Recientemente, en una de esas conversaciones que se tejen en medio del bullicio de una fiesta, un amigo me hablaba sobre la curiosa tendencia que desde hace varios años se ha apoderado de la televisión nacional e internacional: los reality shows. Me decía que el público consumidor de televisión ha abandonado la preferencia de una puesta en escena ficticia por una más “real”, en busca de algo que él, a falta de un mejor nombre, llamaba híper-realidad. La conversación se desvió hacia otros asuntos que no recuerdo y seguramente no vale la pena recordar, pero el tema de los realitys me dejó cabezón: ¿De dónde nace ésta tendencia? ¿Es sólo una moda superficial y pasajera impuesta por los magnates de la TV o responde a necesidades, quizá más profundas, de los espectadores? ¿Por qué lo ficticio ha perdido la preferencia de la masa?
En primer lugar, habría que decir que lo que diferencia el reality de, por ejemplo, la telenovela, es el morbo que genera el saber que lo que se está observando sucedió o está sucediendo “realmente”. Aunque seguramente muchos de los realitys que plagan la TV funcionan bajo una estructura parecida a un guión, lo que cuenta en este caso es que el producto se venda o parezca real. Cómo se sabe, la película El proyecto de las brujas de Blair se vendió como un documento fílmico auténtico (o por lo menos eso fue lo que a mí me dijeron antes de entrar a ver la película), y por ello tuvo el éxito que tuvo. No es lo mismo ver las Brujas de Blair pensando que aquello sucedió en verdad, que verla como una película convencional; no es lo mismo ver algo cuya puesta en escena es evidentemente planeada, que ver algo aparentemente improvisado y espontáneo. Lo que cuenta, en definitiva, es que el espectador crea en la realidad de lo que se le muestra, haya o no tal realidad. Pero eso nos deja de nuevo en el terreno de la ficción: el buen realizador, incluso el de TV, hace creer al público la realidad de lo que presenta. Esto me lleva a pensar, entonces, que el reality es sólo una técnica más, o un género más, que se ha inventado para hacernos creer en lo que se nos muestra.
Solemos acudir a la ficción, básicamente, por algo que Clement Rosset llama la idiotez de lo real. La realidad es idiota porque es simple y aburrida, no dice nada, es fría y estéril. De allí nace el gusto por lo espectacular: puesto que nuestra realidad es una mierda, evadimos nuestra condición a través de diferentes medios, entre los que se cuenta la TV. La TV nos muestra, entonces, lo espectacular, es decir, todo lo que queremos ser pero no somos. Esto me lleva a pensar que en algún momento, antes del gran auge de los realitys, la masa comenzó a sentir a la televisión como extraña, precisamente en virtud de su propia espectacularidad. Cuando la TV se vuelve ajena al espectador, demasiado rimbombante y artificial, nace la necesidad de volver a parecer real, de mostrar lo más ordinario de la condición humana, o sea, nacen los realitys. Sin embargo, creo que el gusto por lo espectacular persiste. Ahora nos interesa lo real-espectacular. Ya no nos convencen del todo aquellas puestas en escena artificiales, queremos espontaneidad e improvisación, y también queremos dramas intensos y muertes nunca vistas y adulterios y chupa-cabras en Nicaragua y hombres lobo en el Salvador y músculos y explosiones y héroes y villanos y hadas madrinas y fantasmas y extraterrestres, pero que parezcan reales, por favor. Porque, seguramente, un reality sobre la vida de Peter Pérez, dónde no ocurre absolutamente nada, no será tan bien recibido como un reality sobre París Hilton, que es millonaria, tiene un perrito y no usa pantaletas. De la realidad no nos interesa la insignificancia, de esa tenemos bastante en nuestras vidas. Sólo queremos una nueva y más auténtica forma de representarnos lo espectacular.
Los seres humanos tenemos una irrefrenable tendencia hacia la realidad; la verdad nos interesa por sí misma. Pero no es menos cierto que la realidad o la verdad pueden resultar insoportables, de allí que tengamos que recurrir a la ilusión y al artificio para sobrellevar la vida. Nos gustaría que la realidad fuera más como la ficción y la ficción más como la realidad; el reality es una forma de difuminar la frontera entre ambas.
Leo lo que acabo de escribir en el párrafo anterior y me pregunto si se lo habré mencionado a mi amigo en aquella fiesta. Seguramente no, seguramente terminamos hablando de Chávez, como terminan todas las conversaciones en una reunión. Me hubiera gustado decírselo, aunque tal vez el fenómeno de los realitys tenga una explicación menos metafísica. No sé. En todo caso, el tema da para bastante.