Me arrastras hacia los puertos
donde se tienden las alfombras
de las edades más antiguas.
Hacia la oscuridad infinita
perseguida por mi desde que me negué
a las zonas donde sólo existe
el silencio de Dios.
Me estremeces
bajo las ráfagas hechas barcas
de puñal amargo en mi espalda.
Me envenenas con el jugo
de las uvas delirantes de tus senos
hinchados por mis malos hábitos
de hacer girar mi lengua sobre su piel
diseminada en alfombra
de voces delgadas y finas
que desfilan desde tu boca
hacia las piedras que bordean
la orilla de los puertos.
Me despides
completamente arrasado
y con el alma fustigada por el vacío,
mirando cómo transcurren las mañanas
sin el sonido de la puerta
que se abría siempre
para repasar la piel dulce de tu saliva
para dejarme en los labios
esa sensación que quema,
me despides ahora
en un interminable mar de fantasmas
y cosas que pasaron.
Otra vez visito el lago
a reencontrarme con las imágenes
que poco a poco se van desvaneciendo
haciéndose invisibles frente a mis ojos
y con ellas, voy desapareciendo yo.
DESCENDER
Descendía en la oscuridad
hasta hacer del aliento
endecha amarga
que se apaga en el fuego.
Estaba embriagado
con los giros que las sombras
sembraban en el hambre
que alguna vez
me habló de los amores
y de las circunstancias
en las que los amantes
contemplaban la desesperación
con que el mundo se va poblando
de flores áridas y bestias lóbregas.
Bajaba hasta el fondo
de los sueños inexplicables.
Bajaba hacia donde
las manos disecadas por el tiempo
batían su soledad
hasta desorbitar el placer
de encontrarte y perderte
tras las arrugas
de los desdichado que naufragaron
en la espesura carbónica
de los espejos.
Desciendo hasta desprenderme
de mis señas de identidad.
Desciendo hasta que mi nombre
sea los nombres de las cosas
perdidas para siempre,
un recuerdo sin fondo,
sin paredes, sin techo,
tan inmenso que todo en él
se consuma entre las moscas,
entre partículas descompuestas
que escarban sin orden ni razones
sobre la capa de las pupilas
horrorizadas del vacío.
Desciendo hasta apagarme
hasta la sombra,
hasta el silencio del silencio
que calla y no respira
no mira
no dice nada
más que el aleteo polvoriento
de fantasmas borrachos
que nadie recuerda
que nadie tiene presente
que nadie nombra por error
cuando los gritos de las catástrofes
escupen gozos abominables
sobre la memoria.
Desciendo hasta que la nada
me trague entero, dormido,
secretamente
entre esa zona invisible
que perturba en las pesadillas
y la oscuridad que arremete
contra la inocencia
en las calles abandonadas
de las más pobladas ciudades.