¿Conocen el concepto junguiano de sombra? Para Carl Gustav Jung, la personalidad tiene un lado luminoso, la parte consciente que todos conocemos y, como contraparte, tiene un aspecto inconsciente que el yo (ego o máscara) no reconoce como propios. Este lado oscuro es lo que se conoce como la sombra, y es el complemento oculto del yo consciente. Como buen analista, Jung entiende que la premisa básica de lo psicológico es que siempre somos más de lo que creemos ser. Algo asi como la imagen del yin y el yang.
Tomemos por ejemplo el caso de una monja; seria, recatada, reprimiendo las pulsiones sexuales. Todo eso que no se permite la monja forma parte de su sombra y puede salir en sueños, actos fallidos y, en el peor de los casos en disociaciones de la personalidad. Así pues, en el caso de la monja, su sombra se parece mucho a la imagen de Lilith, en el antiguo testamento, o María Magdalena en el nuevo. En pocas palabras entre la monja y la puta se encuentra la totalidad de la expresión de lo femenino en los humanos.
Todos tenemos una sombra, y si he elegido el ejemplo de la monja es porque me interesa mostrar como a estas alturas, la sombra del cristianismo chorrea y desborda por todos lados. Ningún ser humano o institución creada por el hombre escapa a este hecho, a la necesidad de alcanzar la totalidad. Nos guste o no, el rango de lo humano va de lo más sublime a lo mas mundano, y solo cuando reconocemos esto es que podemos manejarnos tranquila y relajadamente por el mundo. Por cierto, Jung introduce otro término, el de enantiodromía, para indicar que los opuestos se tocan. Así, a punta de querer ser bueno, alguien termina siendo completamente malo. El imperativo categórico de Kant seria un ejemplo de esto (como lo es también el humanismo socialista). No hay nada mas inhumano que intentar la estandarización de la especie.
Con esto podemos pasar al punto. El cristianismo, desde sus inicios, se ha empeñado en mutilar la experiencia humana. Al designar el placer sexual, algo completamente natural, como oscuro/bajo/demoníaco, no hizo sino crear su propia sombra. Pese al esfuerzo por mantener esta dicotomía, lo cierto es que los movimientos del alma son inevitables. Por eso hoy asistimos a la lucha de la conciencia parcial de Benedicto, frente a una sombra que tiene ya más de 15 siglos cocinándose. El pequeño viejito de vestido blanco y zapatillas rojas contra un demonio de 405.891 almas turbadas por el poder de lo sexual (Este es el número de sacerdotes en el mundo, para 2004).
El inicio de este asunto puede ubicarse en la reformulación que los primeros cristianos hicieron del cuerpo. Para los greco-romanos, las pulsiones eran energías que debían ser canalizadas. Por esto, incluso el sexo entre hombres tenía un espacio y un lugar en la sociedad griega. El problema no era el sexo, sino cómo, cuándo, dónde y con quién podía realizarse en un momento dado (v.g. un hombre podía penetrar a otro pero solo si el pasivo era un muchacho o un esclavo).
Pero luego llegaron los enrollados, con Pablo de Tarso a la cabeza, y a punta de locura y muerte –y el golpe de gracia de la conversión de Constantino- empezaron a difundir la idea de que las pulsiones debían suprimirse o, en todo caso, canalizarse a través del matrimonio monogámico y destinado a la procreación, unicamente. Con esta fantasía llegamos al s. XXI, donde este intento fallido se traduce en sacerdotes pederastas, psicópatas y cínicos.
Más aun, y como la guinda de la torta, ahora tenemos que el mismísimo Vaticano está decorado con representaciones de saunas gays, lugares de placer donde los hombres van a dar rienda suelta a sus pulsiones. Michel Foucault lo ha mostrado en Vigilar y Castigar; mientras mas escondemos el sexo, mas evidente se hace su presencia. En este sentido, es en las disposiciones del espacio y en las representaciones artísticas donde nuestra sombra sale de manera expresa y explícita.
Creo que ya no hay mucho más que decir al respecto. Solo seguir viendo el drama patético de una institución que se niega a lo obvio, a declararse muerta. La sombra seguirá saliendo hasta que el Vaticano aprenda la lección que da Zarathustra: hay que morir a tiempo.