfile. En el anillo siguiente un grupo de guardias nacionales, con equipos antimotines de accesorio, parecía estar más bien a la custodia de los agitadores. El último círculo era el de los observadores y de los vecinos que empezaron a acercarse parar también protestar porque el humo y los gases comenzaban a hacer incómoda la cotidiana tarea de vivir en la ciudad. A Mendoza la imagen le recordaba metafóricamente a aquel niño que buscaba pleitos y amenazaba a los otros en el barrio cuando tenía el doberman al lado y una vez que el can fue atropellado por un auto pasaba por las calles casi escondido, sin hacer el menor ruido.
Entre la pandilla que había iniciado el espectáculo. Algunos gritaban “Digan la verdad, digan la verdad”. Pero La Verdad desde hacía ya un largo tiempo se había convertido, como sus hermanas de profesión La Historia y La Justicia, en esa puta hermosa y costosa que se acostaba con el que mejor pagara o con quien tuviese mayor poder para disfrazarla y mostrarla repetidamente una y otra vez hasta forzar entre la gente la falsa imagen como la cierta. Pedían una verdad como aquella que pedía el Maelo, dime la verdad / y tú verás que felices seremos…. Aunque la verdad es que nunca se supo si el boricua cantaba los últimos días de su vida en el mundo real o sobre la alucinante nube de aquel perico que no se apartaba de la vía si no más bien volaba por los túneles de las fosas nasales, esparciendo sus brillosos cristales que estallaban como fuegos artificiales en el bosque infinitamente ramificado del cerebro para despertar una verborrea que el músico moldeaba en sorprendente improvisación
Mendoza había adquirido la triste corona de espinas de ser objetivo táctico una vez que en uno de sus reportajes había desmentido las maquilladas cifras del ministro del interior sobre el número de víctimas fatales, por las imparables acciones de la delincuencia, que habían ingresado a la morgue en un fin de semana. De periodista había pasado a ser una suerte de contador de saldos amargos: cuentas de muchos deudos y mínimos beneficios, salvo las exponenciales ganancias de los servicios fúnebres. Ese mismo fin de semana entre el reporte de los más resaltantes: una madre y su hija quemadas, no se sabe si vivas, eso lo develaría o lo ocultaría el forense más adelante, otro muerto por no pagar a tiempo la cuota del secuestroexpress, una bala perdida a la cabeza del hijo de una madre que no hallaba consuelo ni el llanto le daba treguas, tres por enfrentamiento entre bandas, otro para que entregara la moto, un policía para ser despojado del arma y así entre motivos más vagos se incrementaba la lista y ya las tumbas son, crucificción, monotonía, monotonía, cruel dolor…..
Vecinos de los edificios aledaños golpeaban desafinadas cacerolas y agitaban banderas tricolores desde las ventanas. Alguno que otro se atrevía a lanzar gritos de insulto a los agitadores que respondían con la valentía del que se siente protegido por los uniformados.
Desde hacía algún tiempo Octavio se cuidaba de hacer reportajes sobre cualquier tipo de manifestaciones. La última vez que lo hizo lo sorprendió un grupo de agitadores y lo golpearon salvajemente mientras lo insultaban con todo tipo de improperios, le rompieron la cámara y estuvo hospitalizado por tres días. Así que intentó alejarse con discreción tomando la misma vía por donde había venido. El eco de un solo disparo resonó entre los edificios levantando una nube de palomas grises que se perdieron hacia lugares más apacibles. Octavio detuvo su paso al instante. Le tomó tan solo la fracción de segundos en la que se pulsa un interruptor y la luz desaparece, para que cayera sobre la acera mientras los otros transeúntes se escondían detrás de los autos o entraban apresuradamente por la puerta que estuviese más cercana. No pasó mucho tiempo para que un par de patrullas policiales llegara y acordonara la zona. Los curiosos se fueron acercando para observar un cuerpo del cual aún manaba un hilo de sangre por la comisura de los labios. Uno de los policías le arrebató una bandera a uno de los que acercaron y le cubrió el rostro a la víctima. El discurso del odio había cumplido su triste papel. De las siete estrellas le quedaron las del tope del arco sobre los ojos y la frente, como ojos que miraban el primer lucero que aparecía entre la penumbra del atardecer. Cae el sol y la noche traidora, me hace pensar que ahora….
William Guaregua