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Arte y pueblo (qué es el pueblo, parte II)

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Acá intentaremos prolongar las ideas esbozadas en nuestro primer texto, «la revolución cultural», para tratar de entender el uso de la palabra «pueblo» por parte de la retórica chavista al circunscribirlo a sus prácticas específicas. Así, podremos comprender los valores, creencias y visión de mundo que se desprenden del vocablo.

Parte II: arte y pueblo
El discurso de la «opresión» y de la «emancipación» del pueblo a través de la «revolución» busca subvertir las bases de los valores vehiculados por un sistema de exclusión conocido como «la cuarta República». Según esta visión, el «pueblo» pasivo, sufrió la imposición de las manifestaciones artísticas de una cúpula poderosa, sin jamás poder expresarse.

Partiendo de ese supuesto negado, la «revolución» no propone nuevos criterios de selección en la asignación artística sino que procede al desmantelamiento sistemático y sostenido de todo reducto de creadores: desde el asalto al Teresa Carreño y el recorte de subsidios a grupos actorales, hasta el cierre de la Fundación para la Cultura Urbana.

¿Cómo se justifica la acción destructora a través del discurso «emancipador», que prometía no la violencia, sino la coexistencia y la apertura de espacios para todos? La respuesta es simple: con la negación de toda manifestación de pueblo en las instituciones arrasadas. Es decir, suponiendo que toda acción llevada a cabo por esos centros culturales no era sino la manifestación de la opresión y por tanto debía reducirse a la nada.

Esto es, la producción de Shakespeare en el Teatro Nacional o la ejecución de una sinfonía de Mahler en el Teresa Carreño lo único que hacían era alienar a la población y hacerlos abrazar «valores europeos» o «elitistas» (por supuesto que el hecho de que propuestas como el Vals o el Jazz hayan salido del «pueblo más bajo» de la época es algo que no se menciona).

Basta con escuchar la violencia con la cual se han referido a estos centros para entenderlo. Porque esa es la realidad: los escuchamos o los vemos actuar, clausurando Fundaciones y regodeándose en el uso del poder peor que Gollum, y nos da la impresión de que están luchando contra un ente maléfico. Es como si el Ballet del Teresa Carreño hubiese forzado «al pueblo» a ver el Lago de los cisnes, fusilando a quien se riera. Pareciera que la Fundación para la Cultura Urbana hubiese instalado altavoces en los barrios para leer traducciones de Proust a todo volumen y tratar de convencer a las doñas de que es mejor comerse una Madelaine que una arepa en las mañanas. Imaginamos al «pueblo» torturado, tapándose las orejas y en retirada, para ir a refugiarse en alguna playa de Barlovento y tocar tambor. Y ¡menos mal que tocaron tambor! Porque si no, «el pueblo» hubiese perdido este legado ante la invasión neocolonial cultural imperialista (orquestada por Bethoveen y Eduardo Marturet, suponemos).

Es por eso que afirmamos que la palabra «pueblo», en el sentido artístico se utiliza para descalificar y acentuar cuotas de poder. No existe «un arte del pueblo» y otro, que puedan coexistir. No. Todo «arte» que no es producido por y para «el pueblo» es maléfico, símbolo de desestabilización y de capitalismo occidental (sí, incluyendo El avaro de Molière –no pregunten). «El pueblo», utilizado en el contexto artístico, se ha utilizado para reprimir manifestaciones artísticas y culturales. También se ha utilizado para promover una visión denigrante y simplista del arte hecho por los pobres, pero este arte está condenado a abrazar la mediocridad, la falta de técnica y de estudio, a menos que quiera ser acusado de «elitista». Arte ingenuo, sí; arte ingenuo estudiado en un postgrado de Austria, no.

Entonces, no estamos ante una inversión de valores o un cambio de valores, fenómeno característico de toda revolución cultural. Estamos ante la utilización arbitraria de la palabra «pueblo» para justificar, (1) el insulto o, mínimo, la sorna y la burla por su «desconexión con el pueblo» de aquél que prefiera escuchar Wagner que Las sardinas de Naiguatá un sábado por la tarde y (2) la utilización desmedida, unilateral y autoritaria del poder contra diferentes centros de creación hasta llegar a su desaparición o clausura, en algunos casos.

Este ensañamiento y persecución están motivados políticamente, ya que son injustificables desde el punto de vista artístico/cultural, o histórico.

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