Aclaro de antemano que el siguiente escrito no es de mi autoría, sencillamente suscribo su contenido de tal forma que me agradó la idea de compartirlo con ustedes.
A veces, propuestas de apariencia tan bondadosa y razonable como la de “que paguen más los que tienen más” esconden complejidades insospechadas que conviene tener en cuenta.
¿Dónde trazas la línea?
Como de costumbre en economía, existe el problema de definición y cuantificación. ¿Que paguen más los que tienen más? ¿Cuánto más?
El concepto de progresividad sirve para medir precisamente esto. Por ejemplo, si todos pagamos un 10% de nuestra riqueza, una persona con una riqueza de € 1.000, pagará € 100 y otra con una riqueza de € 10.000 pagará € 1.000. Claramente, paga más el que más tiene en términos absolutos, pero pagan igual en términos relativos. A esto se le llama un impuesto proporcional. Cuando, por el contrario, el tipo impositivo aumenta al aumentar la riqueza, hablamos de un tipo progresivo. Si, por último, el tipo fuese bajando a medida que aumenta la riqueza, hablaríamos de un tipo regresivo. Pero, aparte del tipo, hay otros elementos que afectan a la progresividad de un impuesto. Por ejemplo, el mínimo exento, las deducciones y los recargos.
Suele suceder que con el fin de asegurar la progresividad y justicia social de un impuesto, éste va complicándose año tras año a medida que el legislador retoca tramos, tipos, deducciones y demás detalles. Esta legislación inestable atenta contra la seguridad jurídica, como ha denunciado, en el caso de España, el Consejo Económico y Social, pues dificulta enormemente la capacidad del contribuyente para mantenerse al día de sus propias obligaciones tributarias.
Las barbas del vecino rico
Una solución habitual consiste en aplicar un importante mínimo exento, es decir, que sólo paguen los más ricos.
Es típico que el Impuesto sobre la Renta se cree con la excusa de alguna dificultad temporal y que se haga pagar el pato a los más ricos. Puesto que constituyen la minoría envidiada por excelencia, la medida suele pasar el trámite electoral con una amplia aprobación.
Y, una vez abierto el apetito estatal, arranca el proceso de complicación tributaria descrito anteriormente. De tapadillo, en el caso de España con las leyes de acompañamiento de los presupuestos, va ampliándose el número de personas que deben pagar el impuesto.
En Estados Unidos, por ejemplo, tras varios intentos que el Tribunal Supremo dictaminó inconstitucionales, acabó por aprobarse el impuesto en 1913. Si al principio sólo se cobraba a los más ricos, hoy en día se ha extendido a toda la clase media pues ahí está el verdadero “yacimiento” de donde el Estado puede recaudar.
Riqueza y elusión (o evasión)
Pero no todas las personas tienen la misma facilidad para gestionar un determinado impuesto. Al contrario, son precisamente los más ricos los que tienen a su alcance los mejores métodos de elusión fiscal.
Debe distinguirse siempre entre elusión y evasión, siendo la primera legal y la segunda ilegal. Así pues, infracciones a parte, los ricos tienen más facilidades para evitar pagar un determinado impuesto aunque sea solamente porque pueden pagarse mejores asesores fiscales.
Cada vez que la gente trata de castigar a los ricos, éstos no se conforman simplemente sino que reaccionan. Tienen el dinero, el poder y la voluntad de cambiar las cosas. No se sientan sin más y pagan voluntariamente más impuestos. Buscan maneras de minimizar su carga fiscal. Contratan abogados y contables astutos, convencen a los políticos para que cambien las leyes o creen lagunas legales. Tienen los recursos para que se hagan cambios y excepciones. […] Los pobres y la clase media no tienen los mismos recursos; permiten que el Gobierno les exprima sin compasión.[1]
He aquí, por lo tanto, una de las típicas “paradojas” de las políticas redistributivas: cuanto más progresivo es un impuesto, más complicada suele hacerse su ley pero, en cualquier caso, más se estimula al rico (que es el que puede hacerlo) para que eluda (o evada), mientras el pobre y la ciudadano común pasan por el aro.
Es obvio que al proponer una mayor contribución por parte de los ricos, lo que se persigue es una trasferencia de renta hacia los pobres. Nadie propondría cobrar más a los ricos para gastar después esos ingresos fiscales en beneficio de los ricos.
Y, sin embargo, no es sólo que los ricos lo tienen más fácil para no pagar. Es que también lo tienen más fácil para conseguir beneficiarse de las prebendas del Estado. Es decir, cuando el Estado ya ha recaudado (a quien sea, seguramente a la clase media), ¿quién tiene más influencia para que se destine a financiar algo de su interés: un pobre o un rico? ¿Es casual que las aceras de los barrios pudientes suelan estar mucho mejor arregladas que las de los barrios marginales, aunque en ambos barrios sean obra del mismo ayuntamiento?
Resultado: intenciones y discursos aparte, con la excusa de los pobres, el Estado recauda a la clase media y acaba disfrutándolo el rico compinchado con el político de turno.
La ley corruptora
Nótese que no es una mera cuestión de mala fe o debilidad moral por parte de la persona que ocupa el cargo. Se trata de la presión que una ley llega a ejercer sobre una persona.
Piénsese en casos como el de las aceras antes mencionado. ¿Puede evitarse ese tipo de entendimientos entre el concejal y el vecino rico cambiando de concejal? No, el concejal entrante sabrá que ahora puede pedir una comisión mayor al rico, la prima de riesgo ha subido.
¿Puede evitarse subiendo el sueldo al funcionario? Eso implica un aumento del gasto público, que habrá de financiarse con más impuestos y así se realimenta el ciclo perverso.
¿Puede evitarse con supervisores independientes? Eso implica más personas a quien sobornar (lo cual, hasta cierto punto no representa problema para el sobornador), pero también más impuestos. Conseguimos lo peor de las dos propuestas anteriores: más soborno y más impuestos que realimentan el ciclo.
Considere el problema desde todos los ángulos que pueda. La amenaza corruptora radica en que la ley trata de empobrecer precisamente a quien más claramente ha demostrado que sabe defenderse del empobrecimiento. Y, ¿qué mejor manera de evitarlo que conseguir un acuerdo mutuamente provechoso con quien debería aplicar esa ley?
La transferencia que importa
Hay todavía, una cuestión más a tener en cuenta cuando se propone transferir riqueza de ricos a pobres. O de rubios a morenos. O de guapos a feos… No sólo transferimos efectivo del Señor A al Señor B, quedándose una parte el Señor Estado en concepto de gastos de gestión. Es que se otorga el derecho de decisión sobre la propiedad a una nueva persona, el Señor Estado.
A la postre resulta mucho más importante la transferencia de poder desde un determinado ciudadano hacia el Estado que la de dinero desde ese mismo ciudadano hacia otro. Con esta transferencia de poder se ha aceptado implícitamente que el propietario ultimo de esa riqueza no era el ciudadano sino el Estado. Acaba imponiéndose de facto que la riqueza, toda, es propiedad del Estado y que éste, graciosamente, nos concede conservar una parte para nuestros quehaceres. Y este porcentaje suele ir menguando.
¿Te estimula?
Pero, dejando a un lado todas las dificultades que se encuentra el Estado cuando intenta recaudar más a los ricos; si lo logra en alguna medida, se desencadena toda una serie de consecuencias perversas.
Seguramente el principal efecto de gravar algo es que ese algo queda desincentivado. Si ponemos un impuesto sobre las libretas de tapa verde pero no sobre las de tapas de otros colores, veremos como las ventas y la producción de las primeras caen en beneficio de las últimas. Si ponemos un impuesto sobre los ricos, ¿seguiremos todos esforzándonos para prosperar igual que lo hacíamos antes?
Pongamos que en una sociedad se aplica una redistribución tal que al final todos tienen € 100. Es decir, si uno tenía € 300, se le cobran € 200 que después se reparten entre los pobres. Y si uno tenía € 90, entonces recibe una ayuda de € 10. ¿Usted se esforzará para conseguir € 300? Tanto si se esfuerza mucho por conseguir eso, como si se esfuerza un poco menos y consigue sólo € 200, al final le quedarán sólo € 100.
Posiblemente se sienta tentado a no esforzarse más de lo estrictamente necesario para llegar a los € 100. Y, de hecho, ¿por qué realizar siquiera ese esfuerzo?
Observe que cuando algunos se den cuenta de esto y modifiquen su comportamiento en consecuencia, el total a repartir habrá disminuido y, al cabo del año usted, por más que se haya esforzado, no recibirá siquiera los 100 euros sino menos. Y al año siguiente menos todavía. El Estado que consideraba que la riqueza nacional era un pastel a repartir ve entonces con horror que el pastel a duras penas crece… ¡o incluso se encoge!
¿Podrá alguien honestamente sorprenderse de que una sociedad que grava la riqueza y subvenciona la pobreza acabe sin la primera y se hunda en la segunda? En la Unión Soviética, los trabajadores tenían un dicho: “ellos hacían como que nos pagaban y nosotros hacíamos como que trabajábamos”. Y eso tenía dos consecuencias.
Una era fea y se llamaba estajanovismo: para evitar el “sabotaje capitalista”, es decir, para evitar que la gente que sólo va a cobrar menos de € 100 se esfuerce por debajo de ese límite, se pasaban películas de trabajadores extraordinariamente productivos. El más famoso fue el minero Estajanov cuya labor, emitida cinematográficamente a cámara rápida se hacía pasar como un récord de producción. Fue la cúspide de la tergiversación propagandística.
Si esto era feo, más fea era la otra consecuencia: el inevitable “ajusticiamiento” a los saboteadores. Claro que se trata de dos casos extremos, pero su raíz se encuentra también en sociedades no tan desalmadamente “igualitarias”.
Para quitarle dinero a uno y dárselo a otro hará falta un lavado de cerebro generalizado (y ni Estajanov convenció a los desdichados rusos) o una campaña de acongojamiento de masas.
Habrá que dar escarmientos. Un Estado que no asuste no podrá de ninguna manera redistribuir. Cuanto más quiera redistribuir, más tendrá que asustar al contribuyente.
Justicia igual o justicia igualitaria
Persiguiendo el ideal de una sociedad en que todos son iguales, el Estado se ve abocado a una carrera en la que ha de tratar de forma extremadamente desigual a sus súbditos. No se trata de igualdad ante la ley sino de moldear a cada uno hasta hacer que, por ley, todos sean indistinguibles.
Pero, como hemos visto, la naturaleza humana se escurre por entre las garras del Estado en mil y una formas. Las políticas que atentan contra el humano deseo de prosperar producen efectos nocivos en toda la sociedad. Pero no se alcanzan los fines porque no son compatibles con la condición humana.
Quien pretenda acabar con la pobreza hará bien en estudiar sus causas y las de la riqueza. Pero no podrá sorprenderse cuando, actuando contra la riqueza, vea que ésta se le escurre.
Autor: Antonio Mascaró Rotger
«Lo más difícil de entender del mundo es el impuesto sobre la renta». Albert Einstein.-