Yo no tengo un bloqueo creativo como escritora.
El problema es que tengo mi propio Macondo de fantasía ubicado a pocos kilómetros del Mar Caribe habitado por un montón de personajes horribles casi escapados de Absalón. Pero la pesadilla de Faulkner es superada por estos mounstruos que apuestan a las gallinas con la virginidad de sus doncellas, que de cualquier modo ya perdieron la inocencia lavando platos a los seis años en el restaurante de la Doña Bárbara local, que ya aprendieron odio limpiando rifles para una guerra asimétrica que no los toma ni cuenta, que igual no podrían escapar de las miradas lascivas de los terratientes de franelas rojas que las observan bañarse a la orilla del río.
Pueblo cruel donde ni siquiera V.S. Naupaul hubiese podido construir su casa para Don Viswas, porque lo hubieran desplumado antes de llegar. O quizás no hubiera podido llegar por culpa de cualquiera de las tantas inundaciones que azotan el llano. No hay carretera para llegar a esté obsceno carnaval vegetal, predestinado a ser cementerio.
Triste pueblo donde la miniteca solo toca reggeton cuando hay fiestas patronales. Entonces las madres adornan a sus hijas con las licras más pegadas para pueblo impío donde la iglesia cerrada es parte de la coima de un cura que vive lejos. Y mientras, los gatillos alegre hacen apuestas en la calle para ver quien se queda con el crédito agrario más grande. Y los feligreses se dividen en fanáticos y adornan las puertas de su casa con afiches de Esteban abrazando a su bandido local favorito.
En este pueblo muchos no pueden escapar ni siquiera en un ataud. Mi corazón llegó aquí por accidente y ahora mi memoria vaga en las calles porque mi guía no pudo escapar, ni siquiera en un ataud.
Recuerdos prestados, incapaces siquiera de saborear la miel de avispas que tanto placer causaban a la voz prestada al otro lado del auricular.
¿Cómo coño fui a parar en este pueblo de mierda?
(Parte de la serie de artículos y cuentos de Migración de escrúpulos, publicados en TappingYta)