El Presidente chileno, derrocado el 11 de septiembre de 1973, forma la piedra angular de una cierta forma de pensar las relaciones de poder en Latinoamérica. Santo intocable, víctima de la injerencia guerrerista de los Estados Unidos: antes de él, teníamos que retroceder casi 20 años hasta Jacobo Arbenz en Guatemala para encontrar a la CIA interviniendo directamente en la política de una nación de su «patio trasero».
El discurso político de nuestro continente crea íconos inmóviles, apodícticos, a través de los cuales tratamos de construir nuestro sentido histórico. Para la izquierda, el Ché Guevara y Allende son neurálgicos (no así Manuel Noriega). La reificación de Allende (o digamos su transformación en un valor único, una moneda de cambio blanca o negra, sin interpretaciones medianas) ha servido y sirve hoy en día como justificación de los atropellos de ciertos Estados y legitimación de conductas anti-democráticas no consensuadas. Si estás en contra de mí, apoyas a los que derrocaron a Allende, ergo, Pinochet, ergo, la CIA, ergo, los EEUU. No importa qué tan impopular y arbitraria sea la ley propuesta: si ella no logra reunir a la mayoría o crea malestar en la población, su oposición es producto de las mismas fuerzas que tumbaron al chileno.
Esta peligrosa aproximación binaria al gobierno de Allende se resuelve con propuestas igualmente binarias: armar a la población, carrera armamentista, estudio de manuales de guerrilla urbana y proyección en bucle de Black hawk down para entender cómo los somalíes derrotaron a los norteamericanos.
Esto me lleva a preguntarme: ¿No existe otra solución? ¿Debemos inexorablemente prepararnos para la guerra de Troya cada vez que intentamos afectar las relaciones de poder en el continente? ¿Estamos condenados a sacrificar decenas de miles de ciudadanos en aras de la reforma?
Por supuesto que no. Reducir el gobierno de 3 años de Allende a sus últimas horas en el Palacio de la Moneda y al golpe de Pinochet equivale a prolongar el martirio, no a aprender. Estoy seguro de que el propio Allende quisiera que su legado fuese más allá de la imagen de Presidente asesinado o que su gobierno sirviera para justificar el reparto de AK-47s en los barrios más oprimidos de Latinoamérica. Quienes abordan el tema de esta manera pierden de vista lo más importante. Equivale a leer la Biblia y fascinarse con la tortura de Jesucristo, olvidando todos los pasajes anteriores. Nada que Mel Gibson no haya hecho.
Entonces, la pregunta se transforma en, ¿pudo Allende evitar ser derrocado, sin comprometer sus ambiciones reformistas? ¿Existía alternativa política a la confrontación directa y armada? En esta entrada corta, trataré de atisbar algunas respuestas.
a. Allende no ganó la mayoría absoluta. Tendemos a olvidar que sólo sacó 36,2% de los votos, seguido de 34,9% para el candidato conservador y 27,8% para el partido Democracia Cristiana. Estos últimos dos intentaron pactar para colocar a Eduardo Frei en la silla presidencial, pero el candidato demócrata cristiano, Tomic, se inclinó hacia la Unidad Popular de Allende y acordó una garantía de respeto a los derechos constitucionales.
b. Allende no pactó con la Democracia Cristiana. Una salida política viable hubiese sido buscar las coincidencias teóricas con Tomic (también atraído por las ideas de izquierda) y concertar un gobierno junto a la D.C. Este «pacto» hubiese creado una purga sana de lado y lado: la izquierda radical de U.P. y la derecha de la D.C. hubiesen desertado, dejando el camino libre a un gobierno reformista y legítimo. Por supuesto que ello hubiese sido desastroso para la imagen internacional de «revolucionario» de Allende, pero hubiese ahorrado sangre, incluso la suya, y hubiese avanzado más a Chile que la escasez, la inflación y las huelgas que se impusieron entre 1972-1973 debido (entre otras cosas) a la impresión de dinero inorgánico y el congelamiento de precios.
c. Se impuso la división. En lugar de buscar el avance democrático y legal de sus reformas, la UP rompió con la sociedad chilena desde el principio. Desde su investidura, Allende afirmó no ser «el presidente de todos los chilenos», una tradición en su país, porque había conflictos de clase *irreconciliables* en la sociedad. De allí que esa «concientización» de los chilenos los llevó, en 1973, a una división radical, donde el 40% de la población afirmaba que el otro 60% era «un obstáculo perverso y despreciable» al desarrollo de la nación. Como Lenín y sus «insectos» o Fidel y sus «gusanos», Allende avanzó en el camino de la confrontación directa, no la concertación.
En este contexto, parece infantil quejarse de que los medios de comunicación privados y el poder económico (que lo adversaban en su mayoría) le declarasen la guerra abierta a Allende. No se puede amenazar con destruir al enemigo y luego quejarse de que este no te permita hacerlo, por cualquier medio que sea.
El desenlace lo conocemos todos: la población, atrapada en medio de una economía disfuncional y presionada de lado y lado por los radicales de la izquierda y los poderes económicos de la derecha, se desentendió del camino democrático y abonó el terreno para la aparición de uno de los seres más repugnantes en la historia Latinoamericana: Augusto Pinochet.
Es por ello que creo que entender a Allende como un simple mártir que fue abaleado en La Moneda es reductriz y no hace justicia a su memoria. Allende querría que aprendiésemos de sus errores y que buscásemos vías pacíficas y democráticas para transformar nuestra sociedad. En esa época y con ciertos vientos recorriendo Europa y América, era sumamente difícil prever las consecuencias de sus políticas. Pero hoy, en el siglo XXI, rescatar de su esfuerzo reformista convertido en asesinato, solamente la lección de que es una buena idea armarse para cuando venga la invasión, equivale a ser corto de vista y lanzarnos por la vía sangrienta donde muchos compatriotas más dejarán la vida por nada, ya que, si algo aprendimos de Allende, es que su derrocamiento no era inevitable y que sus deseos de reforma podían implementarse de manera democrática en Chile.