Tenía rato analizando el fenómeno. Tenía rato observándolos. Con su salsa brava, con sus boleros, con sus reggaetones. Haciéndose los inocentes. Queriendo hacerme creer que son personas vulgares y silvestres, ganándose el pan a costa de cobrar carreras al doble de lo que deberían cobrarlas. A costa de hacerme pagar el triste e inexorable precio de mi peatonidad. Los simpaticones, los tímidos, los psicopáticos, los periqueros: todos metidos tan bien en sus personajes. Todos tan particulares y “profesionales”.
Aquella noche después del trabajo me quedé en una tertulia inesperada, fue al cabo de unas horas cuando empecé a tejer los hilos de mis sospechas. Habíamos terminado el trabajo a eso de las nueve de la noche. Se propuso en un grupo de no más de cinco personas la idea aliviadora de unas birras ahí cerca. Todos coincidimos con entusiasmo en una taguarita de Chacao. Las conversaciones frescas y superficiales se me fueron acabando cuando me enfrasqué en el descubrimiento de un nuevo individuo en el grupo. Los demás: que hay que irse, que el metro, que la lluvia y nosotros dos, como con catorce conversaciones simultáneas a mitad de camino. Total que lo más indicado en ese momento fue aceptar la invitación del nuevo-individuo a una segunda ronda de birras.
En algún momento tomé conciencia de la escasa hora y media que teníamos bebiendo/hablando y de la cantidad poco despreciable de 8 soleras verdes. Como si no hubiese sido suficiente alcohol, había que seguir bebiendo cuando cerraron los chinos. Plomo: una taguara más. Lo cierto del caso es que todo comenzó a ponerse difuso, gelatinoso. Había demasiada luz, los manteles eran demasiado blancos y el tipo con el que estaba hablando estaba con un poco ‘e carajos igualitos a él hablándome al mismo tiempo. Es siempre revelador cuando explota la pea y una cree que parece una actriz de cine, audaz, sensual y elocuente y cuando entras al baño te das cuenta que pareces una puta del arrabal, virola y con aliento de puerto de La Guaira. En fin, lo más sabio fue huir por la derecha o, lo que no es lo mismo pero parecido, por todo el medio del bar, tambaleándome, llevándome las sillas por delante, haciendo el ridículo para el poco público que pululaba a esas horas.
En el momento en que empezamos a caminar para agarrar-me un taxi todo desaparece. Cataplum. Kaput. Big Bang. Puf. Bum. Lo siguiente es mi cama. Desnuda (yo, no la cama). Dolor de cabeza. Ojos abiertos en un respetable 40% y la progresiva reconstrucción de los acontecimientos. Todos pedacitos de cerámica con sus bordecitos escoñetados pero siempre dispuestos a dibujar aún la figura de la noche anterior, de las conversaciones, de los roces. Todo está claro en cuestión de cinco minutos. Puedo sacar la pega loca y ensamblar los sedimentos fragmentados de horas atrás. Lo único que desaparece es el recorrido hasta la casa, el trayecto que, infortunadamente, sólo es capaz de realizarse de una manera a esas horas de la madrugada: en taxi.
Hasta esa noche no había podido desentrañar el misterio oculto detrás de todos mis recorridos nocturnos. Algo falló en sus procedimientos esta vez. Inducida por sus mecanismos perversos y maléficos, dormitaba o no-sé-bien-el-qué, suspendida en otra dimensión, en otra forma misteriosa del Ser, accesible sólo para budistas tibetanos y Charleses Bukowskises. En medio del trance involuntario comienzo a identificar un ruido que me perturba, me hace perder el equilibrio, me descoloca de mi estado zenalcohólico, de mis luces y caras de gatos en caleidoscopios de colores y me llevan, directamente, de un solo coñazo, al asiento blandito de-mugre-coleccionada-de-años-de-culos-trasnochados del taxi de turno.
El ruido continúa y parece venir de la guantera. Yo me asusto y le pregunto, en medio de mi desorientación y clara falta de suspicacia “¿qué suena así?”. El hombre me mira con su gesto de lástima, aprendido con maestría después de tantos de años de experiencia y decide no responderme. Yo comienzo a asustarme un poco porque el ruido persiste. Suena como si algo quisiera salir de la guantera, como si hubiese algo allí atrapado, que yo tenía que conocer: descubrir. Insisto y le digo al gordito-bigotudo “¿señor, qué hay ahí adentro?”. El hombrecito, un poco impaciente, metido en su personaje, de lo más orgánico, me contesta: “mija, quédate tranquilita que ya estamos llegando… me dijiste que es cerca de la Bolivariana, ¿no?”. Sí, contesto con sequedad y casi-puchero por su estúpida condescendencia.
Pero el ruido sigue y yo no aguanto más: en un impulso violento y certero estiro mi cuerpo y mi brazo por encima del borde del asiento delantero del Malibú y logro develar el misterio. Me cae un chorro espeso y grumoso de eventos y objetos, una especie de Dios-del-río-de-El- viaje-de-Chihiro a base de vida robada: me cae mi billetera de maripositas en la cara y casi me da en un ojo, me cae el beso que le di a Marco en el piso y yo lo recojo rapidito y me lo meto en la boca, para que se me derrita el sabor a ron como un caramelo de leche; me cae mi sandalia hippie dentro del bolso y la saco y me la pongo porque no quiero que se me llene de mierda lo que tengo adentro; me caen todas las manos del chico-pulpo de esa noche en el asiento y yo empiezo a encajármelas en la espalda, en el cuello, en las piernas porque no me parece justo que estén ahí contrayéndose como tenacitas de cangrejos y yo haciéndome la loca… me cae mi bufanda morada, que pensé que había perdido en el metro y resulta que no. Me cae el hombro de mi amigo favorito en el que dormí, incluso, mientras me arrastraba hasta adentro de mi casa, aterrorizado por un posible atentado canino de los colmillos de mis perros. Me caen las llaves de mi casa en la cabeza, los lentes de borde finito y metálico de hace cuatro años, los labios gruesos de mi hallazgo en las puntas secas del pelo. Se vuelve todo como un Picasso, un collage involuntario.
Me cayó un chorro de corotos y saliva, una marea rancia de recuerdos robados que los muy hijos de puta se dedican a coleccionar. Hay gente enferma en esta mierda de mundo y cuando se organizan en gremios, es peor, mucho peor.