Sea el ocaso del invierno en un pobre barrio andino, plagado de crímenes y miserias humanas. Hasta dentro de un mismo barrio se ven mejores y peores hogares, y aquí se trata de todos ellos. La ancianidad es escasa por la pragmática preferencia de morirse joven, no ya una decisión de vida más que una inevitabilidad social.
Sean dos familias extrañamente desconocidas dentro del mismo barrio. No jugaré aquí con falsas realidades ni con sonoros tejidos que puedan ocultar o disfrazar la brutal vocación femenina de las niñas infernales, que puedan malinterpretarse por entendimientos ávidos de profundidad y de significado, tan pobres en su fondo pero tan abundantes en su presencia. Como una fotografía antigua de la modernidad se plantea esta fábula sin moral ni piedad, en la que el inicio de la vida se encuentra tan marcado por la brutal humanidad que destina al pobre engendro a una existencia tan penosa como la de su madre, la víctima, y como la de las niñas, los demonios.
Sea, pues, el mayor de los súcubos (dieciséis años y con siete meses sin el sangriento presente de su creador), amada casi por obligación por el ser prescindible que la ha preñado. Su tía, Clara Inés, latina en vida y maneras, cuenta con una hija menor por dos años, amiga y confidente de la primera. Pareja de niñas, la una en máculas y embriones y la otra virgen de pueblo, inocente e ingenua. La mayor de las malditas, como podría deducirse sin dificultad, es pasional y despreocupada hasta ahora, capaz de llevar siete meses en su vientre a un destino condenado desde su concepción a la miseria e ignorancia de su padre y madre, a preñar o a ser preñada antes de su veintena, sin posibilidad alguna de salir adelante por sí solo/a. De una vez aclaro: este feto no nacerá. Afortunadamente, su hado ha determinado que esta criatura morirá allí adentro, y su muerte será el inicio de los hechos que con pena conforman esta demoníaca meseniana.
No sé ni pretendo saber cómo murió la criatura; de ello sólo queda una fuerte caída y un aborto. Sangre derrama el niño y lágrimas la niña, que ahora no sabe qué hacer. Su naturaleza despreocupada se trueca ante cavilaciones psicóticas a las que no se llega normalmente en la infancia, a menos que el trauma haya sido tal que las simpáticas mañas de los niños hayan sustituido ya totalmente sus encantos y alegrías, e incluso más de lo que suele ocurrir: esos inicuos desórdenes que nos atormentan ahora en la adultez son meros tics ante la profunda locura que puede invadir a una niña que ha perdido a su yerro ante un incidente providencial. ¿Qué hacer ahora, con toda esa sangre que le han cambiado por su hijo? ¿Cómo ir ante su novio y explicarle la muerte de su primogénito? ¿Cómo renunciar a una vida sin trabajo, siendo mantenida por el padre? Circunstancias tan patentes pueden rellenar el mismo vientre accidentado de histeria y locura, aguardando metódicamente la sustitución del sietemesino esperado.
Sea otra mujer, ya mayor de edad y del otro lado del barrio. Hace siete meses en exactitud, y al mismo tiempo que la niña de la que se ha hablado, le proveía a su amante de un veloz éxtasis sin quedarse con ningún orgasmo para ella misma, como es en estos casos en que el hombre de alguna manera termina siendo el culpable del embarazo. A pesar de la incapacidad del macho para satisfacer a la hembra, sí ha sido capaz de llenarla con una hija. Al enterarse, le ha jurado lealtad y apoyo incondicional, y ha buscado un trabajo, y ella ha hecho lo propio también. El demonio de dieciséis años sabe de esto, y la ha estado cazando, hurgando alrededor de ella con su vientre relleno de gomaespuma en el que esconde de su novio el oscuro secreto de la aridez. Su cómplice: su prima, la joven hija de doña Clara Inés, ayudándola y apoyándola en sus sádicos proyectos.
Han elegido un subterfugio a partir del hoyo que busca cubrir la mujer: la búsqueda de un trabajo. Con la fuerte voz que tiene y que ha logrado gracias al trauma que partió su personalidad en mil y un niñas distintas, le ha ofrecido un empleo. Se le ha dicho que debe dirigirse a la calle … poco antes del crepúsculo para que asista a una entrevista; una mera formalidad, ya que «el jefe sabe que la señorita está embarazada, y jamás podría negarle este trabajo a una persona que realmente lo necesita para una familia que está a punto de formarse». ¿Cómo ignorar un empleo seguro? Le viene un hijo en camino, no puede darse el lujo de ausentarse de la entrevista, de no aparecer en la calle …, como le fue indicado.
Cualquier calle en un barrio como estos es el lugar propicio para cualquier clase de sadismos y perversiones, las manifestaciones más oscuras de la psique humana, tan rica en creatividad que se ha convertido en un doloroso peligro. Nuestro diablo ya no piensa en la oscuridad de los callejones ni en los delincuentes esperando en cada esquina, viendo a una adolescente «embarazada» caminando con una niña de catorce años y escondiéndose detrás de un galpón viejo que ya nadie usa; para ellos es mejor no cuestionarlo, pues si están haciendo algo tan peligroso es porque ya han caído en la trampa de alguien más. Curioso que hoy sea al revés.
María Amparo Rivera Giratá tiene dieciocho años de edad y siete meses en estado, exactamente lo mismo que la niña que le robará a su bebé en plena gestación, exceptuando el hecho de que todavía no lo ha perdido. Hace cuatro días (aproximadamente el tiempo que ha transcurrido desde que la adolescente demoníaca perdiera a su engendro) respondió a un clasificado en el periódico local en el que se solicitaba ayudante en un bodegón. La tarde de ayer, la señorita Rivera recibió una llamada del mentado bodegón informándole que se conocía de su situación y que se le esperaba al día siguiente hacia la misma hora en el establecimiento para una entrevista rutinaria. Se le indicó, por demás, los papeles y documentos que debía llevar.
Hoy ya son las cuatro con dieciocho minutos post merídiem del veintidós de febrero, año ciento noventa y nueve de la Independencia. El sol, extrañamente, está próximo a ocultarse, cosa que ocurrirá en una hora y veintidós minutos; se piensa que es que sabe y teme los hechos que están por llevarse a cabo en la calleja que está detrás del viejo galpón de la calle … La luna, que suele asomarse antes incluso de que muera su némesis, ha convocado a las nubes para que le oculten su vista del barrio; debido a esto, el negro de las lluvias y el gris de la bruma han hecho su pérfida aparición para favorecer al diablo y a su secuaz en el proyecto que han preparado con tanto esmero. La luz se limita a pequeñas ráfagas intermitentes de un farol dañado, que se afanan por atravesar la densa tiniebla inesperada pero que se deshacen entre los velos del denso vapor que cubre sin piedad el barrio entero. Sufre la luz, además, el monumental estorbo del zinc del galpón cuya sombra, con el tiempo, se ha hecho tan fuerte como el material mismo, permitiendo que sólo pasen tenues haces a través de las grietas erosionadas. Antes de este dantesco crepúsculo, sin embargo, María Amparo está parada en la acera de enfrente, sosteniendo una cartera en su hombro izquierdo y agarrándose la barriga con la mano derecha, como si fuera eso lo que más corriese peligro en un sitio como aquél (aunque, de hecho, tiene razón en hacerlo). Le dijeron que es en esa dirección en donde está el bodegón en donde la entrevistarían, pero ahora está perpleja pues no puede ser que haya algo dentro de aquel viejo galpón abandonado. No sabe qué hacer: si entra en ese espeluznante lugar puede que sufra un daño terrible, pero si se queda afuera por más tiempo le alcanzará la noche en el barrio y podría correr aún peor suerte.
Ante la mirada perversa de los delincuentes que ya empiezan a ocupar sus zonas nocturnas, María Amparo Rivera Giratá decide cruzar el callejón de inmediato para entrar en el galpón a pesar de lo que le dicta su instinto. Un olor a queso rancio se asoma por las ventanas, perfume propio del basurero en el que ha de nacer la usurpada, y, por un momento, el aroma ocupa todos los pensamientos de la Rivera. El miedo que sentía afuera es trucado por una sensación de tranquilidad cargada por el hedor profundo que ocupa un puesto insondable en la vida de la mujer, quien ha respirado la misma peste durante toda su existencia, e incluso durante la concepción del feto. Es extraordinario cómo los olores, sensaciones, visiones y sabores de momentos como ése se quedan grabados para siempre y con el ímpetu perenne del momento, ora porque el placer es tal que nos los talla en la memoria, ora porque el sufrimiento y el dolor son tan intensos que nos obligan a trasladar nuestra percepción a un lugar más feliz y placentero. Ese tufo a queso rancio, no obstante, estaba en todos los recuerdos de la gente del barrio, y María Amparo no escapaba a la resistencia humana y poderosa contra el olvido.
Sea el rincón más lejano de la calleja, cuando el sol aún no se ha puesto pero los muros de la urbanidad ya lo ocultan como si éstos fuesen más grandes que el astro rey. En ese punto oscuro y oculto, dos lozanas figuras aguardan a su presa, armadas con los materiales macabros de las parteras. La arrastran de inmediato con fuerza hacia el interior de la decadente estructura, prohibiéndole por medio de la brutalidad su escapatoria. La Rivera logró reconocer de inmediato la voz de la mujer que la había llamado por teléfono para ofrecerle el trabajo, pues ahora le sostenía un cuchillo junto al cuello con la mano firme de la hembra que ya no es capaz de temer a nada. Mientras le infundía miedo, la prima de los catorce años, arrastrada por lazos de sangre y de amistad, le traspasaba esos mismos nudos a sus tobillos y a sus muñecas en la forma de cabuyas, ásperas ante el delicado tacto de la víctima. A todas estas, la inválida María Amparo estaba acostada en el suelo, ya rendida a las perversidades de los demonios, tratando de concentrar todos sus pensamientos en el queso sucio que hiede… hiede… hiede.
Cual la vir-
gen maldi-
ta del pasa-
do, su vientre
era cruelmen-
te violado por
la mayor de
las criaturas.
Con un viejo
escalpelo próxi-
mo al óxido,
la sobrina
de Clara Inés
Zambrano
Córdoba le
marcaba el
signo satá-
nico de su
señor y ma-
estro desde
el prohibido
sexo de la
mujer hasta
el infla-
do ombligo de la fertilidad, y, a través de esta incisión, otro ígneo camino que comunica
ambos muslos, como si fuese una infame autopista de sangre, dolor y profana usurpación.
La cesárea duró horas; y horas de sangre, pues, brotaron del vientre cruzado de María Amparo Rivera Giratá. En la memoria de las tres mujeres sólo queda hoy el recuerdo de aquella primera incisión: la punzada del bisturí se le antojó a la madre cual guerra medieval, pero ese inicial brote de sangre deletreaba «éxito» ante los ojos del diablo. Una vez abierto el vientre y sostenido, no por tenazas, sino por los mínimos dedos desnudos de la menor, la visión grotesca de las profundidades del cuerpo humano no daba asco a la adolescente ávida de descendencia: ella seguía apartando huesos, músculos, venas, nervios y órganos sin más guante que el construido a partir de los pedazos de placenta que se le habían pegado a sus manos mientras escudriñaba el útero hinchado de la preñada. Una niña nonata salió de las vísceras como un regalo a la condenación eterna, presente que se llevaron rápidamente del lugar, dejando a la mujer robada sola y rodeada de sus entrañas, esparcidas en el suelo sucio y frío del galpón abandonado que sigue en pie en la calle …, por la que corrían ambas ladronas con un bebé en brazos, en busca de un taxi que las llevara lejos de allí.
A las nueve con veinticuatro minutos de la misma noche, la hija de la señora Zambrano llegaba a casa con un bulto encarnado en brazos.
—¡Mi niña! ¿Qué es esto?
—¡La hija de …, mamá! Acaba de nacer y la mandó conmigo para que se la ayudara a cuidar—respondió jadeante y con cuidado, un meticuloso ardid que le había explicado su maestra en el carro mientras venían.
—¡¿Pero cómo, dónde?!
—En el bodegón de la calle … que ya estaba cerrado. Yo me quedé afuera mientras ella paría y ahí mismo me dijo que trajera a la niña para acá.
—¡Madre mía, pero si apenas respira!
Sea, pues, María Amparo borboteando emociones, sintiendo que los gritos que había echado esa noche se parecían mucho a otros que echara uno y seis meses antes… y que la intensidad de sus adentros se sentía casi igual: el ardor, el dolor, la sangre fluyendo y enrojeciendo su piel, todos y cada uno de los centímetros de su piel… y el olor; ese olor a queso pasado, cortado, que hiede… hiede… hiede.
Animus a Nemo,
Agosto de 2010