El discurso de aquellos que buscan disculpar o minimizar la responsabilidad del exPresidente Pérez en estos hechos apunta hacia la inevitabilidad histórica, es decir, la necesidad de cortar por la raíz la sublevación y los saqueos en aras de preservar la República. Se intenta inscribir la masacre de civiles y la violación de Derechos Humanos que hubo en cada caso, con el manto de un «daño colateral» inevitable.
Permítanme entonces una pequeña digresión al respecto. Cuando se es un Jefe de Estado y se dispone de todo un aparato militar-represivo en la palma de la mano, se exige, no solamente un uso discrecional de tal máquina asesina, sino un alto grado de responsabilidad.
La política se maneja entre dos fronteras claramente delimitadas: la diplomacia, el consenso y la búsqueda de compromisos, en un extremo, y la represión violenta e indiscriminada del otro.
No pretendo escribir loas al pacifismo utópico inaplicable sino poner en tela de juicio el acto de invocación de la fuerza militar, por un lado, y la magnitud de la respuesta, por otro. Es decir, me parece obvio que en ambos casos el espacio para la diplomacia y el debate era inexistente. Las razones de esto tienen mucho que ver con la torpeza política, sobre todo en el caso del Caracazo, donde una cadena de decisiones fundamentalmente tecnocráticas, sin ningún apego a la realidad de la sociedad venezolana de la época, crearon la situación trágica que todos conocemos.
Sin embargo, Carlos Andrés Pérez decidió cerrar el puño del Estado y desencadenar toda su furia sobre la población en una reacción extremadamente desmesurada que dejó, previsiblemente, miles de muertos. ¿Son estos muertos «daño colateral» que pueda justificarse en el marco de una acción legítima del Estado? Obviamente, no.
Tanto en el Porteñazo como en el Caracazo la respuesta estríctamente militar, de restauración del orden público, pudo haber sido otra.
Carlos Andrés Pérez decidió, de manera coherente con su personalidad megalomaniaca y egocéntrica, retirarle el bosal al perro rabioso de la milicia y desencadenarlo en medio de una población civil, con el fin de asentar su posición de dominio político. El exPresidente de Venezuela juzgó necesario afianzar la posición de poder del Estado que él representaba con un torpe y desorientado puño de hierro que dejó como legado una montaña de cadáveres.
Con el inmenso poder inherente a un jefe máximo de las Fuerzas Armadas debe venir no sólo la inmensa responsabilidad en la toma de decisiones que apelen a este cuerpo, sino la inevitabilidad del juicio histórico. Lo siento, pero en lo que al uso de la Fuerza Militar se refiere, no hay espacio para errores de cálculo o disculpas. Cualquier desliz que viole Derechos Humanos y riegue la sangre de inocentes no debe ser perdonado por la sociedad civil, sea en Nagasaki, Fallujah o Puerto Cabello.
Tampoco me parece exagerado exigir que, en la discusión del legado de Carlos Andrés Pérez, estos dos hechos (a los cuales podríamos agregar muchos más) tengan un papel central, en vez de ser relegados a un simple pie de página de su mandato. Igual que denuncié con vehemencia la ilegal guerra en Irak y exijo que esa infame página de la historia norteamericana esté en el tope del expendiente de George W. Bush, no perdida en medio de referencias a otros aspectos de su mandato, me parece justo que los civiles que perdieron la vida por el uso desmesurado de la Fuerza Armada por parte de CAP en 1962 y 1989, tengan la relevancia que se merecen.
Es por ello que afirmo que Carlos Andrés Pérez acudió a la fuerza bruta de manera prácticamente criminal debido a lo desmesurado de la respuesta. No creo tampoco que haya sido un error de cálculo: CAP se valió de la sangre de los venezolanos, primero para forjarse una imagen de aguerrido anticomunista capaz de controlar al país, luego para limpiar los desaciertos de sus apuestas económicas.
Estos dos capítulos no deben ser barridos bajo la alfombra de la historia.