DIGRESIÓN ACERCA DE LIBROS E IDEAS VIEJOS Y NUEVOS
-POR CARLOS SCHULMAISTER-
Argentina
Puesto que muy pronto habré de “acogerme a los beneficios de la jubilación”, como profesor de historia en los niveles secundario y terciario del sistema educativo provincial de Río Negro, me ocupo actualmente de revisar fotocopias, apuntes y trabajos acumulados durante más de cuatro décadas en mi biblioteca, con la intención de hacer un expurgo que alcance a manuales y libros de estudio de diversas disciplinas y temáticas.
Estoy convencido de que la mayoría de las teorías y concepciones de historia y de ciencias sociales que he frecuentado en la etapa profesional de mi vida, así como en la previa de formación académica, incluidas mis propias recreaciones, adaptaciones y modificaciones de ellas, amén de las de otros contemporáneos, no lograrán sobrevivir al paso del tiempo mucho más que este yo cansado y desencantado de eso que actualmente puede englobarse groseramente en el término saber.
Pienso y siento que no tiene sentido continuar atesorando la mayoría de esos testimonios del pasado que nadie -me refiero a propios y extraños- querrá heredar algún día ante las inevitable pérdidas de valor (¡incluido hasta el eventual valor museológico que pudiera corresponder a algunos de mis libros más viejos!), de funcionalidad (como la decorativa de paredes y ambientes, por añadidura) y de otras virtudes que pudieran haberle sido atribuidas alguna vez.
Hasta ahora mi biblioteca conserva libros de varias edades.
Los más viejos han sido, sin duda, los que más he amado; precisamente aquellos que se corresponden con la aurora de mis días, es decir, los de los ´70, los de los ´60 y más atrás aún. De ellos los tengo de dos clases: los que representaban libremente el mundo y los que lo interpretaban para modificarlo. Obviamente, he desechado desde joven aquella famosa vertiente anterior que se limitaba a desmontar los átomos del universo para dejarlo como estaba.
Luego poseo títulos que vinieron a explicar el fracaso de los primeramente mencionados y las nuevas formas de pensar ese supuesto “mismo” mundo, en los ´80, los ´90 y la primera década del siglo actual.
Las diferencias entre los que llamaré los viejos libros míos y los nuevos libros han sido en general descorazonadoras para muchos lectores. Por empezar, con la lectura de unos pocos de los primeros bastaba en su momento para andar bien vestido y bien equipado por la vida… sí, sí, antes, por supuesto, ¡cuando el mundo era ancho y ajeno pero era como había sido siempre!, de modo que con ellos uno andaba bastante seguro, como un caballero andante, mirando hacia adelante sin demasiado recelo y con la voluntad enhiesta.
En cambio, con los libros posteriores pasaba -y pasa- todo lo contrario: se necesitan muchos más libros que antes para echar apenas un poco de luz sobre las nuevas ambigüedades, en tanto la seguridad y fortaleza que las nuevas razones brindan al espíritu, al intelecto y a la conciencia de quienes fueron primeramente lectores de culto de los libros emblemáticos de aquella mítica época de medio siglo atrás es hoy mucho más endeble. Probablemente sea por eso que no hayan producido ni produzcan todavía suficientes ganas personales de cambiar y transformar la realidad, a pesar de que estas palabras y las consiguientes apelaciones estaban -y están- a la orden del día en las nuevas bibliografías.
Seguramente los contrastes de foco, de perspectiva y de horizonte (es decir, de paisaje) entre los viejos y los nuevos arúspices se han visto potenciados en los lectores que alguna vez habían intentado el ascenso a la montaña de los sueños, o al sueño de la montaña, portando la roca de los sacrificios para terminar muy pronto rodando hacia abajo sin poder llegar a la cima, y despedazados por esa misma roca.
Creo que en quienes no pasaron por aquellos famosos estremecimientos de la razón y del corazón, ni por esos furores locos que algunos habían confundido con la Revolución (quizá por razones de edad), y que luego abrevaron y se formaron en los aparentemente asépticos esquemas de interpretación posteriores no se produjo el desconcierto ni la sensación de fracaso y frustración producidos en los primeros.
Sin embargo, y bien mirado, los nuevos enfoques teóricos supuestamente autónomos de toda determinación ideológica parecen depender de la legitimación implícita de los primeros testigos -sobre todo de los autores- brindada en términos de evocación nostálgica, sintetizadora, maniquea y llena de clichés que ya forma parte del ambiente cultural de la primera década del siglo XXI.
Cuando la nueva bibliografía que transcurre paralelamente al proceso mundial de la Globalización logre ser realmente producida y asimilada por nuevas generaciones, en consecuencia sin la implícita apelación a las memorias militantes de los años de plomo, seguramente permitirá ver en ella mucho más que una posición reactiva, que una verificación del fracaso anterior de la historia concebida en los viejos términos y de los fracasos personales de la mayoría de sus épicos protagonistas y no contribuirá más a expandir en la juventud esa omnipresente sensación de pesimismo, y peor aún: de escepticismo en quienes dan por sentados y convalidados –legitimándolos a priori, acríticamente- los presupuestos sobre los que giraban aquellas interpretaciones del pasado.
Esa tarea apenas ha comenzado. La mayoría de la nueva bibliografía arrancó con pensadores que conocieron y/o hasta libaron como conspicuos devotos las mieles y elixires de aquellas utopías ruidosas tanto como regurgitaron más tarde el acíbar amargo del nihilismo y el silencio subsiguientes. Pero nihilismo y silencio inicialmente sólo en ellos y a partir de ellos, los que han configurado los moldes del pretendido nuevo pensamiento sobre ese pasado, con destino a las más recientes camadas de pensadores y consumidores, las que en gran medida han continuado, por esa vía, atadas a términos de significados y sentidos reciclados del pasado pero hoy casi totalmente obsoletos.
Esto viene a cuento de que los libros pertenecientes a la segunda etapa o vertiente consignada, no son, en general, más veraces ni eficaces, a proporción, que lo que lo fueron en su tiempo los de la primera. Por lo menos no lo son para mi, que he leído muchísimos de ellos, es decir, a los viejos y a los nuevos. Estos últimos, en lugar de representar la superación de los criterios de pensamiento fallidos de hace medio siglo continúan llevando indirectamente a los lectores actuales por los mismos andariveles de resolución intelectual de los problemas de entonces.
Lo que debieran producir las nuevas formas de interpretar el mundo no son, a mi juicio, simplemente nuevos instrumentos ni nuevos métodos para nuevas metas operativas, pues nada de ello será realizable nunca sin la previa construcción de un nuevo hombre, pero de un hombre totalmente nuevo. En efecto, de nada sirve el vino nuevo en odres viejos pues éstos se han de romper. El vino nuevo debe echarse en odres nuevos. Sólo entonces podrá recuperarse la voluntad de los hombres para la transformación del mundo.
Por esos motivos es probable que mañana mis estantes queden vacíos. Una musa me sugirió repartirlos por los jardines de las casas de mi barrio en la madrugada del 6 de enero. No sé si le haré caso pues no tengo claro si eso ha de constituir un “regalo” para alguien.
Entretanto, estoy pensando en regalarme a Krisnamurti. Creo que me hará sentir bien.
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