Hazme pedazos en la oscuridad.
En el centro equinoccial
donde un viejo fantasma
se tiende a estremecer las sensibles raíces de la memoria.
Estreméceme.
Acumúlame en la sangre
que pare animales
de múltiples dimensiones.
Hazme tierra en reposo.
Charco que no pierde de vista
la fruta ciega del océano.
Catedral respirando fieras
que hieren a los ancianos
cuando pretenden empujar las puertas que miran al alba.
Lobreguez sobre tu cuerpo.
Refugio de sombras al que,
eventualmente, acude Baudelaire
a mamarte ideas en olas rítmicas.
Hazme nido de mortificaciones.
Barrio donde se amparan
los chorros de hebras marinas
junto al luto de quienes corren
a beberse asombro de demonios.
Hazme piel de sed.
Hambre de hambre.
Pelambre desnuda de condición arbórea.
Lengua que rota en torno
a la brevedad de tus tetas.
Borracho que chupa sermones
entre las alambradas relampagueantes
de tu sexo.
Relato de pez perdido entre los malecones de tus babas
demasiado lejanas.
Babas donde Byron moja la fusta
con la que azota espaldas
de mujeres y hombres sodomizados
por un fuego que tortura.
Hazme temblor.
Aporrea mi vientre con las piedras incrustadas de tus nalgas.
Aporréame y muéstrame
el umbral del caos.
Aporréame y déjame clavarte
susurros torpes que definan los contornos
fugitivos de mi desolación.
Hazme hervidero de delirios.
Lísiame la saliva con tus manos perfectas.
Manos heridas.
Manos que duelen.
Las mismas que, con dos y tres dedos,
esconden el cuchillo que anula
lo ridículamente imprescindible.
Hazme flatulencia de remordimientos.
Lamida inconexa.
Desorganizada.
Desafinada.
Irregular.
Inalámbrica.
Lísiame con tus manos
y empalidéceme de labios carnosos y divinos.
Hazme silencio que te trepa las piernas.
Que se arrastra sobre ellas.
Que recuerda a Aragón cuando cantaba a Elisa
acerca de su serio placer color de absoluto.
De su imperio que es tu imperio
donde se expían anémonas
que tragan impávidas el fértil tapiz de la noche.
Hazme fluido entre tus piernas.
Convulsión apostada en el descenso.
Lengua que entra y sale, entra y sale
y te va haciendo liviana.
Carne abandonando su corteza.
Lucidez desnuda sobre caníbales sacudimientos.
Artaud me deja claro que
ante el laberinto sollozante que grita entre tus piernas
el cerebro se vuelve incapaz de concebir,
deja de determinarse por sus surcos.
La inteligencia se queda sin sangre
y los dedos que te perforan
tan sólo quemadura ácida sin voluntad propia.
Entre tus piernas
me entierro vencido por su orgullo
y entre vaivenes inescrupulosos de tus vísceras
surgen los gritos del eterno festín de Heliogábalo.
Gritabas y gritaba al sol invicto.
Hazme ceniza.
Ceniza acuchillada.
Ceniza vencida.
Hazme ceniza con tu boca de bestia llameante.
Hazme ceniza y trágame
frente al muro oscuro del bosque
donde copulan otras bestias
al son que imponen extraños cantos órficos.
Confusamente se atraviesan vaginas,
bocas, culos hasta hacerse
una sola masa de carne rebosante de semen
sobre la hierba que ondula en indolente sacrificio.
Hazme ceniza.
Residuo.
Despojo.
Migaja de burdel ante la irónica sonrisa de Maldoror.
Hazme ceniza,
bárreme con tus cabellos de hembra satisfecha
y apaga las velas del nuevo día.