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EL SABER, ENTRE LA ROCA Y LA ARENA

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Que el hombre es un ser racional es una obviedad, y que la razón participa en diferentes modalidades y niveles configurando distintos tipos de pensamiento también. Ahí están por un lado el pensamiento científico, complejo, riguroso, que aplica métodos, lógicas, teorías, sistemas y paradigmas, y por el otro el pensamiento sencillo o cotidiano de  todo el mundo.

Sin embargo, este último no está separado del primero. Al contrario, los dos se retroalimentan y colaboran mutuamente. La ciencia viene de la realidad, el conocimiento sale de ella y vuelve a ella: la interroga, la observa, la manipula y experimenta, comprueba, define y codifica; luego, parte de sus certezas pasarán al saber vulgar en forma sintética, constreñida a las necesidades reales de su utilización colectiva.

Pero el saber cotidiano también es inescindible de su contracara: la irracionalidad. Ésta ha sido entendida de diversas maneras, pudiendo focalizarnos esquemáticamente en dos: la más vieja y conocida es la que la señala como ausencia de intelecto o de conocimiento, la otra lo hace como ruptura lingüística, como clausura del diálogo, es decir como voluntad de imposición al otro.

En gran medida los procesos psicológicos del campo afectivo emocional movilizan mayores o menores magnitudes de racionalidad e irracionalidad en los individuos, y a menudo éstas últimas producen impresiones, creencias y convicciones mucho más intensas, firmes y duraderas  que las que sobre los mismos asuntos se originan en el ejercicio de la razón.

El amor pero también el odio, la admiración pero también el desprecio, la alegría pero también el miedo y los resentimientos, es decir, las posiciones antagónicas basadas en devociones y rechazos absolutos suelen direccionar y movilizar desde las percepciones hasta las decisiones plasmadas en la conducta y los actos innumerables de los seres humanos en la vida de relación. Ello así con una fuerza arrolladora que no vacila en echar por tierra los argumentos de la razón, los avisos de la prudencia y del cálculo, y hasta las reconvenciones de la conciencia de cada uno toda vez que se le oponen.

Desde la niñez componemos nuestra vida afectiva y de relación con el mundo en base a sensaciones primarias obtenidas y desarrolladas a partir de ejemplos, consejos, lecturas y experiencias propias y ajenas, gratas e ingratas, comenzando por los de papá y mamá. ¡Cuántas simpatías y cuántos rechazos nacieron en nosotros a muy tierna edad a partir de nuestros padres o de otros parientes queridos por nosotros. ¡Cuántos prejuicios y estereotipos hemos adquirido por esa vía y cuántos también hemos transmitido por nuestros propios resentimientos y vanidades!

¡Cuántas dinastías sagradas de fanáticos de Boca, River o Independiente, de radicales o de peronistas y de otras afecciones aun minoritarias o con mala prensa fueron debidas a las prédicas entusiastas de papá, del tío o de la tía enlazadas con nuestros afectos o nuestros enconos!

¡Es que papá no se puede equivocar! ¡Si papá es de tal club o de tal partido político es porque se trata del mejor club y del mejor partido, y porque me quiere bien me pasó la antorcha! De modo que gracias a papá o a quien fuera en cada caso uno quedó ubicado en el mejor lugar de todos, es decir, un lugar bueno porque esos casilleros en los que uno está por herencia representan el bien, lo bueno, lo mejor (¡…!).

¡Y de religión ni hablar! ¡Qué padres no transmitirán a sus hijos la religión que a su vez a ellos les fue transmitida como prueba del inmenso amor de sus progenitores! ¡Y quiénes de éstos últimos podrán dudar del amor de sus respectivos padres por ellos! Únicamente los ateos… pero éstos siempre han sido vistos como raros, así que aunque de hecho un padre o madre no cumpla ni crea en su doctrina y sus prácticas de culto no necesariamente se ha de asumir como ateo ni le habrá de fallar a su descendencia, ¡por las dudas…!

Esas transmisiones o herencias no sólo cursan por la vía de las opciones preferenciales positivas, sino también y con mayor frecuencia por la negativa, es decir, por los rechazos, las aversiones, los odios transmitidos, heredados, aceptados, justificados y transmitidos intergeneracionalmente como legados envueltos en amor. A lo que se suma el hecho de que es más fácil para los humanos tener una idea más o menos basta de lo que no les gusta, no desean o directamente rechazan antes que la precisión de lo contrario.

En fin, nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, de lo que se trata en realidad es de las modalidades y procedimientos implicados en la construcción subjetiva de los valores morales y, en consecuencia de los disvalores, tal como el mundo de los afectos y desafectos se encarna concretamente en nuestras vidas y nuestras vidas lo hacen en el mundo. Así, ¡qué duda cabe que de un amor desorbitado y contrariado puede nacer un odio equivalente que pueda hacer creer erróneamente que el bien puede engendrar el mal!

Algo tan importante, complejo y delicado como los principios y comportamientos éticos y morales particularmente incardinados depende mucho más de las vicisitudes de la vida emocional y las peripecias afectivas de cada sujeto que de los trabajos de la razón, aún siendo ésta la que provee un código a compartir colectivamente.

Por lo tanto, si la razón brinda versiones urbi et orbe, universales, para todos los tiempos y todos los lugares, el mundo de las afecciones, emociones y sentimientos provee las versiones históricas concretas, situadas, vivenciadas, en las que el fiel de la balanza de la decodificación y la interpretación de signos y significados no es la lógica racional al alcance de todos en principio -es decir, siempre a tenor de las experiencias históricas de las diversas sociedades-, sino las parábolas históricas particulares recorridas por los sujetos como seres individuales en el contexto integral de sus sociedades.

De hecho, en ese mundo epidérmico -por diferenciarlo groseramente del cerebral, pese a que ambos siempre trabajan juntos-, nacen y anidan adhesiones y lealtades a favor de algo tanto como rechazos y traiciones siempre pasionales que incluyen desde fanatismos y fundamentalismos más o menos tolerables hasta las irracionalidades patológicas más perversas.

Y siempre, posteriormente ese suelo disponible será abonado con argumentos interesados de la razón instrumental que le pondrán el moño o “la pajarita” en el cuello de la camisa a todos y cada uno.  A partir de allí vendrán las legitimaciones y condenas correspondientes según sean los puntos de vista en cuestión.

Dicho de otra forma, la presunta solidez superior del suelo emocional es solo aparente. Sabido es que el sostenimiento de  posiciones extremas, como es el caso de los fundamentalismos y contradicciones polares de la vida social -cualquiera sean sus signos ideológicos- insume y requiere gran cantidad de energía emocional e intelectual por parte de sus representantes.

En consecuencia, éstos siempre corren el riesgo  de experimentar derivas hacia posiciones más estables o más alejadas de los extremos, como se prefiera, pero en todo caso menos conflictivas.

Cuando la fe y la voluntad depositadas hasta ese momento en determinados lugares y con determinadas características comienzan a desplazarse a nuevas posiciones nos hallamos ante cambios que, de acuerdo a los puntos de vista implicados en el análisis de una práctica concreta, junto con la distancia entre ellos, podrán ser considerados por unos y otros como traiciones o bien como saltos cualitativos de la conciencia de unos  actores.

En el último caso los acusados desde un extremo recurrirán a la razón para cubrirse las espaldas desarrollando novedosas argumentaciones para intentar  legitimar sus acciones, y así podrán ser considerados como héroes desde el extremo opuesto al anterior.

Así, Adán y Eva traicionaron la confianza de Dios según los creyentes, pero según los ácratas -si creyeran aquel mito- se habrían emancipado y ¡viva la libertad!

Judas, por su parte, fue un miembro positivo del Imperio Romano al entregar a las autoridades a un elemento disolvente (como se decía en los tiempos desde la Semana Trágica hasta los tiempos de Isabel y López Rega). En cambio, para los cristianos fue un traidor.

Los “perritos falderos” de Hitler, de Stalin y de todos los presidentes populistas de América latina, tanto en el pasado como en el presente, siempre han sido para el relato legitimador oficial mientras duró su hegemonía unos soldados-patriotas-apóstoles de las inefables Causa, Proyecto o Modelo, en tanto para sus opositores fueron, son y serán siempre esbirros, cómplices, criminales, etc.

“Hay de todo en la viña del Señor”, pero más lo hay en el campo del horror, al punto que la historia pareciera indicar que el Mal existe y el Bien solamente se presume. Tanto que se puede traicionar de una o sucesivamente al Bien y al Mal. Más aún, mediante una traición se puede descender a los Infiernos y también por una traición se puede escapar de éste.

Sin embargo, parece probable que no se pueda continuar hasta el Cielo porque el Mal sólo engendra más Mal.

Lo sorprendente es que durante cierto tiempo las cualidades y los puntos de vista más contradictorios parecen tener una cuota simultánea de verdad, así como una firme y dura roca se compone de millones de frágiles partículas de arena, y la arena, como se sabe, se mueve.

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